P. James - El Pecado Original

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Después de su aclamada novela Hijos de los hombres, una incursión en la utopía negativa, P. D. James regresa al género que más la caracteriza, el policial clásico, y a su detective y poeta, el inconformista Adam Dalgliesh.
Pecado original transcurre en el ámbito de una editorial de larga data, ubicada en un palacete estilo veneciano sobre el río Támesis. La editorial Peverell, fundada en 1792, atraviesa momentos decisivos. Henry Peverell, su presidente, acaba de morir; su socio francés, Jean Philippe Etienne, se ha jubilado, y el inescrupuloso hijo de éste, Gerard, ha asumido la presidencia y la gerencia general de la casa editora.
Gerard Etienne se ha ganado enemigos: una amante despechada, un autor rechazado y humillado, y los sufridos colegas de Peverell. Cuando lo encuentran muerto en las instalaciones de la editorial, con el cuerpo extrañamente profanado, no faltan sospechosos.

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– Para Esmé Carling, sí -dijo Claudia con severidad-. Puedes detestarla, despreciarla o compadecerla, pero no la subestimes. Podría resultar una enemiga más peligrosa de lo que te imaginas.

15

La sala del primer piso del Connaught Arms, en Waterloo Road, estaba abarrotada. Matt Bayliss, el dueño del pub, no albergaba dudas en cuanto al éxito del recital de poesía. A las nueve los ingresos de la barra ya habían superado los de cualquier otra noche de jueves. La salita del piso alto solía utilizarse para los almuerzos -había poca demanda de cenas calientes en el Connaught Arms-, pero también estaba disponible para otras funciones, y su hermano, que trabajaba en una organización artística, lo había convencido de que permitiese celebrar allí el acto del jueves por la noche. La idea era que cierto número de poetas con obra publicada leyeran algunos poemas intercalados con las lecturas de todos los aficionados que quisieran tomar parte. El precio de la entrada se había fijado en una libra y Matt había montado al fondo de la sala una barra en la que se servía vino. Nunca hubiera imaginado que la poesía fuese tan popular ni que tantos de sus parroquianos aspiraran a expresarse en verso. La venta inicial de entradas había sido satisfactoria, pero había una constante afluencia de recién llegados y gente del bar que, al tener noticia del espectáculo, subía, jarra de cerveza en mano, por la angosta escalera.

Las inclinaciones de su hermano Colin eran variadas y se inscribían entre las tendencias de moda: arte negro, arte femenino, arte gay, arte de la Commonwealth, arte accesible, arte innovador, arte para el pueblo. El acontecimiento de esa noche se había anunciado como «Poesía para el pueblo». El interés personal de Matt estaba en la cerveza para el pueblo, pero no había visto nada que impidiera combinar provechosamente las dos. Colin ambicionaba convertir el Connaught Arms en centro reconocido para la declamación de poesía contemporánea y plataforma pública para los nuevos autores. Al observar al ayudante llamado para la ocasión, que no cesaba de abrir botellas de tinto californiano, Matt descubrió en su interior un interés inesperado hacia la cultura contemporánea. De vez en cuando subía del bar para ver cómo iba el espectáculo. Los versos le resultaban en gran medida incomprensibles; ciertamente, muy pocos rimaban o tenían un metro discernible, que era su definición de la poesía, pero todos despertaban aplausos entusiastas. Como la mayoría de los poetas aficionados y del público fumaba, el ambiente estaba cargado de vapores de cerveza y tabaco.

La estrella anunciada de la velada era Gabriel Dauntsey. Había solicitado aparecer temprano, pero casi todos los poetas que habían intervenido antes que él habían superado su límite de tiempo, sin mostrarse susceptibles -en particular los aficionados- a las insinuaciones bisbiseadas de Colin. Así pues, eran casi las nueve y media cuando Dauntsey avanzó a paso lento hacia la tribuna. Se le escuchó en respetuoso silencio y se le aplaudió ruidosamente, pero a Matt le dio la impresión de que aquellos poemas de una guerra que, para la inmensa mayoría de los presentes, era ya historia, tenían poco que ver con las preocupaciones actuales de los asistentes. Después, Colin se abrió paso a empujones hasta llegar a su lado.

– ¿De veras tiene que marcharse ya? Unos cuantos estábamos pensando en ir luego a cenar algo por ahí.

– Lo siento, se me haría demasiado tarde. ¿Dónde puedo encontrar un taxi?

– Matt podría pedirlo por teléfono, pero seguramente encontrará uno antes si se acerca a Waterloo Road.

Dauntsey desapareció discretamente, casi sin que nadie se hubiera fijado en él ni le hubiera dado las gracias, dejando a Matt con la sensación de que en cierto modo se habían portado mal con el anciano.

Acababa de cruzar la puerta cuando una pareja entrada en años interpeló a Matt en la barra.

– ¿Se ha ido ya Gabriel Dauntsey? Mi esposa tiene una primera edición de sus poemas y le encantaría que se la firmara. Arriba no lo vemos por ninguna parte.

– ¿Tienen coche? -preguntó Matt.

– Aparcado a unas tres manzanas de aquí. Es lo más cerca que hemos encontrado.

– Bueno, se ha ido hace un momento. Va andando. Si se dan prisa puede que lo alcancen. Si se distraen yendo a buscar el coche seguramente lo perderán.

Salieron apresuradamente; la mujer, libro en mano y con ojos anhelantes.

A los tres minutos entraron de nuevo. Desde el otro lado de la barra Matt les vio cruzar la puerta sosteniendo a Gabriel Dauntsey entre los dos. El poeta se apretaba contra la frente un pañuelo ensangrentado. Matt fue hacia ellos.

– ¿Qué ha pasado?

La mujer, visiblemente conmocionada, respondió:

– Le han asaltado. Tres hombres, dos negros y uno blanco. Estaban agachados sobre él, pero al vernos han echado a correr. Le han quitado la cartera.

El hombre buscó con la mirada una silla desocupada y acomodó a Dauntsey en ella.

– Hay que llamar a la policía y pedir una ambulancia -decidió.

La voz de Dauntsey sonó más vigorosa de lo que Matt se imaginaba.

– No, no, estoy bien. No quiero que llamen a nadie. Sólo es un rasguño, por la caída.

Matt lo miró indeciso. Parecía más conmocionado que herido. ¿Y de qué serviría llamar a la policía? No teman la menor posibilidad de atrapar a los asaltantes, así que el incidente quedaría reducido a otro delito menor que añadir a sus estadísticas de delitos denunciados y no resueltos. Matt, aunque defensor acérrimo de la policía, en general prefería no verla por su bar con demasiada frecuencia.

La mujer se volvió hacia su marido y habló con firmeza.

– Tenemos que pasar por delante del hospital St. Thomas. Lo llevaremos a urgencias. Es lo más prudente.

Dauntsey, por lo visto, no tenía voz en el asunto.

Matt pensó que querían librarse de la responsabilidad lo antes posible y no se lo reprochaba. Cuando se hubieron marchado, subió al piso de arriba para ver si hacía falta más vino y vio sobre una mesa, al lado de la puerta, un montón de delgados volúmenes. Sintió un arranque de compasión hacia Gabriel Dauntsey. El pobre diablo ni siquiera se había quedado a firmar sus libros. Aunque quizás era mejor así. Habría resultado violento para todos que no los vendiera.

16

A la mañana siguiente, viernes 15 de octubre, Blackie despertó sintiendo el peso del miedo. Su primer pensamiento consciente fue de temor al día y a lo que podía esperarle. Se puso la bata y bajó a preparar el té matutino, mientras contemplaba la posibilidad de despertar a Joan alegando un dolor de cabeza, decirle que no pensaba ir a la oficina y pedirle que telefoneara más tarde para transmitir sus disculpas y la promesa de regresar el lunes. Sin embargo, no cedió a la tentación. El lunes llegaría con gran rapidez, trayendo consigo una carga de ansiedad aún más pesada. Además, su ausencia resultaría sospechosa. Todo el mundo sabía que nunca faltaba al trabajo, que nunca estaba enferma. Tenía que ir a la oficina como si fuese un día corriente.

No pudo desayunar. El mero hecho de pensar en los huevos y el tocino le daba náuseas, y la primera cucharada de cereales se le atascó en la boca. En la estación compró el acostumbrado Daily Telegraph, pero no lo abrió durante todo el viaje, limitándose a mirar sin ver el destellante caleidoscopio de las zonas suburbanas de Kent.

Pasaban cinco minutos de la hora de salida de la lancha. El señor De Witt, generalmente tan puntual, bajó corriendo por la rampa del embarcadero de Charing Cross justo cuando Fred Bowling empezaba a pensar que tendría que largar amarras.

– Perdón a todos, me he dormido. Gracias por esperarme. Creí que tendría que tomar la segunda lancha.

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