Qiu Xiaolong - Seda Roja

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Un asesino en serie acecha a las jóvenes de Shanghai. Sus crímenes han creado gran expectación y alarma en la prensa y entre los ciudadanos, sobre todo porque suele abandonar a los cadáveres enfundados en un vestido muy llamativo, rojo y de estilo mandarín. Cuando el caso comienza a complicarse, el inspector jefe Chen Cao está de permiso: acaba de matricularse en un máster sobre literatura clásica china en la Universidad de Shanghai. Pero en el momento en que el asesino ataca directamente al equipo de investigadores del Departamento, a Chen no le queda más remedio que volver al trabajo y ponerse al frente de la investigación. Mientras intenta dar con el asesino antes de que se cobre nuevas víctimas, irá descubriendo que la raíz de estos asesinatos se remonta al trágico y tumultuoso pasado reciente del país.

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Un monje joven se dirigió hacia él con paso firme. El monje, que llevaba unas gafas de montura dorada y sostenía un teléfono móvil, saludó a Chen con mirada expectante tras sus gafas fotocromáticas.

– Bienvenido al templo, señor. Puede donar cuanto le plazca, y su nombre perdurará aquí para siempre. Guardamos todas las ofrendas en el registro del ordenador. Eche una mirada al panel.

Chen vio un panel con una imagen impresionante de un gran buda de oro. El buda alargaba la mano, como si instara a los creyentes a hacer donativos. Por mil yuanes, el nombre del donante aparecería grabado como benefactor en una placa de mármol, y por cien, su nombre se guardaría en el registro electrónico. Junto al panel había un despacho con la puerta entreabierta, a través de la que se podían ver los ordenadores que garantizaban la gestión eficaz de los donativos para la imagen del Buda de oro.

Sacando un billete de cien yuanes, Chen lo introdujo en la caja de donativos sin firmar en el registro.

– Ah, aquí tiene mi tarjeta. De ahora en adelante también puede enviar talones -sugirió el joven monje en tono agradable-. Mucha gente quema incienso en aquel quemador. La verdad es que funciona.

Chen cogió la tarjeta y se dirigió hacia el enorme quemador de incienso de bronce situado en el centro del patio del templo. Allí vio a gente que metía incienso y dinero de papel del más allá en el quemador.

Una anciana estaba echando una bolsa entera de dinero de papel del más allá, tras haber doblado cada pieza en forma de lingote de plata. Chen no había tenido tiempo de doblar el dinero, por lo que se limitó a echar su montón de papel de plata en el quemador. Lentamente, el papel de plata empezó a arder con una llama oscura, pero una bocanada de aire hizo que las cenizas se arremolinaran hacia lo alto como una figura danzante, antes de desaparecer.

– Una señal -murmuró la anciana con voz atemorizada, aludiendo a la creencia de que los espíritus se llevan el dinero en una ráfaga repentina de viento-. No tiene que preocuparse por la ropa que ella lleva en invierno.

¿Cómo podía saber la anciana que la ofrenda era para una mujer? Hizo la ofrenda pensando en Hong, vestida con aquel qipao de seda roja.

Chen no creía en el más allá. Como muchos chinos, se sentía levemente reconfortado cuando cumplía con algunas convenciones religiosas. En alguna parte, de algún modo, era posible que existiera algo que escapara al conocimiento humano. Confucio dice: «Un caballero no habla de los espíritus». Según el sabio, los caballeros tienen tantas cosas que hacer en este mundo que carece de sentido preocuparse por el más allá, del que nada se sabe con certeza. Aun así, Chen no creía que tuviera nada de malo encender una vela, sostener incienso o quemar algo de dinero del más allá. Quizá podría conducir a una especie de comunicación con los muertos.

Chen compró un puñado de varas largas de incienso y las encendió, como hacían los demás. Rezó para que Buda lo guiara en su persecución del asesino, y así Hong podría descansar en paz.

Como si no bastara con sus rezos, Chen hizo una promesa, sosteniendo las varas de incienso: si conseguía capturar al criminal, sería policía toda su vida, y olvidaría todos los planes y ambiciones que albergaba. Un policía concienzudo y satisfecho con su trabajo.

Después se dirigió a la parte trasera del templo, desde donde subió un tramo de escaleras de piedra hasta llegar a un patio elevado. Apoyándose en la barandilla de piedra blanca, intentó pensar mientras observaba el contraste entre los antiquísimos aleros del templo y los rascacielos posmodernos.

Entonces se dio cuenta de que otro monje se dirigía con sigilo hacia él. Era un anciano con el rostro curtido y la frente surcada de arrugas que llevaba una larga sarta de cuentas negras en las manos.

– Parece preocupado, señor.

– Sí, maestro -respondió Chen, esperando que el monje no quisiera pedirle otro donativo-. Soy un hombre normal y corriente, perdido en el mundo trivial del polvo rojo. Soporto la carga de mis preocupaciones como un caracol que arrastra su caparazón.

– Le parece que el caracol arrastra su caparazón porque usted quiere verlo así. Es sólo una apariencia.

– Lo ha explicado muy bien, maestro -repuso Chen con tono reverencial, porque el viejo monje le pareció erudito. Chen recordó historias de iluminación repentina acaecidas en templos antiguos. Esta podría ser una oportunidad para su investigación-. Los budistas hablan de ver más allá: más allá de la vanidad que reina en el mundo. Lo intento con todas mis fuerzas, pero no lo consigo.

– Usted no es un hombre corriente, eso está claro. ¿Ha leído el poema sobre la iluminación repentina de Liuzhu?

– Lo he leído, pero de eso hace mucho tiempo. Una metáfora sobre un espejo de bronce, ¿verdad?

– Sí y no -respondió el viejo monje-. Cuando el anciano abad iba a nombrar a un sucesor, decidió poner a prueba a sus discípulos. Al primer candidato se le ocurrió un poema. «Mi cuerpo es como un árbol Bodhi, / mi corazón, un espejo de bronce, / que no dejo de frotar, / para sacar todo el polvo.» No estaba mal, podríamos decir. Pero el elegido para sorpresa de todos, Huineng, un monje que limpiaba el templo, demostró ser el más sensato al recitar su poema: «Bodhi no es un árbol, / y el espejo no es el corazón. / Allí no hay nada. / ¿De dónde viene el polvo?».

– Sí, ésa es la historia. Sin duda Huineng fue más riguroso, y por ello resultó vencedor.

– Nada más que apariencias. El árbol, el espejo, usted o el mundo.

– Pero todavía vivimos en el mundo, maestro.

– Mientras tenga aún muchas cosas que hacer, puede que no sea capaz de ver más allá de este mundo tan rápidamente. Un antiguo proverbio dice: «Deshazte de tu cuchillo y conviértete inmediatamente en un Buda». Es un proverbio porque eso no resulta nada fácil.

– Tiene muchísima razón. Lo que pasa es que yo soy muy estúpido.

– No, no es fácil alcanzar la iluminación. Pero puede intentar vaciar su mente de cualquier pensamiento perturbador durante algún tiempo. Tiene que avanzar paso a paso.

– Se lo agradezco mucho, maestro.

– La suerte nos ha reunido hoy aquí -afirmó el viejo monje, juntando las palmas de las manos como gesto de despedida-. Entonces, ¿por qué tiene que darme las gracias? Adiós. Volveremos a encontrarnos si el destino así lo quiere.

Según el budismo, todo sucede por una especie de karma: beber un vaso de agua, el picoteo de un pájaro o un encuentro con un viejo monje; todas estas acciones son el resultado de lo que ha sucedido antes, y todo conduce a su vez a algo más.

Entonces, ¿por qué no intentar, como le ha sugerido el viejo monje, olvidar todas las ideas que ha tenido sobre el caso para poder verlo desde una nueva perspectiva?

Chen permaneció de pie junto a la barandilla y cerró los ojos para vaciar su mente. Al principio no lo consiguió. Quizá la gente sólo es capaz de percibir algo dentro de un marco de ideas o de imágenes preconcebidas. Nadie vive en un vacío.

Chen aspiró profundamente y se concentró en el dantian, un minúsculo punto situado por encima del ombligo. Era una técnica que había aprendido en la época en que solía ir al Parque Bund. De manera gradual, su energía empezaba a moverse en armonía con el entorno singular del templo.

De repente, vio la imagen del vestido mandarín rojo. Se le apareció, sin embargo, de una forma que nunca había experimentado. Parecía como si lo viera en los años sesenta, contra un fondo de banderas rojas del Movimiento de Educación Socialista. Él llevaba un pañuelo rojo y coreaba eslóganes revolucionarios junto a las «masas revolucionarias». Se le ocurrió que un vestido mandarín de aquel estilo, ya fuera en una película o en la vida real, resultaría polémico en aquella época, pese a ser bastante recatado en comparación con las tendencias actuales.

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