Qiu Xiaolong - Seda Roja

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Un asesino en serie acecha a las jóvenes de Shanghai. Sus crímenes han creado gran expectación y alarma en la prensa y entre los ciudadanos, sobre todo porque suele abandonar a los cadáveres enfundados en un vestido muy llamativo, rojo y de estilo mandarín. Cuando el caso comienza a complicarse, el inspector jefe Chen Cao está de permiso: acaba de matricularse en un máster sobre literatura clásica china en la Universidad de Shanghai. Pero en el momento en que el asesino ataca directamente al equipo de investigadores del Departamento, a Chen no le queda más remedio que volver al trabajo y ponerse al frente de la investigación. Mientras intenta dar con el asesino antes de que se cobre nuevas víctimas, irá descubriendo que la raíz de estos asesinatos se remonta al trágico y tumultuoso pasado reciente del país.

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– Vaya, me he confundido de tarjeta. Soy Chen Cao, del Departamento de Policía de Shanghai, y también soy miembro de la asociación.

– Creo que he oído hablar de usted, inspector jefe Chen -dijo Xiang-. No sé qué viento le ha traído hoy hasta aquí, pero entre, como poeta o como policía.

Xiang sacó un termo con té y le sirvió a Chen una taza; después añadió un poco de agua en la suya. Chen observó que el anciano cojeaba un poco al andar.

– ¿Se ha torcido el tobillo, profesor Xiang?

– No. Parálisis infantil a los tres años.

– Siento haberme presentado sin avisar. Se trata de un caso importante. Tengo que hacerle algunas preguntas -explicó Chen, sentándose en una silla plegable de plástico junto a un escritorio extraordinariamente largo, al parecer hecho a medida. El escritorio era el mueble principal en un salón lleno de estanterías-. Preguntas sobre Mei. ¿Fue colega suya?

– ¿Preguntas sobre Mei? Sí, fue colega mía, pero hace muchísimos años de eso. ¿Por qué?

– El caso no tenía, ni tiene, que ver con ella, pero la información sobre Mei podría arrojar algo de luz sobre nuestra investigación. Todo lo que diga será confidencial, por supuesto.

– No va a escribir sobre ella, ¿verdad?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Hará un par de años, un hombre se puso en contacto conmigo para pedirme información sobre ella. Me negué a decirle nada.

– ¿Quién era? -preguntó Chen-. ¿Recuerda su nombre?

– He olvidado su nombre, pero no creo que me enseñara su carné de identidad. Dijo que era escritor. Cualquiera podría haber afirmado serlo.

– ¿Puede darme una descripción detallada de aquel hombre?

– Entre treinta y treinta y cinco años. Educado, pero bastante esquivo al hablar. Es todo lo que recuerdo. -Xiang bebió un sorbo de té-. Ahora que la nostalgia colectiva se ha apoderado de esta ciudad, están teniendo mucho éxito todas esas historias sobre familias que fueron ilustres, como La desventurada beldad de Shanghai. ¿Por qué habría de permitir que cualquiera explote su recuerdo?

– Hizo bien, profesor Xiang. Sería horrible que un supuesto escritor se aprovechara del sufrimiento de Mei.

– No, nadie puede volver a arrastrar su recuerdo por el fango de la humillación.

Chen percibió un ligero temblor en la voz de Xiang. Dada su admiración por Mei, esta reacción no resultaba demasiado sorprendente. Pero la frase «el fango de la humillación» indicaba que sabía algo más.

– Le doy mi palabra, profesor Xiang. No he venido en busca de ninguna historia.

– Ha mencionado un caso… -Xiang parecía indeciso.

– En este momento, no puedo darle detalles. Bastará con que le diga que varias personas han muerto, y que más van a morir si no detenemos al asesino. -Chen sacó la revista y las otras fotografías-. Puede que haya visto esta revista.

– Sí, y también las otras fotografías -dijo Xiang, mientras empezaba a examinarlas. Pálido y con el semblante muy serio, se levantó, se dirigió a una de las estanterías y cogió un ejemplar de Fotografía de China-. La he guardado todos estos años.

De la revista sobresalía un punto de libro con una borla roja, que señalaba la página de la fotografía. Era un punto de libro nuevo con una imagen de la Perla Oriental, un famoso rascacielos construido al este del río en la década de los noventa.

– Hace muchísimo tiempo de todo esto -afirmó Chen-. Tiene que haber alguna historia detrás.

– Sí, una larga historia. ¿Qué edad tenía usted cuando comenzó la Revolución Cultural?

– Todavía estaba en la escuela elemental.

– Entonces tiene que saber algo del contexto histórico.

– Por supuesto. Pero, por favor, cuéntemelo todo desde el principio, profesor Xiang.

– En mi opinión, las cosas empezaron a cambiar a principios de los sesenta. Me acababan de enviar al Instituto de Música, donde Mei ya llevaba trabajando unos dos años. Con su belleza y talento, allí era la reina. No me malinterprete, inspector jefe Chen. Yo la veía como una fuente de inspiración más que otra cosa. Me sentía frustrado por no poder ensayar los clásicos; nada estaba permitido, salvo dos o tres canciones revolucionarias. De no ser por su presencia, que iluminaba la sala de ensayos de un extremo a otro, yo habría dimitido.

– Como ha mencionado -señaló Chen-, Mei era la reina. Debió de haber muchas personas que la admiraban y que querían acercarse a ella. ¿Qué me puede contar de eso?

– ¿A qué se refiere? -preguntó Xiang, lanzándole una mirada desafiante.

– Tengo que hacerle preguntas de todo tipo para la investigación. No estoy faltándole al respeto a Mei, profesor Xiang.

– No, no sé nada de lo que me pregunta. Una mujer que provenía de una familia como la suya tenía que vivir con el rabo entre las piernas, por así decirlo. Cualquier chismorreo sentimental podía tener consecuencias desastrosas. Era una época comunista y puritana, tal vez fuera usted demasiado joven para entenderlo. No sonaba ni una sola canción romántica en todo el país.

– El presidente Mao quería que la gente dedicara su vida a la revolución socialista. El amor romántico no tenía cabida. -Chen se interrumpió al recordar inesperadamente que en su trabajo de literatura se hacía una afirmación similar, aunque relacionada con el confucianismo-. Su marido también trabajaba en el instituto, ¿verdad?

– Su marido, Ming Deren, también daba clases allí. Ming no tenía nada de especial. Su matrimonio fue, al menos en parte, creo, un matrimonio concertado. Antes de 1949 el padre de Ming era un banquero de éxito, mientras que el de Mei no era más que un abogado de poca monta. La mansión Ming era una de las más lujosas de la ciudad.

– Sí, he oído hablar de la mansión. ¿Tenían problemas en su matrimonio? -Chen se preguntó por qué habría sacado Xiang el tema del matrimonio concertado.

– No que yo sepa, pero la gente creía que Ming no estaba a la altura de su esposa.

– Ya entiendo -dijo Chen, consciente de que, a ojos de Xiang, nadie habría sido digno de ella-. Entonces, ¿cómo supo usted de la foto? Debió de decírselo Mei, o quizá le enseñó la revista.

– No. Compartíamos despacho, y casualmente la oí hablar por teléfono con el fotógrafo. Así que compré un ejemplar de la revista.

– En cuanto al vestido mandarín de la foto, ¿la había visto llevarlo puesto alguna vez?

– No, nunca. Ni antes ni después de la foto. Tenía varios vestidos mandarines, que a veces se ponía para las actuaciones, pero no el de la foto.

– ¿Cree que la fotografía le causó problemas?

– No lo sé. Poco después comenzó la Revolución Cultural. Su suegro murió y su marido se suicidó, lo que fue considerado un grave delito contra el Partido. Ella se vio convertida en «miembro de la familia negra de un contrarrevolucionario», y la obligaron a salir de la mansión e instalarse en el desván que había sobre el garaje. La mansión fue ocupada por una docena de «familias rojas». Mei sufrió la más humillante de las persecuciones.

– ¿Todo eso fue la causa de su trágica muerte?

– En cuanto a las circunstancias de su muerte -explicó Xiang, tomando un largo sorbo de té, como si intentara beberse a sorbos su memoria-, puede que mis recuerdos no sean demasiado fiables después de todos estos años, como podrá imaginar.

– Lo comprendo, todo esto sucedió hace más de veinte años. No tiene que preocuparse por la exactitud de los detalles. Comprobaré varias veces cualquier cosa que me cuente -le aseguró Chen, también bebiéndose el té a sorbos-. Échele un vistazo a la foto. Es como en el refrán: la suerte de una belleza es tan fina como un papel. Creo que tendría que hacer algo por ella.

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