Luego vio la ropa.
Una docena de perchas con ropa de mujer colgaban como cuadros de las paredes del dormitorio. Jerséis, pantalones, camisetas, blusas.
La cama estaba cuidadosamente hecha, y un camisón doblado reposaba sobre una de las almohadas, como si esperara que su dueña fuera a entrar al caer la noche y ponérselo.
Tilda contempló un rato la extraña colección de prendas y luego salió retrocediendo de la habitación.
Al acercarse a la cocina, oyó la voz del comisario:
– Bueno, entonces tendremos que volver a nuestras obligaciones.
Göte Holmblad había terminado su café y se levantaba de la mesa.
El ambiente en la sala parecía más relajado. Joakim Westin también se puso en pie y les dirigió una breve mirada a los dos.
– Bien -dijo-. Gracias por venir.
– De nada -respondió Holmblad, y añadió-: Quiero que sepa que puede continuar con su reclamación, pero nosotros, la policía, apreciaríamos que…
Joakim Westin negó con la cabeza.
– No voy a hacer nada…, está bien así.
Los acompañó a la entrada. En el porche, les tendió la mano a los dos policías.
– Gracias por el café -dijo Tilda.
Estaba anocheciendo, y un olor a hojas quemadas flotaba en el aire. Abajo, en la playa, parpadeaba la luz del faro.
– Nuestro amigo inquebrantable -comentó Westin y señaló la luz con la cabeza.
– ¿Tiene que ocuparse de los faros? -preguntó el comisario.
– No, están automatizados.
– Hace poco me contaron que para construirlos se utilizaron las piedras de una vieja capilla abandonada -dijo Tilda, y señaló hacia el bosque, al norte-. Allí abajo, en el cabo.
Pareció como si estuviera presumiendo, jugando a guía turística, pero Westin le prestó atención.
– ¿Quién le ha contado eso?
– Gerlof -contestó ella, y añadió-: Es el hermano de mi abuelo. Vive en Marnäs, y sabe bastantes cosas sobre ludden. Si desea saber más, le puedo preguntar…
– Claro -dijo él-. Dígale que puede pasarse por aquí a tomar un café.
Una vez sentados en el coche, Tilda echó un vistazo a la imponente casa. Pensó en todas las habitaciones silenciosas que albergaba. Luego recordó la ropa que colgaba de las paredes del dormitorio.
– No está bien -dijo.
– Claro que no -replicó Holmblad-. Está de luto.
– Me preguntó cómo estarán los niños.
– Los niños pequeños olvidan enseguida -apuntó el comisario.
Giró hacia la carretera de Marnäs por la costa y miró a Tilda.
– Davidsson, en la cocina has hecho una serie de… preguntas inesperadas. ¿Por alguna razón especial?
– No… Era una manera de entablar contacto.
– Bueno, quizá haya funcionado.
– Le podríamos haber preguntado mucho más.
– ¿Ah, sí?
– Estoy segura de que nos habría contado más cosas.
– ¿Sobre qué?
– No sé -respondió-. Secretos de familia, quizá.
– Todo el mundo tiene secretos -contestó Holmblad-. ¿Suicidio o accidente? Esa es la cuestión… Pero investigarlo no es asunto nuestro.
– Podríamos buscar huellas.
– ¿Huellas de que?
– Bueno…, quizá hubiese alguien más.
– Las únicas huellas que había eran las de la accidentada -señaló su jefe-. Además, Westin fue el último en ver a su mujer. Nos lo acaba de decir. Si hubiese que buscar a un asesino, en ese caso tal vez deberíamos empezar por él.
– Había pensado que, si me da tiempo…
– No tendrás tiempo, Davidsson -la interrumpió Holmblad-. La falta de tiempo es una constante para la policía local. Tienes que visitar escuelas, detener a conductores ebrios, terminar con los grafitis, investigar delitos, patrullar las calles de Marnäs y vigilar el tráfico de la carretera nacional. Y, además, enviar informes a Borgholm.
Tilda recapacitó.
– En otras palabras -dijo-, si después de todo eso aún me queda tiempo libre, podría pasarme por las casas de los alrededores de ludden y buscar testigos de la muerte de Katrine Westin, ¿verdad?
El comisario miró a través del parabrisas sin sonreír.
– Presiento que estoy ante una futura inspectora de policía.
– Gracias -contestó ella-, pero no me interesa hacer carrera.
– Todos decimos eso. -Holmblad suspiró, como si aún pensara en su propia elección profesional-. Haz lo que quieras -dijo finalmente-. Como te dije, puedes organizar tu jornada laboral a tu gusto, pero si encuentras algo, tendrás que dejárselo a los expertos. Es muy importante que informes a Borgholm de todas tus actividades.
– Adoro el papeleo -respondió Tilda.
Invierno de 1900
Katrine, cuando el abismo se abre de pronto, ¿qué hay que hacer? ¿Quedarse ahí parado o saltar ?
A finales de los años cincuenta, mientras viajaba en tren por el norte de Öland, una mujer que se dirigía a Borgholm se sentó a mi lado. Se llamaba Ebba Lind y era hija de un farero. Al enterarse de que yo vivía en ludden, me contó una historia de la casa. Trataba de lo que había sucedido antes de que ella subiera al desván con un cuchillo y grabara el nombre y las fechas de su hermano en un tablón de la pared: «PETTER LIND 1885-1900» .
MIRJA RAMBE
Primer año del nuevo siglo. El día es tranquilo y soleado, último miércoles de enero. ludden se encuentra totalmente aislada del mundo.
La semana pasada, la tormenta de nieve se cernió sobre Öland y, durante doce horas, cubrió de nieve toda la costa. Ahora, el viento ha amainado, pero fuera hay quince grados bajo cero. La carretera ha desaparecido bajo grandes montañas de nieve, y, durante seis días, las familias de la casa no han recibido correo ni visitas. Los animales del establo aún tienen suficiente forraje, pero las patatas se están acabando y, como siempre, falta leña.
Los hermanos Petter y Ebba Lind han salido a cortar un bloque de hielo que enterrarán en la bodega de la casa para mantener la comida fresca durante la primavera. Tras desayunar, trepan por los blancos taludes. El sol sale e ilumina un interminable mar de hielo cubierto de nieve. A las nueve, dejan atrás el último islote y entran en un centelleante mundo de inmensas extensiones de nieve y rayos de sol.
Ahora caminan sobre las aguas, igual que hizo Jesús. La nieve que cubre el hielo cruje bajo sus botas.
Petter tiene quince años, dos más que Ebba. Va delante, pero de vez en cuando se detiene y se vuelve.
– ¿Estás bien? -pregunta.
– Bien -responde Ebba.
– ¿Vas bien abrigada?
Ella asiente, con apenas aliento para hablar.
– ¿Crees que veremos el sur de Gotland desde allí? -pregunta.
Petter niega con la cabeza.
– Es demasiado llana y está demasiado lejos.
Al fin, tras media hora más de camino, vislumbran el mar abierto más allá del límite del hielo. Las crestas de las olas relucen al sol, pero el agua está negra como el carbón.
Hay muchas aves. Una bandada de patos colilargos se ha reunido en el mar, y un pareja de cisnes nada cerca del hielo. Un águila marina vuela en círculos sobre el límite entre el hielo y el agua. Ebba cree que busca algo, quizá patos colilargos, pero de repente el águila se lanza en picado y, a continuación, remonta el vuelo con algo delgado y negro entre las garras. Entonces la niña le grita a Petter:
– ¡Mira! ¡Allí!
Anguilas. Sobre el hielo hay cientos de serpenteantes y relucientes anguilas. Han salido del mar y no pueden regresar a él. Petter se apresura hacia donde están y deja la sierra de hielo en la nieve.
– Atrapemos unas cuantas -grita, mientras se agacha y abre su mochila.
Las anguilas serpentean alejándose de él, intentan escapar reptando, pero él las persigue y consigue atrapar una. Después coge más, media docena. Su morral cobra vida y empieza a agitarse cuando las anguilas se revuelven intentando encontrar una salida.
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