No para ella, no hoy.
Mientras contemplaba el atasco en la calle Yan'an por la ventanilla del taxi, Chen supo que no recuperaría el sosiego hasta que no la vengara.
Chen abrió su maletín y sacó la carpeta con los documentos sobre el caso del vestido mandarín rojo. Mientras permaneció en el complejo de vacaciones había conseguido no mirarlos. Pero ahora, al sacar la carpeta, descubrió asombrado que su móvil había quedado escondido al fondo del maletín. Desconectado, por supuesto, pero reposando allí todo el tiempo. Antes de irse de vacaciones Chen había decidido no llevárselo, lo recordaba perfectamente. Por otra parte, era incapaz de recordar cómo había ido a parar el móvil al interior del maletín. Puede que los argumentos sobre el olvido de Freud no estuvieran tan desencaminados, pero Chen decidió no preocuparse de Freud en aquellos momentos.
Al escuchar todos los mensajes que había recibido, Chen descubrió que, además de los mensajes detallados de Yu, Li y varios altos cargos también habían llamado repetidamente, instándolo a volver al trabajo. Incluso el Viejo Cazador había empezado a inquietarse por su ausencia, tal y como le comunicaba en otro mensaje. Una joven agente había arriesgado su vida para atrapar a un asesino en serie que estaba desafiando a toda la policía. Esta crisis era mucho peor que cualquier otra que el Departamento hubiera experimentado antes.
Además, no podían investigar abiertamente. Como dice el proverbio chino, tenían que tragarse el diente caído sin escupir la sangre. Si la gente se enteraba de la identidad de la última víctima -asesinada durante una misión fallida en la que actuaba como señuelo- no sólo supondría una terrible humillación para la policía, sino que provocaría nuevas oleadas de pánico entre la población.
Aunque la identidad de la víctima todavía «se desconocía», nadie en el Departamento creía que pudieran seguir ocultándola durante mucho tiempo. Según uno de los mensajes que le había dejado Yu, los periodistas ya comenzaban a sospechar. Pero, en estos momentos, Yu y sus compañeros tenían preocupaciones aún más serias. ¿Qué sucedería esta semana? Ahora nadie tenía ninguna duda. Y nadie creía que pudieran detener al asesino en menos de dos días.
Chen miró su reloj: eran casi las diez. Decidió no ir al Departamento, ni siquiera pensaba ponerse en contacto con Yu por ahora.
Un detalle en particular sobre el caso lo había alarmado. El diabólico golpe maestro, todo el episodio del club Puerta de la Alegría desde la publicación del anuncio en el periódico hasta la huida por la puerta trasera, quizás hubiera sido planeado por el asesino desde el primer día en que Hong actuó como señuelo. Lo había organizado con excesiva perfección. Cuanto más pensaba en ello Chen, más sospechaba que el anuncio del periódico no había aparecido inesperadamente. Con toda probabilidad, se trataba de una contratrampa tendida gracias al uso de información privilegiada.
Así que, hiciera lo que hiciera, Chen no se lo mencionaría a nadie del Departamento. Se decía que el inspector jefe estaba demasiado enfrascado en su trabajo de literatura, o que no tenía las suficientes agallas como para resolver el caso de los asesinatos en serie. No le importaban estos rumores. Chen tenía la intención de continuar manteniéndose al margen.
– Lo siento, he cambiado de opinión -le dijo al conductor-. Vayamos al club Puerta de la Alegría.
– ¿E1 Puerta de la Alegría? Los polis hicieron una redada allí la semana pasada.
Puede que se tratara de una advertencia bienintencionada. Con su gabardina, su bolsa y su maletín, Chen parecía un turista interesado en uno de los lugares de visita obligada de la ciudad, o al menos eso aseguraban las guías turísticas.
– Sí, el club Puerta de la Alegría.
Haría cuanto estuviera en su mano porque se sentía más responsable de la muerte de Hong que ningún otro miembro del Departamento. De no haber sido por sus vacaciones, podría haber dirigido la investigación y haber impedido que Hong fuera al club Puerta de la Alegría, o al menos podría haberla obligado a quedarse en el exterior con los otros policías.
Chen sacó el ejemplar de Mañana Oriental que había comprado en la terminal de autobuses. En el periódico aparecía una fotografía de Hong tomada en el cementerio, entre las tumbas en ruinas. Hong yacía con las piernas y los brazos extendidos y llevaba un vestido mandarín rojo desgarrado. Bajo la fotografía habían incluido el siguiente pareado:
Apareció con un vestido mandarín rojo,
como pétalos sobre una rama negra y mojada.
Parecía una parodia de un poema imaginista, pero ¿era la poesía relevante en un momento en el que varias jóvenes inocentes estaban muriendo, una tras otra?
El coche logró salir finalmente del atasco y llegó hasta la fachada art déco restaurada del club Puerta de la Alegría.
Puede que los clientes habituales aún no hubieran empezado a llegar. Sólo había dos o tres personas frente al edificio, sacando fotografías. Posiblemente periodistas, o policías de paisano. Chen entró con la cabeza gacha. El hombre de mediana edad sentado tras el mostrador de recepción ni siquiera lo miró.
Sus compañeros ya habrían peinado el local, por lo que no esperaba encontrar nada nuevo. Sin embargo quería entrar, como si así pudiera establecer un vínculo entre los vivos y los muertos.
Al subir por las escaleras de mármol vio carteles de estrellas de cine de los años treinta en las paredes. Todas habían bailado aquí, dejando a su paso historias o fotografías que perduraban en el tiempo.
En una sala de la segunda planta Chen creyó ver un rostro que le resultaba familiar. Entonces giró hacia la derecha y subió hasta un balconcito que tenía detrás una oscura recámara. Permaneció allí varios minutos contemplando la sala de baile, ahora vacía, donde Hong había bailado como una nube radiante. Chen susurró su nombre.
Varios empleados colocaban mesas y sillas para la sesión de noche. El negocio seguiría adelante, como era habitual. Chen decidió marcharse.
Cuando salía del club vio, no demasiado lejos, un magnífico templo budista con baldosas vidriadas y aleros inclinados que resplandecían bajo el sol. Era el monasterio Jin'an, al parecer construido cientos de años atrás y reformado recientemente. En su infancia, sus padres solían ir con él al monasterio para participar en servicios religiosos ancestrales. A veces alquilaban una habitación dividida por una mampara, traían una variedad de alimentos especiales a modo de ofrenda y contrataban a los monjes para que salmodiaran los escritos sagrados budistas.
Obedeciendo a un impulso, Chen compró un tíquet y entró en el templo que no había visitado en tantos años.
El patio delantero apenas había cambiado, aunque lo habían adoquinado de nuevo. Chen recorrió el templo como si fuera un peregrino, poniendo en orden sus fragmentados recuerdos de la infancia: la habitación minúscula con resplandecientes instrumentos religiosos, los monjes con sus amplias mangas flotantes, la comida vegetariana que imitaba diversos pescados y carnes, la huida de los fantasmas imaginados por los pasillos, la salmodia de los escritos sagrados que sonaba como el zumbido de los mosquitos en una noche de verano…
Chen volvió a sentirse un poco aturdido, como si caminara a tientas por un pasillo largo y oscuro esperando encontrar algo en el otro extremo, sin saber exactamente qué. No tardó en ver una hilera de habitaciones a lo largo de la pared del ala oeste. En las pequeñas celdas había gente sentada o postrada junto a sus ofrendas tradicionales, colocadas entre velas encendidas. Entonces entró un grupo de monjes en fila, golpeando instrumentos de madera con forma de pez y llevando a cabo ritos religiosos contra la vanidad de este mundo trivial. Sin embargo, todo parecido con sus recuerdos infantiles acababa aquí.
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