P. James - El Pecado Original

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Después de su aclamada novela Hijos de los hombres, una incursión en la utopía negativa, P. D. James regresa al género que más la caracteriza, el policial clásico, y a su detective y poeta, el inconformista Adam Dalgliesh.
Pecado original transcurre en el ámbito de una editorial de larga data, ubicada en un palacete estilo veneciano sobre el río Támesis. La editorial Peverell, fundada en 1792, atraviesa momentos decisivos. Henry Peverell, su presidente, acaba de morir; su socio francés, Jean Philippe Etienne, se ha jubilado, y el inescrupuloso hijo de éste, Gerard, ha asumido la presidencia y la gerencia general de la casa editora.
Gerard Etienne se ha ganado enemigos: una amante despechada, un autor rechazado y humillado, y los sufridos colegas de Peverell. Cuando lo encuentran muerto en las instalaciones de la editorial, con el cuerpo extrañamente profanado, no faltan sospechosos.

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Kate molió el café en grano, deleitándose con su aroma. Ninguna infusión sabía jamás tan bien como olían los granos. Tomaron el café sentados en el suelo, apoyados los dos en una caja todavía por abrir.

– El miércoles que viene, ¿qué vuelo coges? -preguntó ella.

– El BA175. Sale a las once. ¿No has cambiado de idea?

Estuvo a punto de responder: «No, Alan, no puedo. Es imposible», pero se contuvo. No era imposible. Nada le impedía cambiar de idea. La respuesta sincera era que no quería. Habían discutido el problema muchas veces y Kate ya sabía que no podía haber ningún arreglo. Comprendía lo que él sentía y lo que quería. Alan no pretendía hacerle ningún chantaje. Se le había presentado la ocasión de trabajar tres años en Princeton y estaba impaciente por irse. Era importante para su carrera, para su futuro. Pero se quedaría en Londres y conservaría su empleo actual en la biblioteca si ella se comprometía, si aceptaba casarse con él o, al menos, vivir con él y darle un hijo. No se trataba de que considerase la carrera de Kate menos importante que la propia; si era necesario, dejaría temporalmente su empleo y se quedaría en casa mientras ella iba a trabajar. Siempre le había reconocido esta igualdad esencial. Pero se había cansado de estar en la periferia de su vida. Ella era la mujer a la que amaba y con la que quería vivir. Renunciaría a Princeton, pero no para continuar como estaban, viéndose únicamente cuando el trabajo lo permitía, sabiendo que era su amante pero que nunca podría ser nada más.

– No estoy preparada para el matrimonio ni la maternidad -dijo Kate-. Acaso no lo esté nunca, sobre todo para la maternidad. No lo haría bien. Nunca he aprendido, compréndelo.

– No creo que haga falta un aprendizaje previo.

– Hace falta un cuidado amoroso. Eso yo no puedo darlo. No se puede dar lo que nunca se ha tenido.

Él no discutió ni trató de convencerla. Ya había pasado la hora de hablar. Comentó:

– Al menos nos quedan otros cinco días, y el de hoy acaba de empezar. Lo desembalamos todo esta mañana y almorzamos en algún pub del río, ¿qué te parece? Quizás en el Prospect de Whitby. Tendría que darnos tiempo. Has de comer. ¿A qué hora debes volver al Yard?

– A las dos -respondió ella-. Sólo dispongo de medio día libre porque hoy Daniel Aaron está de permiso. Saldré lo antes que pueda y cenaremos aquí. Una comida fuera ya es suficiente. Podemos comprar comida china preparada.

Alan estaba llevando las tazas de café a la cocina cuando sonó el teléfono. Gritó:

– Tu primera llamada. Esto te pasa por enviar tarjetas anunciando el cambio de dirección. Te llamará todo el mundo para desearte buena suerte.

Pero la llamada fue breve y Kate apenas dijo nada mientras duró. Después de colgar, se volvió hacia él.

– Era de la Brigada. Una muerte sospechosa. Quieren que vaya ahora mismo. Es a orillas del río, así que Dalgliesh pasará a recogerme con la lancha de la División del Támesis. Lo siento, Alan.

Le pareció que se había pasado los tres últimos años diciendo: «Lo siento, Alan.»

Se miraron en silencio unos instantes, hasta que él dijo:

– Ha sido así desde el principio, sigue siéndolo y siempre lo será. ¿Qué quieres que haga, Kate? ¿Continúo desempaquetando?

De pronto, la idea de que se quedara solo allí se le antojó insoportable.

– No -respondió-, déjalo. Ya lo haré luego. Puede esperar.

Pero él siguió vaciando cajas mientras ella se cambiaba los tejanos y el suéter, adecuados para las polvorientas tareas de la mudanza y la limpieza del apartamento, por unos pantalones de pana marrón, una elegante chaqueta de tweed y un polo de fina lana color crema. Se trenzó la espesa cabellera desde cerca de la coronilla y sujetó el extremo de la trenza con un pasador.

A su regreso, él le dedicó la breve sonrisa apreciativa de costumbre y preguntó:

– ¿Es tu ropa de trabajo? Nunca sé si te vistes para Dalgliesh o para los sospechosos. Evidentemente, para el cadáver no es.

– Este cadáver en particular no está precisamente tirado en una cuneta -replicó ella.

Eran relativamente nuevos esos celos del jefe, y quizá fueran síntoma y al mismo tiempo causa del cambio que experimentaba su relación.

Salieron en silencio. Mientras Kate cerraba por fuera las dos cerraduras, él volvió a hablar.

– ¿Volveré a verte antes de que me vaya el próximo miércoles? -preguntó.

– No lo sé, Alan. No lo sé.

Pero lo sabía. Si este caso era tan importante como prometía serlo, le esperarían jornadas de trabajo de dieciséis horas, tal vez más. Más tarde recordaría con placer e incluso con tristeza las escasas horas que habían pasado juntos en el piso. Sin embargo, lo que sentía en aquellos momentos era algo mucho más embriagador, y lo sentía cada vez que la llamaban para investigar un caso nuevo. Era su trabajo, un trabajo para el que se había preparado, que sabía hacer bien y que la satisfacía. Consciente ya de que aquélla podía ser la última vez que lo viera durante años, en el pensamiento se apartaba de él, preparándose mentalmente para la tarea que le esperaba.

Alan había dejado el coche en uno de los espacios señalados a la derecha del patio exterior, pero no subió a él. Se adelantó con Kate y esperó a su lado la llegada de la lancha de la policía. Cuando se hizo visible la esbelta silueta azul oscuro de la embarcación, le volvió la espalda sin decir nada y regresó hacia el coche. Sin embargo, no lo puso enseguida en marcha. Cuando la lancha se detuvo, Kate supo que él seguía observándola mientras la alta y oscura figura le ofrecía la mano desde la proa para ayudarla a subir a bordo.

19

El inspector Daniel Aaron recibió la llamada cuando se acercaba a la avenida Eastern. No le hizo falta parar el coche para anotarla: el mensaje era breve y claro. Una muerte sospechosa en Innocent House, Innocent Walk. Debía acudir de inmediato. Robbins llevaría el maletín con lo necesario.

El mensaje no hubiera podido llegar en mejor momento. Su primera reacción fue de entusiasmo ante la idea de que por fin se presentaba el trabajo importante que tanto había anhelado. Hacía sólo tres meses que había sustituido a Massingham en la Brigada Especial y estaba deseando demostrar su valía. Pero aún había otro motivo. En aquellos momentos se dirigía a casa de sus padres, en The Drive, Ilford. Era su cuadragésimo aniversario de boda y habían organizado un almuerzo de celebración con la hermana de su madre y su marido. Él había solicitado un día de permiso con suficiente antelación, sabiendo que se trataba de una ocasión familiar que no sería razonable eludir, pero no la esperaba con impaciencia. El día prometía un almuerzo pretencioso pero insulso en el restaurante de unos grandes almacenes elegido por su madre, seguido de una tarde de aburrida charla familiar. Era consciente de que su tía lo tenía por un hijo desnaturalizado, un sobrino insatisfactorio y un mal judío. Quizás en esta ocasión no expresaría abiertamente su censura, pero esta frágil tolerancia no contribuiría a alegrar la atmósfera.

Dobló por una calle lateral y detuvo el automóvil para llamar por teléfono. La llamada iba a resultar difícil y prefería no estar conduciendo mientras la hacía. Al pulsar las teclas percibió en su interior una confusión de emociones: alivio por tener una excusa válida para no asistir al almuerzo, una intensa renuencia a dar la noticia, entusiasmo porque estaba a punto de intervenir en un caso que prometía ser gordo y el habitual sentimiento de culpa, irracional y destructor de todo placer. No estaba dispuesto a perder el tiempo en discusiones y explicaciones prolongadas. Kate Miskin podía estar ya en la escena del crimen. Sus padres deberían aceptar que tenía un trabajo que hacer.

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