P. James - El Pecado Original

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Después de su aclamada novela Hijos de los hombres, una incursión en la utopía negativa, P. D. James regresa al género que más la caracteriza, el policial clásico, y a su detective y poeta, el inconformista Adam Dalgliesh.
Pecado original transcurre en el ámbito de una editorial de larga data, ubicada en un palacete estilo veneciano sobre el río Támesis. La editorial Peverell, fundada en 1792, atraviesa momentos decisivos. Henry Peverell, su presidente, acaba de morir; su socio francés, Jean Philippe Etienne, se ha jubilado, y el inescrupuloso hijo de éste, Gerard, ha asumido la presidencia y la gerencia general de la casa editora.
Gerard Etienne se ha ganado enemigos: una amante despechada, un autor rechazado y humillado, y los sufridos colegas de Peverell. Cuando lo encuentran muerto en las instalaciones de la editorial, con el cuerpo extrañamente profanado, no faltan sospechosos.

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– Peverell Press, buenos días. No, me temo que el señor Gerard no puede ponerse. ¿Quiere que le diga a alguien que le llame más tarde? -Alzó de nuevo la mirada, esta vez en dirección a Claudia Etienne, y dijo con expresión desvalida-: Es la secretaria de Matthew Evans, de Fabers, señorita Etienne. Quiere hablar con el señor Gerard. Es por la reunión del próximo miércoles sobre la piratería literaria.

Claudia cogió el auricular.

– Soy Claudia Etienne. Dígale por favor al señor Evans que le llamaré en cuanto pueda. Ahora vamos a cerrar las oficinas para el resto del día. Me temo que ha habido un accidente. Dígale que Gerard Etienne ha muerto. Sé que comprenderá que no pueda hablar con él en estos momentos.

Colgó el teléfono sin esperar respuesta y miró a Dalgliesh.

– Es inútil que tratemos de ocultarlo, ¿verdad? La muerte es la muerte. No es una molestia provisional, una pequeña dificultad local. No se puede fingir que no ha sucedido. De todos modos, la prensa no tardará en enterarse.

Habló con voz áspera, y la expresión de sus oscuros ojos era dura. Parecía más una mujer poseída por la cólera que por la aflicción. A continuación, se volvió hacia el recepcionista y prosiguió con más suavidad.

– Deje un mensaje en el contestador, George, diciendo que hoy permanecerá cerrada la oficina. Luego vaya a tomarse un café bien cargado. La señora Demery está por alguna parte. Si llegan otros empleados, dígales que se vayan a casa.

– ¿Y se irán, señorita Claudia? Quiero decir que no se conformarán con que lo diga yo, ¿verdad?

Claudia Etienne frunció el entrecejo.

– Tal vez no. Supongo que debería decírselo yo. O mejor aún, llamaremos al señor Bartrum. Está en la casa, ¿verdad, George?

– El señor Bartrum está en su despacho del número diez, señorita Claudia. Ha dicho que tenía mucho trabajo pendiente y que prefería quedarse. Como no está en la casa principal, no creía que hubiera inconveniente.

– Llámelo, por favor, y pídale que venga a hablar conmigo. El se ocupará de los que lleguen tarde. Quizás algunos puedan llevarse el trabajo a casa. Dígales que el lunes me dirigiré a todos ellos. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Es lo que hemos estado haciendo hasta ahora, enviar a los empleados a casa. Espero que no haya sido una equivocación. Nos ha parecido mejor que no hubiera demasiada gente por en medio.

– En su momento tendremos que hablar con todos -respondió Dalgliesh-, pero eso puede esperar. ¿Quién encontró a su hermano?

– Fui yo. Blackie, la señorita Blackett, la secretaria de mi hermano, iba conmigo, lo mismo que la señora Demery, la encargada de la limpieza. Subimos juntas.

– ¿Quién de las tres fue la primera en entrar en la habitación?

– Yo.

– Entonces, si quiere mostrarme el camino. Su hermano, ¿solía subir en ascensor o por la escalera?

– Por la escalera. Pero normalmente no subía hasta el último piso. Eso es lo más extraordinario, que estuviese en el despacho de los archivos.

– Entonces subiremos por la escalera -dijo Dalgliesh.

– Después de encontrar el cuerpo de mi hermano, cerré la puerta con llave -le advirtió Claudia Etienne-. La llave la tiene lord Stilgoe. Me la pidió y se la di. ¿Por qué no, si le hacía feliz? Supongo que pensó que alguno de nosotros podía volver a subir y embrollar las pistas.

Lord Stilgoe ya se adelantaba hacia ellos.

– He creído correcto hacerme cargo de la llave, comandante. Tengo que hablar con usted en privado. Se lo advertí. Sabía que tarde o temprano aquí habría una tragedia.

Le tendió la llave, pero fue Claudia quien la cogió. Dalgliesh preguntó:

– Lord Stilgoe, ¿sabe usted cómo murió Gerard Etienne?

– No, desde luego. ¿Cómo iba a saberlo?

– Entonces, hablaremos más tarde.

– Pero he visto el cadáver, por supuesto. He creído que era mi deber. Abominable. Bien, ya se lo advertí. Es evidente que esta atrocidad forma parte de la campaña contra mí y contra mi libro.

Dalgliesh repitió:

– Más tarde, lord Stilgoe.

Como era habitual en él, no se apresuraba a examinar el cadáver. Kate sabía que, por rápido que respondiera a un aviso de asesinato, siempre llegaba con el mismo talante pausado. Le había visto alzar la mano para contener a un sargento de paisano en exceso entusiasta, mientras le decía: «No corra tanto, sargento. No es usted médico. No se puede resucitar a los muertos.»

Luego Dalgliesh se volvió hacia Claudia Etienne.

– ¿Subimos?

La mujer se volvió hacia los tres socios, que, con lord Stilgoe, se habían agrupado en silencio como a la espera de instrucciones, y les indicó:

– Quizá sea mejor que me esperen en la sala de juntas. Yo iré en cuanto pueda.

Lord Stilgoe objetó, en un tono más razonable de lo que Kate se esperaba:

– Lo siento, comandante, pero me temo que no puedo esperar más. Por eso estaba citado con el señor Etienne a hora tan temprana. Quería comentar con él el tema de mis memorias antes de ingresar en el hospital para someterme a una pequeña operación. He de estar allí a las once. No quiero arriesgarme a perder la cama. Le telefonearé a usted mismo o al comisionado del Yard desde el hospital.

Kate se dio cuenta de que De Witt y Dauntsey acogían esta sugerencia con alivio.

El grupito cruzó el umbral del vestíbulo. En aquel primer momento de revelación Kate emitió una silenciosa exclamación de asombro. Por un instante se le trabó el paso, pero resistió la tentación de dejar correr demasiado libremente la vista. La policía siempre invadía la intimidad; era ofensivo comportarse como si una fuese una visitante de pago. Pero tenía la sensación de que en aquel momento único de revelación había percibido simultáneamente todos los detalles de la magnificencia de la habitación: los intrincados segmentos del suelo de mármol; las seis columnas de mármol jaspeado con sus capiteles de elegante relieve; la riqueza del techo pintado, un panorama de Londres en el siglo xviii: puentes, chapiteles, torres, casas y navíos de altos mástiles, todo ello unificado por los confines azules del río; la elegante escalinata doble; la balaustrada que descendía en curva hasta terminar en bronces de muchachos risueños montados en delfines, que sostenían en alto los grandes globos de luz. A medida que subían la magnificencia se volvía menos aparente y el detalle decorativo más contenido, pero era entre dignidad, proporción y elegancia como ascendían resueltamente hacia la cruda profanación del asesinato.

En el tercer piso había una puerta forrada de fieltro verde que se hallaba abierta. Subieron por una escalera estrecha, Claudia Etienne en cabeza con Dalgliesh a su lado y Kate cerrando la marcha. La escalera torció a la derecha antes de que la última media docena de peldaños los condujera a un corredor de unos tres metros de anchura, con las puertas de rejilla de un ascensor a la izquierda de la entrada. La pared de la derecha carecía de puertas, pero había una cerrada en la de la izquierda y otra justo enfrente de ellos que estaba abierta.

– Ésta es la sala de los archivos, donde guardamos los papeles antiguos. Al despachito de los archivos se va por ahí.

Resultaba obvio que la sala de los archivos en otro tiempo había estado dividida en dos habitaciones, pero al demoler el tabique de separación había quedado una cámara muy larga que ocupaba casi toda la longitud de la casa. Las hileras de estanterías de madera, perpendiculares a la puerta y casi tan altas como el techo, estaban tan juntas que apenas había espacio para moverse entre ellas con comodidad. Entre hilera e hilera colgaban varias bombillas sin pantalla. La luz natural la proporcionaban seis ventanas alargadas por las cuales Kate pudo entrever el elaborado relieve en piedra de un barandal. Doblaron a la derecha, por el espacio de poco más de un metro que quedaba libre entre los extremos de las estanterías y la pared, y llegaron a otra puerta.

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