P. James - El Pecado Original

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Después de su aclamada novela Hijos de los hombres, una incursión en la utopía negativa, P. D. James regresa al género que más la caracteriza, el policial clásico, y a su detective y poeta, el inconformista Adam Dalgliesh.
Pecado original transcurre en el ámbito de una editorial de larga data, ubicada en un palacete estilo veneciano sobre el río Támesis. La editorial Peverell, fundada en 1792, atraviesa momentos decisivos. Henry Peverell, su presidente, acaba de morir; su socio francés, Jean Philippe Etienne, se ha jubilado, y el inescrupuloso hijo de éste, Gerard, ha asumido la presidencia y la gerencia general de la casa editora.
Gerard Etienne se ha ganado enemigos: una amante despechada, un autor rechazado y humillado, y los sufridos colegas de Peverell. Cuando lo encuentran muerto en las instalaciones de la editorial, con el cuerpo extrañamente profanado, no faltan sospechosos.

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El apartamento, naturalmente, no era como ella soñaba al principio. Se había imaginado en uno de los amplios almacenes reformados que se encontraban junto al puente de la Torre, con ventanas altas y habitaciones enormes, robustas vigas de roble y, sin duda, un persistente aroma a especias. Pero, aun con un mercado inmobiliario a la baja, aquello excedía sus medios. Y el apartamento, elegido después de una minuciosa búsqueda, no era un mal sustituto. Había solicitado la hipoteca más alta a que podía acceder, en la creencia de que era económicamente acertado comprar lo mejor que pudiera permitirse. Tenía una habitación grande, de cinco metros y medio por casi cuatro, y otras dos más pequeñas, una de ellas con su propia ducha. La cocina era bastante espaciosa para comer en ella y estaba bien equipada. La terraza que daba al sudoeste, y que se extendía a lo largo de toda la sala de estar, era estrecha, pero aun así cabían unas sillas y una mesita. En verano podría comer allí. Y se alegraba de que los muebles comprados para su primer apartamento no hubieran sido baratos. El sofá y los dos sillones de piel auténtica quedarían muy bien en aquel entorno moderno. Menos mal que finalmente se había decidido por el marrón en vez del negro. El negro estaba demasiado de moda. Y la mesa y las sillas de madera de olmo sin pretensiones también quedaban bien.

Además, el piso presentaba otra gran ventaja: estaba en una esquina del edificio y tenía dos vistas al exterior y dos terrazas. Desde el dormitorio veía el amplio y refulgente panorama de Canary Wharf, la torre, similar a un inmenso lápiz celular con la punta coronada de luz, la gran curva blanca del edificio contiguo, el agua remansada del antiguo muelle de las Indias Occidentales y el ferrocarril ligero de Docklands, con sus carriles elevados y sus trenes, que parecían juguetes de cuerda. Esta ciudad de vidrio y hormigón se iría volviendo más bulliciosa a medida que se instalaran nuevas empresas. Podría contemplar desde lo alto el espectáculo multicolor y siempre cambiante de medio millón de hombres y mujeres que se movían de un lado a otro desarrollando su vida laboral. Desde la otra terraza, que daba al sudoeste, se veía el río y el tráfico lento e inmemorial del Támesis: gabarras, embarcaciones de recreo, lanchas de la policía fluvial y de las autoridades del puerto de Londres, buques de línea que remontaban la corriente para atracar junto al puente de la Torre. A Kate le encantaba el estímulo del contraste y en aquel apartamento podía pasar a voluntad de un mundo a otro, del nuevo al antiguo, del agua remansada al río de poderosas mareas que T. S. Eliot llamó un poderoso dios pardo.

El apartamento resultaba especialmente adecuado para un oficial de la policía, con un sistema de interfono en la entrada principal, dos cerraduras de seguridad y una cadena en la puerta del piso. Había también un aparcamiento subterráneo al que tenían acceso todos los residentes. Eso también era importante. Y los desplazamientos a New Scotland Yard no serían complicados; después de todo, estaban en el mismo lado del río. Y quizá podría ir de vez en cuando en un barco fluvial hasta el embarcadero de Westminster. Llegaría a conocer el río, a participar en su vida y su historia. Despertaría por la mañana con el chillido de las gaviotas y saldría a ese vacío fresco y blanco. En aquel momento, suspendida allí entre el centelleo del agua y el alto y delicado azul del cielo, sintió un impulso extraordinario que ya la había invadido en otras ocasiones y que, a su entender, debía de ser lo más parecido a una experiencia religiosa. La poseyó una necesidad, casi física en su intensidad, de rezar, de alabar, de dar gracias sin saber a quién, de gritar con una alegría más profunda que la que le producía su propio bienestar físico, sus logros e incluso la belleza del mundo.

Había dejado las estanterías fijas en el piso antiguo, pero otras nuevas construidas según sus instrucciones cubrían toda la pared opuesta a la ventana. Frente a ellas, arrodillado junto a una caja, Alan Scully ordenaba los libros. La propia Kate se había sorprendido al descubrir cuántos había adquirido desde que lo conocía. No eran escritores de los que le hubieran hablado jamás en la escuela, pero ahora se sentía agradecida a la secundaria de Ancroft. La escuela había hecho todo lo posible por ella. Los maestros y maestras a los que entonces despreciaba, en su arrogancia, eran en realidad, ahora se daba cuenta, personas esforzadas que luchaban por imponer disciplina, por dar abasto enfrentándose diariamente a clases numerosas y dieciséis idiomas distintos, por satisfacer necesidades encontradas, por abordar los abrumadores problemas familiares de algunos de los niños y prepararlos para superar unos exámenes que al menos les abrirían las puertas de algo mejor. Sin embargo, la mayor parte de su instrucción la había adquirido después de la escuela. Tras sus cobertizos para bicicletas y en su campo de juegos de asfalto había aprendido todo lo que carecía de importancia respecto al sexo y nada que fuera importante. Eso fue Alan quien se lo enseñó, eso y mucho más. Le hizo conocer libros, no con superioridad, no como si se considerase una especie de Pigmalión, sino porque quería compartir con alguien a quien amaba las cosas que él amaba. Y ahora había llegado el momento de que eso también se acabara.

Kate oyó su voz.

– Si nos tomamos un descanso, prepararé café. ¿O sólo estás contemplando el panorama?

– Estoy contemplando el panorama. Regodeándome. ¿Qué te parece, Alan?

Era la primera vez que él veía el piso y Kate se lo había mostrado con algo del orgullo de una niña con un juguete nuevo.

– Me gustará cuando te hayas instalado. Es decir, si llego a verlo cuando te hayas instalado. ¿Qué hacemos con estos libros? ¿Quieres separar los de poesía, los de ficción y los de no ficción? Ahora mismo tenemos a Dalgliesh al lado de Defoe.

– ¿Defoe? No sabía que tuviera ninguno. Ni siquiera me gusta Defoe. Ah, separados, me parece. Y luego según el apellido del autor.

– El Dalgliesh es una primera edición. ¿Consideras necesario comprarlo encuadernado en tela porque es tu jefe y trabajas con él?

– No. Leo sus poemas para intentar entenderlo mejor.

– ¿Y es así?

– De hecho, no. No logro relacionar la poesía con el hombre. Y cuando lo consigo, es aterrador. Repara en demasiadas cosas.

– Veo que no está firmado. O sea que no se lo has pedido.

– Resultaría violento para los dos. No juegues con él, Alan. Déjalo en el estante.

Se acercó y se arrodilló junto a él. Alan no había mencionado sus libros profesionales, y ahora vio que formaban un ordenado montón junto a la caja de embalaje. Uno por uno, empezó a colocarlos en el estante más bajo: un ejemplar de las últimas Estadísticas Criminales; la Ley de la evidencia criminal y policial de 1984; Guía de la ley de justicia criminal de 1991, de Blackstone; Derecho policial, de Butterworth; Legislación moderna sobre la evidencia, de Keane; Derecho penal, de Clifford Hogan; Manual de formación policial y el Informe Sheehy. Kate pensó que era la colección de una profesional al inicio de su carrera y se preguntó si, al dejarlos aparte y no mencionarlos, Alan no habría pretendido hacer una especie de comentario, quizás incluso emitir un juicio inconsciente sobre algo más que la biblioteca de Kate. Por primera vez en años vio su relación con los ojos de un observador independiente y crítico. Aquí tenemos a una mujer de carrera, una profesional triunfadora y ambiciosa que sabe adónde quiere llegar. Mientras cada día se enfrenta a los detritus desordenados de vidas sin disciplina, ha excluido cuidadosamente el desorden de la propia. Un complemento necesario de esta bien organizada autosuficiencia es un amante inteligente, apuesto, disponible cuando se le necesita, hábil en la cama y poco exigente fuera de ella. Durante tres años Alan Scully había satisfecho admirablemente esta necesidad. Ella sabía que, a cambio, le había dado afecto, lealtad, dulzura y comprensión; no le había costado dar nada de ello. Pero ¿era de extrañar que Alan, habiéndose comprometido como lo había hecho, quisiera ser para ella algo más que el equivalente de un accesorio de moda?

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