Qiu Xiaolong - Seda Roja

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Un asesino en serie acecha a las jóvenes de Shanghai. Sus crímenes han creado gran expectación y alarma en la prensa y entre los ciudadanos, sobre todo porque suele abandonar a los cadáveres enfundados en un vestido muy llamativo, rojo y de estilo mandarín. Cuando el caso comienza a complicarse, el inspector jefe Chen Cao está de permiso: acaba de matricularse en un máster sobre literatura clásica china en la Universidad de Shanghai. Pero en el momento en que el asesino ataca directamente al equipo de investigadores del Departamento, a Chen no le queda más remedio que volver al trabajo y ponerse al frente de la investigación. Mientras intenta dar con el asesino antes de que se cobre nuevas víctimas, irá descubriendo que la raíz de estos asesinatos se remonta al trágico y tumultuoso pasado reciente del país.

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El fotógrafo se llamaba Kong Jianjun. En el índice de la revista, Chen descubrió que Kong también era miembro de la Asociación de Artistas de Shanghai.

Una sílfide venía desde el extremo este de la calle Nanjing cuando Chen salió de la biblioteca con la revista en la mano. Estuvo a punto de pensar que había sido Hong -su alma, o lo que fuera- quien lo había guiado.

El inspector jefe Chen llamó por teléfono a la Asociación de Artistas de Shanghai.

– Kong Jianjun falleció hace unos cuantos años -le explicó una joven secretaria desde la oficina-. La expusieron públicamente a la crítica de las masas durante la Revolución Cultural, según tengo entendido.

– ¿Tiene la dirección de su domicilio particular?

– La que conservamos en nuestro registro es antigua. No tenía hijos, y sólo le ha sobrevivido su mujer. Tendrá unos setenta y pico años. Puedo enviarle el expediente por fax a su despacho.

– A mi casa. Estoy de va… Espere, envíelo a este número -indicó Chen, dándole el número de fax de la biblioteca.

– Muy bien. También podría hablar con el comité vecinal, si la mujer aún vive allí.

– Gracias, eso haré.

Chen volvió a la biblioteca para recoger el fax. Susu le entregó las páginas, además de una taza de café recién hecho y un pastel de crema de nueces.

– Es difícil deberle favores a una belleza -dijo Chen.

– Ya vuelve a citar a Daifu -respondió ella con una dulce sonrisa-. A ver si se le ocurre algo nuevo la próxima vez.

Lo que le vino a la memoria fue, inesperadamente, una escena de años atrás, en otra biblioteca, en otra ciudad…

Sólo la luna de primavera

permanece comprensiva, brillando aún

para un visitante solitario, que medita

sobre los pétalos caídos

en un jardín desierto.

El tiempo fluye como el agua. Chen se bebió el café de un trago. Era negro y amargo, quizá tendría que haberlo rechazado. Susu no sabía nada acerca de su reciente problema de salud.

El inspector jefe empezó a estudiar el expediente. Kong había trabajado como fotógrafo en Wangkai, uno de los célebres estudios estatales de Shanghai. También fue miembro de la Asociación de Artistas, y ganó varios premios. Murió poco después de la Revolución Cultural. Le había sobrevivido su esposa, que ahora vivía sola en el distrito de Yangpu. No se mencionaban las dificultades que aquella fotografía causó a Kong. Como otros «artistas burgueses», el fotógrafo fue objeto de una crítica de las masas durante la Revolución Cultural. Tampoco aludía a la fotografía premiada de la mujer vestida con el qipao.

Mientras se levantaba del escritorio, Chen tuvo que resistirse a la tentación de tomar otra taza de café.

22

Era casi la una y media cuando Chen llegó a la casa de Kong en la calle Jungong.

Al ver los buzones de madera descolorida al pie de la agrietada escalera de cemento, Chen supuso que sería uno de los «nuevos hogares para trabajadores» construidos en los años sesenta. Ahora el edificio tenía un aspecto viejo y descuidado, y estaba abarrotado de gente. Encontró el nombre de la viuda de Kong en uno de los buzones.

Chen subió por las escaleras y abrió una puerta de un empujón. Resultó ser una vivienda de tres dormitorios compartida por tres familias. Vio una cocina común atestada de hornillos, lo cual confirmó su hipótesis: la viuda debía de vivir en una habitación individual dentro de la vivienda.

Chen llamó a la puerta número 203. Una mujer de cabello blanco le abrió y lo miró a través de sus gafas de montura plateada.

– ¿Es usted la señora Kong?

– Todo el mundo me llama tía Kong aquí -dijo la anciana, invitándolo a entrar.

Vestía chaqueta y pantalones de algodón guateado y calzaba un par de zapatillas de color rojo escarlata con jazmines bordados. La habitación era tan pequeña como un pedazo de tofu, y estaba atiborrada de todo tipo de objetos de dudosa utilidad. Una única silla, de tres patas, se apoyaba contra la pared. A los pies de la escalera había un anticuado recipiente de paja para conservar caliente el arroz, que quizá le servía de escabel. En la habitación hacía frío, pese a que la ventana estaba sellada con papel.

– Puede sentarse en la silla -ofreció la anciana.

– Gracias -respondió Chen, sentándose con cuidado en el borde de la silla-. Siento molestarla, tía Kong.

Chen le explicó el propósito de su visita, tras sacar su tarjeta y la revista.

La mujer estudió la fotografía de la revista con expresión inescrutable. Durante dos o tres minutos no dijo ni una palabra.

Mientras esperaba, Chen comenzó a percibir el olor que invadía la habitación. Se fijó en una pequeña lata que hervía sobre el fogón de gas colocado en un rincón. Posiblemente la comida del gato. La mayoría de habitantes de Shanghai tenían gatos para cazar ratas, como en la conocida frase del camarada Deng Xiaoping: «No importa que el gato sea negro o blanco; siempre que cace ratas, será un buen gato». Si bien los habitantes más jóvenes y modernos de Shanghai habían empezado a introducir el concepto de «mascota» en la ciudad, en un edificio tan viejo como éste un gato todavía servía, por encima de todo, para cazar ratas. La lata de arroz sobrante hervido con espinas de pescado era quizá la única comida para gato que la tía Kong podía permitirse, pero cocinar en la habitación podía ser peligroso para una anciana que vivía sola. La bombona de propano estaba colocada junto a una minúscula mesa de madera, sobre la que reposaba una palangana de plástico que contenía tazas y cuencos enmohecidos.

– Sí, es una fotografía que sacó mi marido. En los sesenta -dijo la tía Kong con voz algo trémula-, pero falleció hace muchísimo tiempo. ¿Cómo iba a acordarme yo de nada?

– Le concedieron un premio nacional por esta fotografía. Debió de habérselo mencionado. Intente recordar, tía Kong. Cualquier cosa que se le ocurra puede ser importante para nuestro trabajo.

– ¡Un premio nacional! Sólo le trajo mala suerte. Esta foto fue como una maldición.

– Una maldición -repitió Chen. Una palabra sin duda extraña. Y sin embargo, se repetía una y otra vez en la investigación. La anciana debía de recordar algo sobre la foto. Algo siniestro-. Por favor, dígame a qué tipo de maldición se refiere.

– ¿Y quién quiere hablar de cosas relacionadas con la Revolución Cultural?

Chen comprendió que los recuerdos de aquellos años aún podían ser demasiado dolorosos. Y a la viuda tampoco le sería fácil abrirse ante un desconocido. No obstante, él estaba más que dispuesto a ser paciente.

– ¿Se refiere a que las personas relacionadas con la foto fueron víctimas de una maldición, tía Kong?

– Criticaron mucho a mi marido por esta foto, por el delito de «defender el estilo de vida burgués». Ahora, después de tantos años, le pido por favor que lo deje descansar en paz.

– Es una fotografía magnífica -siguió diciendo Chen con tono imperturbable mientras sacaba otra tarjeta, la de la Asociación de Escritores Chinos-. Soy poeta. En mi opinión, es una obra maestra. Un poema fotográfico.

«Un poema fotográfico» había sido el mayor elogio posible en la crítica tradicional china, pero Chen creyó ser sincero al usar el cliché.

– Puede que lo sea, o puede que no. Pero ¿qué más da? Míreme. Me han dejado aquí sola, como si fuera un trapo sucio y gastado. -La tía Kong señaló la bombona de propano- Ni siquiera puedo usar la cocina comunitaria. Todo el mundo se mete conmigo. Hábleles de esta supuesta obra maestra. ¿De qué me va a servir?

La anciana se levantó, se dirigió hacia el hornillo arrastrando los pies y comenzó a remover la comida que hervía en la lata con un palillo de los que se utilizan para comer. De repente, se volvió hacia el recipiente de paja, canturreando como si no hubiera nadie más en la habitación.

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