Ebba se aleja hacia el norte y coge sus propias anguilas. Las sujeta por la cola aplanada para evitar los afilados dientes, aunque son escurridizas y difíciles de atrapar. Pero tienen mucha carne; cada anguila hembra pesa varios kilos.
Mete dos en el morral y persigue a una tercera, que al fin atrapa.
El aire se ha vuelto más frío. Levanta la vista y ve que los cirros se han desplazado hacia el oeste del horizonte y forman un velo delante del sol. Los siguen nubes de lluvia más bajas y oscuras y de nuevo sopla el viento.
Ebba no se ha dado cuenta de la fuerza que tiene el viento, pero ahora oye el rumor de las olas levantadas por él.
– ¡Petter! -grita-. ¡Petter, tenemos que regresar!
Su hermano se encuentra a unos cien metros, entre las anguilas, sobre el hielo, y no parece haberla oído.
Las olas son cada vez más grandes, y comienzan a cubrir el borde blanco, alzando y hundiendo despacio la capa de hielo. Ebba nota cómo se balancea.
Suelta las anguilas que ha atrapado y corre hacia Petter. Pero entonces se oye un sonido horrible. Estallidos que parecen truenos: pero no son las nubes del cielo, sino el hielo bajo sus pies.
Cuando el viento y las olas resquebrajan la capa de hielo se oye un estruendo penetrante.
– ¡Petter! -grita de nuevo, más asustada que nunca.
Su hermano ha dejado de atrapar anguilas y se da la vuelta. Pero aún está a cien metros de distancia.
Entonces, Ebba oye justo a su lado un estampido semejante al disparo de un cañón, y ve cómo el hielo se parte. Una negra grieta aparece sobre la superficie blanca, a una decena de metros de la playa.
El agua levanta el hielo, y la grieta se agranda con rapidez.
Instintivamente, se olvida de todo y corre. Cuando se detiene ante la grieta, esta mide ya casi un metro de ancho, y no cesa de aumentar.
Ebba no sabe nadar y le da miedo el agua. Mira la grieta y luego se da la vuelta desesperada.
Petter se dirige hacia ella. Corre mientras sujeta el zurrón con la mano, pero aún se encuentra a más de cincuenta pasos de distancia. Señala hacia tierra.
– ¡Salta, Ebba!
Ella toma impulso, y se lanza por encima del agua negra.
Aterriza justo al borde de la placa de hielo, tropieza y rueda por él.
Ahora, su hermano se ha quedado solo sobre el témpano de hielo. Ha alcanzado el borde apenas medio minuto después que Ebba, pero la grieta tiene ya varios metros de ancho. Se detiene y duda, pero esta sigue creciendo.
Los dos permanecen de pie y se miran aterrorizados. Petter mueve la cabeza y señala hacia la playa.
– ¡Ve a buscar ayuda, Ebba! ¡Tienen que sacar una barca!
Ella asiente y se da la vuelta. Se apresura.
El hielo sigue rompiéndose a causa de las olas y el viento, las grietas la persiguen. Un par de veces, se abre un nuevo abismo ante ella, pero consigue saltarlo.
Se da la vuelta y ve a Petter por última vez. Está solo sobre un inmenso témpano de hielo, tras un negro canal que crece sin cesar.
Luego tiene que correr de nuevo. El fragor del hielo al romperse resuena a lo largo de toda la costa.
Ebba corre y corre, perseguida por un viento cada vez más fuerte, hasta que por fin divisa la casa entre los faros: su hogar. Pero de momento el gran caserón es tan solo un pequeño cubo granate en la distancia, y ella aún se encuentra muy lejos, sobre el hielo. Reza a Dios por Petter y por ella, y se arrepiente de haberse alejado tanto.
Salta por encima de una nueva grieta, resbala, pero sigue corriendo.
Al fin, llega a los terraplenes junto a la playa. Gatea y se arrastra por encima de ellos, sollozando y sorbiéndose los mocos. Ahora se encuentra a salvo.
Ebba se pone en pie y mira alrededor. El horizonte ha desaparecido tras la neblina. Los témpanos de hielo también. Se han desplazado hacia el este, hacia Finlandia y Rusia.
Continúa sollozando mientras sube la cuesta. Sabe que debe llegar a la casa cuanto antes y conseguir que saquen una barca. Pero ¿por dónde irán a buscar a Petter?
Las fuerzas la abandonan y cae de rodillas sobre la nieve.
Desde lo alto de la colina observa la casa de ludden. La nieve ha cubierto de blanco el tejado, pero las ventanas siguen viéndose negras como el carbón.
Negras como los agujeros en la capa de hielo, o como ojos airados. Ebba no puede evitar pensar que los ojos de Dios deben de ser así.
Y pasaron los días.
Aunque nunca lo mencionaran, Livia y Gabriel parecían creer que su madre tan solo estaba de viaje y pronto regresaría. Eso no estaba bien, pero al mismo tiempo, el propio Joakim casi había empezado a creer en ello.
Katrine se había ido de vacaciones, y quizá aún podría volver a la finca.
El día siguiente a la visita de los policías estaba en la cocina y miraba por la ventana. En aquella mañana de noviembre, no se veía ninguna ave migratoria; solo unas cuantas gaviotas perdidas volaban en círculos sobre el mar.
Un par de horas antes había llevado a sus hijos a la guardería de Marnäs y después había decidido ir a comprar comida. Entró en la tienda de la plaza, pero se quedó paralizado.
Había tantos productos, tantos anuncios.
Un cartel junto al mostrador de la carne parecía ofrecer «CARNE MACHACADA, SOLO 79,90 KILO».
¿Machacada? Tenía que haber leído mal, pero le dio miedo acercarse y descubrir lo que el cartel decía en realidad. Retrocedió despacio y se fue de la tienda.
No tenía fuerzas para comprar comida.
Regresó a la casa. Al entrar lo envolvió un silencio sepulcral; se quitó el abrigo. Después, se quedó junto a la ventana. No tenía otro plan, solo permanecer allí el mayor tiempo posible.
Frente a él, sobre la encimera de madera clara de la cocina. había una lechuga olvidada. ¿La había comprado él o Katrine? No lo recordaba, pero los últimos días, la lechuga había comenzado a ponerse negra dentro del plástico. En la cocina, la descomposición no era buena señal; debería tirarla.
No tenía fuerzas.
Echó un último vistazo a través de la ventana, hacia la masa gris que formaban el mar desierto y el cielo nublado más allá de ludden, y se le ocurrió un nuevo plan: se acostaría y no se levantaría nunca más.
Entró en el dormitorio y se acostó en la cama de matrimonio, que estaba hecha. Clavó la vista en el techo. Katrine había quitado las feas placas de yeso y había recuperado el techo original; quizá datara del siglo XIX.
Resultaba bonito, tenía la sensación de estar tumbado bajo una nube blanca.
En medio del silencio, de repente oyó que alguien llamaba con los nudillos. Sonoros golpes contra el vibrante cristal.
Volvió la cabeza.
¿Malas noticias? Siempre estaba preparado para recibir más malas noticias.
Oyó los golpes de nuevo, ahora más enérgicos.
Procedían de la puerta de la cocina.
Se levantó lentamente de la cama, cruzó la cocina y salió al recibidor.
A través del cristal, vio a dos personas vestidas de negro fuera, en la escalera.
Se trataba de una pareja de la edad de Katrine y él. El hombre llevaba traje, la mujer una capa azul oscuro y falda. Ambos le sonrieron afablemente cuando les abrió la puerta.
– Hola -saludó ella-. Somos Filip y Marianne. ¿Podemos pasar?
Joakim asintió y abrió la puerta de par en par. ¿Venían de la funeraria de Marnäs? No los reconoció, pero durante las últimas semanas lo habían llamado varias personas de la funeraria. Todas habían sido muy consideradas.
– Vaya, qué bonito es esto -comentó la mujer al entrar en la cocina.
El hombre echó también un vistazo, asintió y se dio la vuelta hacia Joakim.
– Este mes estamos de viaje por la isla -dijo-, y hemos visto que había alguien en la casa.
– Vivimos aquí todo el año… Mi mujer, mis dos hijos y yo -contestó él-. ¿Desean tomar un café?
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