Johan Theorin - La tormenta de nieve

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Un relato inquietante y fantasmagórico sobre la tragedia de una familia y los secretos enterrados en la isla de Öland.
Un crudo invierno golpea la isla sueca de Öland. Katrine y Joakim Westin han abandonado la ciudad y se han mudado a la isla con sus hijos, donde han comprado la vieja y señorial casa de Eel Point, junto al faro. Sin embargo, su idílico retiro termina cuando el cadáver de Katrine es hallado en la playa.
A partir de ese funesto día, Joakim tendrá que luchar para mantener la cordura y ocuparse de sus hijos. Además, la casa que a priori parecía el perfecto hogar se va convirtiendo en una maligna influencia para él. Joakim nunca ha sido supersticioso, pero ¿de dónde proceden los susurros que oye en Eel Point? ¿Con quién habla su hija en sueños una noche tras otra?
El fin de año está al caer y una terrible tormenta de nieve se acerca a la isla; Joakim teme que las historias marineras que ha oído sobre maldiciones en Eel Point sean ciertas…
Los muertos son nuestros vecinos en la isla, y hay que aprender a convivir con ellos.
Un relato inquietante y fantasmagórico sobre la tragedia de una familia y los secretos enterrados en la isla de Öland.
Un crudo invierno golpea la isla sueca de Öland. Katrine y Joakim Westin han abandonado la ciudad y se han mudado a la isla con sus hijos, donde han comprado la vieja y señorial casa de Eel Point, junto al faro. Sin embargo, su idílico retiro termina cuando el cadáver de Katrine es hallado en la playa.
A partir de ese funesto día, Joakim tendrá que luchar para mantener la cordura y ocuparse de sus hijos. Además, la casa que a priori parecía el perfecto hogar se va convirtiendo en una maligna influencia para él. Joakim nunca ha sido supersticioso, pero ¿de dónde proceden los susurros que oye en Eel Point? ¿Con quién habla su hija en sueños una noche tras otra?
El fin de año está al caer y una terrible tormenta de nieve se acerca a la isla; Joakim teme que las historias marineras que ha oído sobre maldiciones en Eel Point sean ciertas…
Los muertos son nuestros vecinos en la isla, y hay que aprender a convivir con ellos.

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Había también algo más sobre la lona: una vieja escopeta de caza.

Tenía aspecto de estar bien cuidada, a juzgar por su reluciente culata de madera y la correa de cuero curtido. Al lado, había una cajita de cartón roja con cartuchos.

Henrik cogió una cosa cada vez. Comenzó por llevarse las botellas de oxígeno y se tropezó con Tommy, que cargaba con una pantalla de ordenador.

Este vio las botellas y asintió satisfecho.

– Hay más cosas -susurró Henrik, y regreso al interior.

Se colocó el resto del equipo de buceo bajo un brazo y se colgó la escopeta al hombro. Metió la caja de cartuchos en la mochila y luego se dirigió hacia la puerta corredera, donde encontró a Tommy con una bicicleta estática. Parecía asimismo completamente nueva, pero Henrik negó con la cabeza.

– No cabe -susurró.

– Sí -respondió Tommy-, la desmontamos y…

Se oyó un ruido sordo en la oscuridad.

Un ruido sordo seguido de pasos que provenían del piso de arriba.

A continuación, se encendió una luz en la escalera.

– ¿Hola? -exclamó una voz masculina.

– ¡A la mierda con la bicicleta! -susurró Henrik.

Tommy y él se pusieron en marcha al mismo tiempo. Salieron por la puerta de cristal, cruzaron el césped, atravesaron la verja y bajaron con Freddy a la playa. Los tres iban cargados de cosas, pero el trayecto de grava hasta el coche no era largo.

Henrik dejó la mercancía robada en el suelo, tomó aliento y miró tras de sí. Habían encendido todas las luces de la casa, pero no parecía que nadie los persiguiera.

– ¡A cargar! -gritó Tommy.

Se quitó el pasamontañas y se sentó al volante.

Arrancó el motor sin encender las luces.

Henrik y Freddy enseguida lo metieron todo en la furgoneta: mochilas, televisor, equipo de submarinismo… Habían conseguido llevarse todas las cosas excepto la bicicleta. Henrik aún tenía la escopeta colgada al hombro.

Tommy aceleró y el vehículo salió disparado. Llegaron a la carretera asfaltada y continuaron hacia el sur por la costa. No encendió las luces hasta que estuvieron lejos de la casa.

– Coge la carretera este -le indicó Henrik.

– ¿De qué tienes miedo? ¿De un control? -preguntó Tommy.

Él negó con la cabeza.

– Tú cógela por si acaso.

Era la una y media, pero Henrik se sentía totalmente despejado; su pulso galopaba. Lo habían conseguido. Habían encontrado oro en la costa. Casi había sido como antes, cuando andaba con Mogge.

– Tenemos que repetirlo -dijo Tommy al llegar a la carretera nacional-. ¡Ha sido facilísimo!

– Bastante fácil -matizó Henrik a su lado-. Pero los hemos despertado.

– Eso qué importa -replicó Tommy-. ¿Qué podían haber hecho? Hemos sido más rápidos, entrar y salir.

Apareció una señal que indicaba una carretera transversal, y Tommy frenó en seco. Después giró el volante.

– ¿Adónde vas?

– Solo una última cosa. Algo fácil antes de volver a casa.

Entre los árboles, a la izquierda del camino, apareció un edificio blanco de piedra. Alto y estrecho, e iluminado con focos.

Henrik advirtió que se trataba de una iglesia.

Era la blanca iglesia medieval de Marnäs. Recordó vagamente que su abuelo se había casado allí hacía muchísimos años.

– ¿Estará abierta? -dijo Tommy, y giró antes de llegar al muro del cementerio. Continuó una docena de metros por un pequeño camino de grava y aparcó a resguardo de unos frondosos árboles-. Normalmente, se puede entrar sin más.

– Por la noche no -indicó Henrik.

– ¿Y qué? En ese caso forzaremos la puerta.

Henrik negó con la cabeza cuando Tommy aparcó.

– Yo no voy -anunció.

– ¿Por qué no?

– Entrad vosotros.

No quiso decir nada de la boda de sus abuelos en aquella iglesia. Se limitó a clavar la vista en Tommy, y este asintió.

– De acuerdo, quédate vigilando, pues -dijo-, pero si encontramos algo ahí dentro, es nuestro. De mi hermano y mío.

Cogió la mochila con las herramientas, cerró la puerta de la furgoneta de un portazo y desapareció en la oscuridad, con Freddy pisándole los talones.

Henrik se recostó a esperar. La oscuridad era total en la arboleda. Pensó en su abuela, que se había criado en la zona.

La puerta de la furgoneta se abrió de repente, sobresaltándolo.

Era Freddy. Sus ojos brillaban, como después de una buena batida, y farfulló palabras entrecortadas.

– Mi hermano viene enseguida -dijo-. ¡Mira! Había un armario en la sacrins…, sacrast… ¿Cómo cojones se dice?

– Sacristía -apuntó Henrik.

– ¿Qué te parece, cuánto pueden valer?

Observó los viejos candelabros que Freddy le mostraba. Eran cuatro, y parecían de plata. ¿Estarían encendidos durante la boda de sus abuelos? Cabía la posibilidad.

Tommy también había regresado ya a la furgoneta; estaba sudoroso y excitado. Cuando tomó asiento en el lugar del copiloto, se oyó un alegre tintineo.

– Conduce tú -le dijo a Henrik-. Tengo que contar todo esto.

En la mano, llevaba una bolsa de plástico que vació entre sus piernas. Cayeron monedas y billetes.

– Las huchas eran de madera -explicó, y se rió-. Estaban justo a la entrada, solo he tenido que darles una patada.

– ¡Billetes de cien! -exclamó Freddy, y se inclinó hacia delante entre los asientos.

– Yo contaré el dinero -dijo su hermano, y miró a Henrik-. Recuerda que esta pasta es nuestra.

– Puedes quedártela -replicó en voz baja.

Ya no se sentía tan bien como antes. Eso de meterse en las iglesias y robar dinero destinado a los jubilados, o a los leprosos de Somalia o a quien fuera, era una mierda. Era una mierda. Pero ya estaba hecho.

– ¿Qué es eso? -preguntó Tommy volviendo la cabeza.

Había descubierto la escopeta en el suelo.

– La he encontrado en la casa -dijo Henrik.

– ¡Joder! -Tommy la cogió-. Es un viejo Máuser. A los coleccionistas les encantan estas cosas, pero la gente aún caza con ellas. Son de fiar.

Miró con curiosidad el cañón y tiró de la bola del cerrojo.

– Ten cuidado -dijo Henrik.

– No hay peligro… Tiene puesto el seguro.

– Así que eres un experto en armas.

– Claro -contestó el otro-. Soy un experimentado cazador de alces. Cuando mi viejo estaba sobrio, íbamos siempre al bosque.

– Entonces, lo mejor será que tú te encargues de ella -respondió Henrik.

Arrancó la furgoneta sin encender las luces. Dio la vuelta y salió del bosque sin prisa.

– Pronto habrá que dejarlo -comentó cuando se encontraban de nuevo en la carretera.

– ¿Dejar qué?

– Estos viajes. No aguanto más.

– Todavía nos quedan algunos. Cuatro más.

– Dos -dijo Henrik-. Haré dos viajes más con vosotros.

– De acuerdo. ¿Cuáles?

Él permaneció en silencio tras el volante.

– Conozco un par de sitios -contestó luego-. Una casa rectoral donde puede que encontremos unas cuantas joyas. Y quizá ludden.

– ¿ludden? -repitió Tommy-. Esa fue la casa que Aleister nos indicó.

Henrik asintió, aunque estaba seguro de que la persona que movía el vaso se llamaba Tommy, no Aleister.

– Tendremos que comprobar si tenía razón -añadió Tommy.

– Claro…, pero será el último.

Henrik clavó su triste mirada en la carretera desierta. Joder. Aquello era pura anarquía; nada que ver con sus andanzas con Mogge.

Tenía que haberse opuesto con más contundencia al último robo.

Robar en las iglesias traía mala suerte.

10

– La policía ha regresado a Marnäs, y tenemos a todos los delincuentes en el punto de mira. Quiero que todo el mundo en Öland sea consciente de ello.

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