P. James - El Pecado Original

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Después de su aclamada novela Hijos de los hombres, una incursión en la utopía negativa, P. D. James regresa al género que más la caracteriza, el policial clásico, y a su detective y poeta, el inconformista Adam Dalgliesh.
Pecado original transcurre en el ámbito de una editorial de larga data, ubicada en un palacete estilo veneciano sobre el río Támesis. La editorial Peverell, fundada en 1792, atraviesa momentos decisivos. Henry Peverell, su presidente, acaba de morir; su socio francés, Jean Philippe Etienne, se ha jubilado, y el inescrupuloso hijo de éste, Gerard, ha asumido la presidencia y la gerencia general de la casa editora.
Gerard Etienne se ha ganado enemigos: una amante despechada, un autor rechazado y humillado, y los sufridos colegas de Peverell. Cuando lo encuentran muerto en las instalaciones de la editorial, con el cuerpo extrañamente profanado, no faltan sospechosos.

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– No creo que eso hubiera amortiguado el golpe, ¿verdad? No se puede rechazar a un autor; lo que se rechaza es el libro. Si publicamos su última novela, luego nos traerá otra y volveremos a vernos ante el mismo dilema. Gerard ha actuado de un modo prematuro y supongo que no especialmente diplomático, pero creo que la decisión era correcta. Una novela es digna de ser publicada o no lo es.

– Me alegro de que hayamos zanjado algo.

Etienne comenzó a reunir sus papeles.

– Siempre y cuando seas consciente de que es lo único que hemos zanjado -le recordó De Witt-. No habrá más negociaciones sobre la venta de Innocent House hasta que hayamos vuelto a reunimos y nos hayas proporcionado las cifras y un plan comercial completo.

– Ya tenéis un plan comercial. Os lo di el mes pasado.

– Uno que podamos entender. Volveremos a reunirnos dentro de una semana. Sería conveniente que pudieras distribuir los informes un día antes. Y necesitamos alternativas: un plan comercial basado en el supuesto de que vendemos Innocent House y otro basado en el supuesto de que no la vendemos.

– El segundo puedo presentártelo ahora mismo -replicó Etienne-. O llegamos a un acuerdo con Skolling o vamos a la quiebra. Y Skolling no es un hombre paciente.

– Apacígualo con una promesa -sugirió Claudia-. Dile que si decidimos vender tendrá una primera opción.

Etienne sonrió.

– Ah, no; no creo que pueda hacerle una promesa así. Cuando su interés por la casa se haga público, podríamos atraer cincuenta mil libras más. No me parece probable, pero nunca se sabe. Dicen que el museo de Greyfriars anda buscando un lugar para albergar su colección de pintura marítima.

– No vamos a vender Innocent House -dijo Frances Peverell-, ni a Hector Skolling ni a nadie. Para vender esta casa habrá que pasar por encima de mi cadáver. O del tuyo.

13

En el despacho de las secretarias, Mandy alzó la vista al ver entrar a Blackie, quien se dirigió a su escritorio con andares majestuosos y el rostro enrojecido, se sentó ante el ordenador y empezó a teclear. Al cabo de un minuto, la curiosidad venció a la discreción y Mandy preguntó:

– ¿Qué pasa? Creía que usted siempre tomaba notas en las reuniones de los socios.

Blackie respondió con una voz extraña, áspera, pero al mismo tiempo con una leve nota de vindicación triunfante.

– Se ve que ya no.

«Pobre infeliz, la han echado», pensó Mandy. Lo que dijo fue:

– ¿A qué viene tanto secreto? ¿Qué hacen allí encerrados?

– ¿Qué hacen? -Las manos de Blackie interrumpieron su desasosegado tejer sobre el teclado-. Están hundiendo la empresa, eso hacen. Están destruyendo todo aquello por lo que el señor Peverell trabajó, todo lo que construyó y defendió durante más de treinta años. Piensan vender Innocent House. El señor Peverell amaba esta casa. Ha pertenecido a su familia desde hace más de ciento sesenta años. Innocent House es la Peverell Press. Si se acaba una, se acaba la otra. El señor Gerard está decidido a venderla desde que el señor Etienne se retiró, y ahora que se ha puesto al frente no hay nadie que pueda impedírselo. Además, tampoco les importa. A la señorita Frances no va a gustarle, pero está enamorada de él; además, nadie le hace mucho caso a la señorita Frances. La señorita Claudia es su hermana y el señor De Witt no tiene agallas para pararle los pies. Nadie las tiene. Quizás el señor Dauntsey, pero es demasiado viejo y ya no le importa nada. Ninguno de ellos puede plantarle cara al señor Gerard. Pero él ya sabe lo que pienso. Por eso no quiere que esté allí con ellos. Sabe que no estoy de acuerdo. Sabe que si pudiera se lo impediría.

Mandy vio que estaba al borde de las lágrimas, pero eran lágrimas de cólera. Cohibida, deseosa de consolarla pero incómodamente consciente de que más tarde Blackie lamentaría esta confidencia desacostumbrada, comentó:

– Puede llegar a ser un estúpido, desde luego. Ya he visto cómo la trata a veces. ¿Por qué no se va e intenta trabajar como interina una temporada? Pídale los papeles y dígale dónde puede meterse su empleo.

Blackie, que luchaba por dominarse, trató de recobrar al menos la dignidad.

– No seas absurda, Mandy. No tengo ninguna intención de irme. Soy una secretaria de dirección, no una interina. No lo he sido nunca y nunca lo seré.

– Hay cosas peores. ¿Qué tal un café, entonces? Podría hacerlo ahora mismo, no vale la pena esperar. Con un par de galletas de chocolate.

– Está bien, pero no pierdas el tiempo charlando con la señora Demery. Tienes que pasar a limpio unas cosas cuando termines con esas cartas. Y, Mandy, lo que te he dicho es confidencial. He hablado con mayor libertad de la debida y no quiero que salga de estas paredes.

«A buenas horas», pensó Mandy. ¿Acaso la señorita Blackett no se daba cuenta de que no se hablaba de otra cosa en todo el edificio? Respondió:

– Sé tener la boca cerrada. A fin de cuentas, a mí no me va ni me viene. Antes de que dejen esta casa yo ya me habré marchado.

Acababa de levantarse cuando sonó el teléfono de su escritorio y, al descolgarlo, oyó la voz preocupada de George hablando en tales susurros de conspirador que apenas lograba entenderle.

– ¿Sabes dónde está la señorita FitzGerald, Mandy? No puedo avisar a Blackie porque está en la reunión de los socios y tengo aquí a la señora Carling. Quiere ver al señor Gerard y no creo que pueda retenerla mucho más.

– No se preocupe, la señorita Blackett está aquí. -Mandy le pasó el auricular-. Es George. La señora Carling está en recepción pidiendo a gritos ver al señor Gerard.

– Pues no va a poder.

Blackie cogió el aparato, pero antes de que pudiera decir nada se abrió la puerta de golpe e irrumpió la señora Carling, que apartó a Mandy de un empujón y avanzó en derechura hacia el despacho principal. Al ver que estaba vacío, dio media vuelta y se plantó ante ellas.

– Bien, ¿dónde está? ¿Dónde está Gerard Etienne?

Blackie, intentando aparentar cierta dignidad, abrió la agenda que se hallaba sobre su escritorio.

– Creo que no tiene usted cita para hoy, señora Carling.

– ¡Claro que no tengo cita! Después de treinta años en la casa, no necesito una cita para ver a mi editor. No soy una agente que viene a venderle un contrato de publicidad. ¿Dónde está?

– Está en la reunión de los socios, señora Carling.

– Creía que se celebraba el primer jueves del mes.

– El señor Gerard la pasó a hoy.

– Entonces, tendré que interrumpirla. Están en la sala de juntas, supongo.

Se dirigió hacia la puerta, pero Blackie fue más veloz y, tomándole la delantera, le cerró el paso.

– No puede subir, señora Carling. Las reuniones de los socios no se interrumpen jamás. Tengo instrucciones de retener incluso las llamadas telefónicas urgentes.

– En tal caso, esperaré a que terminen.

Blackie, todavía de pie, vio su asiento firmemente ocupado, pero conservó la calma exterior.

– No sé cuándo terminarán. Quizá manden subir bocadillos. Además, ¿no tiene una sesión de firmas en Cambridge a la hora del almuerzo? Le diré al señor Gerard que ha estado aquí y sin duda se pondrá en contacto con usted cuando tenga un momento libre.

El contratiempo reciente y la necesidad de restablecer su posición ante Mandy, dieron a su voz un tono más autoritario de lo que exigía el tacto, pero aun así la ferocidad de la respuesta las sorprendió a ambas. La señora Carling se levantó de la silla con tal ímpetu que la dejó dando vueltas y se irguió con la cara casi tocando la de Blackie. Era siete u ocho centímetros más baja que ella, pero a Mandy le pareció que esta diferencia la hacía más terrorífica, no menos. Los músculos sobresalían como sogas de su cuello estirado, sus ojos llameaban y, bajo la nariz ligeramente aguileña, su boca pequeña y maligna como una cuchillada roja escupió veneno.

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