Johan Theorin - La tormenta de nieve

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Un relato inquietante y fantasmagórico sobre la tragedia de una familia y los secretos enterrados en la isla de Öland.
Un crudo invierno golpea la isla sueca de Öland. Katrine y Joakim Westin han abandonado la ciudad y se han mudado a la isla con sus hijos, donde han comprado la vieja y señorial casa de Eel Point, junto al faro. Sin embargo, su idílico retiro termina cuando el cadáver de Katrine es hallado en la playa.
A partir de ese funesto día, Joakim tendrá que luchar para mantener la cordura y ocuparse de sus hijos. Además, la casa que a priori parecía el perfecto hogar se va convirtiendo en una maligna influencia para él. Joakim nunca ha sido supersticioso, pero ¿de dónde proceden los susurros que oye en Eel Point? ¿Con quién habla su hija en sueños una noche tras otra?
El fin de año está al caer y una terrible tormenta de nieve se acerca a la isla; Joakim teme que las historias marineras que ha oído sobre maldiciones en Eel Point sean ciertas…
Los muertos son nuestros vecinos en la isla, y hay que aprender a convivir con ellos.
Un relato inquietante y fantasmagórico sobre la tragedia de una familia y los secretos enterrados en la isla de Öland.
Un crudo invierno golpea la isla sueca de Öland. Katrine y Joakim Westin han abandonado la ciudad y se han mudado a la isla con sus hijos, donde han comprado la vieja y señorial casa de Eel Point, junto al faro. Sin embargo, su idílico retiro termina cuando el cadáver de Katrine es hallado en la playa.
A partir de ese funesto día, Joakim tendrá que luchar para mantener la cordura y ocuparse de sus hijos. Además, la casa que a priori parecía el perfecto hogar se va convirtiendo en una maligna influencia para él. Joakim nunca ha sido supersticioso, pero ¿de dónde proceden los susurros que oye en Eel Point? ¿Con quién habla su hija en sueños una noche tras otra?
El fin de año está al caer y una terrible tormenta de nieve se acerca a la isla; Joakim teme que las historias marineras que ha oído sobre maldiciones en Eel Point sean ciertas…
Los muertos son nuestros vecinos en la isla, y hay que aprender a convivir con ellos.

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Tilda se dio cuenta al escucharlo de que el comisario Holmblad poseía el don de la elocuencia; y daba la impresión de que le gustaba ser el centro de atención. El hombre echó un vistazo a la docena de oyentes que, pese al frío, se habían congregado en la calle junto a la nueva comisaría: periodistas, colegas y quizá dos o tres ciudadanos, y prosiguió con su discurso de inauguración:

– La policía de proximidad es un nuevo concepto de policía; más personalizada… comparable a los antiguos agentes a los que todo el mundo conocía en las comunidades donde trabajaban. La sociedad se ha vuelto más complicada desde entonces, las redes sociales han aumentado considerablemente, pero la policía de proximidad del norte de Öland está bien preparada. Trabajará en colaboración con asociaciones y empresas y dedicará especial atención a los delitos cometidos por jóvenes.

El comisario hizo una pausa.

– ¿Alguna pregunta?

– ¿Qué harán con los grafitis de la plaza? -preguntó un anciano del público-. Su estado es deplorable.

– La policía detendrá a todos los grafiteros a los que pille in fraganti -respondió Holmblad-. Tenemos derecho a registrarlos y confiscar sus botes de pintura, y actuaremos con tolerancia cero. Pero el vandalismo debe tratarse, sobre todo, desde la escuela y en la familia.

– ¿Y qué pasa con los robos? -preguntó otra voz de hombre-. Con todos esos asaltos a iglesias y casas de verano.

– Los robos de casas son competencia de la policía de proximidad -contestó Holmblad-. Nuestra prioridad es resolverlos y arrestar a los culpables.

Tilda estaba de pie como un maniquí detrás de su jefe, con la espalda rígida y la mirada al frente. Era la única mujer presente, y ese día deseaba estar en cualquier parte menos en Marnäs. También deseaba ser otra persona: al menos, no una policía. El uniforme era demasiado grueso y entallado, la asfixiaba.

Y, por otra parte, no deseaba estar tan cerca de Hans Majner, su nuevo colega.

Joakim Westin, el padre de la familia de ludden, había enviado una carta muy crítica al Ölands-Posten hacía tres días, sobre la confusión de la policía respecto a los nombres de su mujer fallecida y su hija viva. No había acusado a nadie en particular, pero después de la carta, a Tilda le parecía que la gente la miraba de otro modo, más escrutador. Y el día anterior por la tarde, Holmblad la había llamado por teléfono y le había notificado que tendría que acompañarlo a ludden para pedir disculpas.

– … y, para finalizar, entregaré un par de cosas a nuestros nuevos policías de proximidad, Hans Majner y Tilda Davidsson. Las llaves de la comisaría y esto… -Cogió un paquete marrón alargado que estaba apoyado en una mesa. Lo abrió y sacó un óleo con un barco de vela de tres mástiles en medio de una tormenta-. Es un regalo de la comisaría de Borgholm…, como símbolo de que todos navegamos en el mismo barco.

El comisario les entregó solemnemente el cuadro y las llaves a Majner y Tilda. El primero abrió la puerta de la comisaría e invitó a los presentes a entrar con un movimiento del brazo.

Tilda se puso a un lado y dejó entrar a los hombres primero.

La comisaría estaba reluciente, el suelo brillaba recién fregado. Varios mapas de Öland y del Báltico colgaban de las paredes. Holmblad había encargado cuatro pasteles de ensaladilla de gambas, que reposaban sobre una mesa entre los escritorios de trabajo de Majner y Tilda.

Sobre el de ella se amontonaban ya varias pilas de papeles. Cogió una de las carpetas de plástico y se dirigió hacia donde estaba su compañero de comisaría.

Majner estaba comiendo un trozo de pastel, sentado a su mesa. Hablaba con dos colegas de Borgholm, y estos se reían de algo que acababa de decir.

– Hans, ¿tienes un momento?

– Por supuesto, Tilda. -Sonrió a sus colegas y se dio la vuelta-. ¿De qué se trata?

– Me gustaría comentar tu mensaje.

– ¿Cuál de ellos?

– Sobre la muerte de ludden. -Tilda se apartó y Majner la siguió-. Reconoces esto, ¿verdad?

Sostenía la nota que había guardado en la carpeta el día después de que él se la diera. Era su prueba.

En ella figuraban tres nombres escritos con tinta. El primero era «LIVIA WESTIN». El segundo, «KATRINE WESTIN». El tercero, «GABRIEL WESTIN».

Junto al nombre de Livia había una cruz: †

– Sí -dijo Majner-. Son los nombres que me dieron en la central de emergencias.

– En efecto -respondió Tilda-. Y tú tenías que marcar el nombre de la persona ahogada. Eso fue lo que te pedí que hicieras.

Majner había dejado de sonreír.

– ¿Y?

– Que pusiste la cruz junto al nombre de Livia.

– ¿Y?

– Pues que te equivocaste. La que se ahogó fue la madre, Katrine Westin.

Él pinchó unas gambas con el tenedor y se las llevó a la boca. No parecía interesarle la conversación.

– Vale -dijo, y masticó las gambas-. Un error. Incluso la policía los comete a veces.

– Sí, pero fue tu error -apuntó ella-. No el mío.

Majner la miró.

– ¿Así que no confías en mí?

– Sí, pero…

– Bien -dijo él-. Y piensa que…

– ¿Empezando a conoceros? -los interrumpió una voz.

El comisario Holmblad se había acercado a ellos. Tilda asintió.

– Lo intentamos -respondió.

– Bien. No te olvides de la visita que tenemos que hacer después, Tilda.

El comisario asintió con la cabeza, sonrió y siguió su camino hacia donde lo esperaban el periodista y el fotógrafo del Ölands-Posten .

Majner le dio a Tilda unas suaves palmadas en el hombro.

– Es muy importante que uno pueda confiar en sus colegas, Davidsson -dijo-. ¿No te parece?

Ella asintió.

– Bien -prosiguió él-. Equivocado o no…, un policía tiene que saber que, en el caso de que ocurra algo, siempre será respaldado.

A continuación, dio media vuelta y regresó con sus colegas.

Tilda permaneció de pie. Su deseo de encontrarse en otro lugar persistía.

– Bien, Davidsson -dijo Göte Holmblad media hora más tarde, después de que dieran cuenta de tres pasteles de ensaladilla y hubieran guardado el cuarto en la nevera-. Es hora de que acudamos a nuestra pequeña reunión. Podemos coger mi coche.

El jefe de policía y Tilda eran las únicas personas que quedaban en la recién inaugurada comisaría. Hans Majner había sido uno de los primeros en irse.

A esas alturas, ella había desistido de intentar siquiera que le cayera bien su compañero.

Cogió la gorra, cerró la puerta y siguió a Holmblad hacia el coche.

– No tenemos ninguna obligación de hacer una visita como esta -explicó el comisario cuando estuvieron dentro del vehículo-. Pero Westin ha llamado a Kalmar un par de veces pidiendo hablar conmigo o con cualquier responsable policial, y he pensado que estaría bien mantener una charla con él en persona. -Puso en marcha el coche, se alejó de la acera y prosiguió-: Lo más importante es evitar denuncias e investigaciones. Estas visitas no son de carácter oficial, aunque suelen resolver la mayoría de los malentendidos.

– Yo me puse en contacto con Westin unos días después del accidente -apuntó Tilda-, pero entonces no le apeteció hablar.

– Seré yo quien intente razonar con él esta vez -señaló Holmblad-. Quizá funcione mejor. No se trata de pedir disculpas, sino de…

– Yo no tengo por qué pedir disculpas -lo interrumpió ella-. No fui yo quien entregó la nota equivocada.

– ¿No fuiste tú?

– Un compañero me entregó un papel con el nombre equivocado. Yo simplemente lo leí.

– Vaya. Pero, como sabes, no se puede dar esa información por teléfono. Todos somos responsables de que esta vez no se siguiera el protocolo.

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