P. James - La torre negra

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Tras una grave enfermedad, Adam Dalgliesh, necesita descansar. Le ha llegado el momento de visitar a un antiguo amigo de la familia, capellán en una casa de reposo, para recuperar allí las fuerzas. Sin embargo, Dalgliesh tendrá que relegar a un segundo plano los problemas de salud y concentrar su energía en desvelar qué es lo que se oculta tras una serie de muertes en apariencia accidentales.

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Abrió el grifo al máximo y el agua que salía a raudales empezó a formar remolinos en el lavabo y a llenar sus oídos del sonido de la marea en ascenso. ¿Qué había sentido Victor durante aquella caída al vacío? ¿Había planeado en el espacio aquella engorrosa silla de ruedas impulsada por su propio peso, como uno de aquellos ridículos artefactos de las películas de James Bond, con el pequeño maniquí sujeto entre los mecanismos, dispuesto a accionar la palanca que desplegaría las alas? ¿O había bajado dando vueltas y tumbos en el aire, topando contra la roca, con Victor atrapado entre la lona y el metal, agitando brazos impotentes y añadiendo sus gritos a los chillidos de las gaviotas? ¿Se había soltado su pesado cuerpo de la correa en mitad del recorrido, o la lona había aguantado hasta el choque aniquilador final contra las lisas rocas de hierro, hasta la primera ola succionadora del inexorable y desconsiderado mar? ¿Qué pensaría? ¿Exaltación o desespero, terror o la feliz mente en blanco? ¿Lo había barrido todo el aire limpio y el mar, el dolor, la amargura, la malicia?

Sólo después de su muerte se conoció el alcance de la malicia de Victor, plasmada en el codicilo de su testamento. Se había asegurado de que los demás pacientes supieran que tenía dinero, que él pagaba la cuota completa en Toynton Grange, aunque fuera modesta, y que no dependía, como los demás, excepto Henry Carwardine, de la benevolencia de la autoridad local. Nunca les había contado de dónde procedían sus recursos -al fin y al cabo, había sido maestro de escuela y éstos no están bien pagados- y seguían sin saberlo. Naturalmente, era posible que a Maggie se lo contara. Era posible que a Maggie le contara muchas cosas. Pero había guardado un inexplicable silencio respecto a esta cuestión.

Eric Hewson no creía que Maggie se hubiera interesado por Víctor simplemente debido a su dinero. Después de todo, tenían algo en común. Ninguno de los dos había mantenido en secreto el hecho de odiar Toynton Grange, de que estaban allí por necesidad, no por elección, y de que despreciaban a sus compañeros. Quizá Maggie encontraba de su gusto la repulsiva malicia de Victor. Desde luego, habían pasado bastante tiempo juntos. Wilfred casi se había alegrado, como si pensara que por fin Maggie había encontrado el lugar que le correspondía en Toynton. Ella empujaba la pesada silla de Victor hasta el lugar preferido de éste, donde la contemplación del mar le proporcionaba una especie de paz. Maggie y él habían pasado horas juntos, fuera del alcance de la vista de los de la casa, al borde del acantilado. Pero a él no le preocupaba. Sabía, y nadie mejor que él, que Maggie no podía amar a un hombre que no la satisficiera físicamente. Dio su beneplácito a la amistad. Al menos le preocupaba algo en que ocupar su tiempo y la mantenía tranquila.

No recordaba exactamente cuándo había empezado a pensar en el dinero. Victor debió de decirle algo. Maggie cambió casi de la noche a la mañana. Cobró nuevos ánimos, empezó a mostrarse más alegre. Se le notaba una febril excitación contenida. Y entonces Victor exigió de repente que lo llevaran a Londres para someterse a un reconocimiento en el hospital St. Saviour y para entrevistarse con su abogado, y Maggie empezó a lanzarle indirectas sobre el testamento. Él se contagió algo de su excitación. Eric se preguntaba ahora qué esperaban cada uno de ellos. ¿Había visto Maggie el dinero como un medio de liberarse meramente de Toynton Grange o también de él? De cualquier modo, los hubiera salvado a los dos. Y la idea no era descabellada. Todos sabían que Victor no tenía más parientes que una hermana en Nueva Zelanda a la que nunca escribía. No, pensó mientras alargaba la mano para coger la toalla, no había sido un sueño absurdo; menos absurdo que la realidad.

Pensó en el trayecto de regreso de Londres: el mundo cálido y cerrado del Mercedes; Julius silencioso, las manos descansando en el volante; la carretera como una cinta plateada salpicada de estrellas desenrollándose interminablemente bajo la cubierta del motor mientras las señales de tráfico saltaban de la oscuridad para ilustrar el cielo azulnegruzco; animalitos petrificados, con el pellejo erecto, brevemente glorificados a la luz de los faros; los márgenes de la carretera desvaídos a un pálido oro en el resplandor. Victor iba sentado con Maggie en la parte de atrás, envuelto en su capa a cuadros y sonriendo, siempre sonriendo. El aire estaba cargado de secretos, compartidos y no compartidos.

Ciertamente Victor había modificado su testamento. Había añadido un codicilo al documento por el cual legaba toda su fortuna a su hermana, una muestra final de mezquina malicia. A Grace Willison, una pastilla de jabón; a Henry Carwardine, un frasco de líquido para enjuagarse la boca; a Ursula Hollis, un desodorante corporal; a Jennie Pegram, un palillo.

Eric pensó que Maggie se lo había tomado muy bien. Muy bien de verdad, si se podía llamar tomárselo bien a aquella sonora risa salvaje e incontrolada. Ahora la recordaba dando vueltas por la salita de estar, incapaz de controlar la histeria, echando la cabeza hacia atrás y soltando una risotadas que reverberaban en las paredes, como una manada de animales enjaulados, y resonaban en el promontorio, por el que él temía que pudieran oírla hasta en Toynton Grange.

Helen estaba de pie junto a la ventana, y dijo con su aguda voz:

– Hay un coche frente a Villa Esperanza.

Eric se acercó a ella. Se pusieron a mirar los dos juntos. Lentamente sus ojos se encontraron. Ella le cogió la mano y su voz se tornó suave de repente, la voz que había oído la primera vez que hicieron el amor.

– No tienes de qué preocuparte, cariño. Ya lo sabes, ¿no? Nada de qué preocuparte en absoluto.

Capítulo 4

Ursula Hollis cerró el libro de la biblioteca, entornó los ojos para protegerse del sol de la tarde y penetró en su sueño particular. Hacerlo en el breve cuarto de hora que faltaba para el té era un capricho, y rápida como siempre en sentirse culpable por tan indisciplinado placer, al principio temió que la magia funcionara. Por lo general, se obligaba a esperar hasta encontrarse en la cama por la noche, incluso hasta que la áspera respiración de Grace Willison, que le llegaba a través del fino tabique, se hubiera vuelto rítmica a causa del sueño, para permitirse pensar en Steve y en su piso de la calle Bell. El ritual se había convertido en un esfuerzo de voluntad. Yacía casi sin atreverse a respirar porque las imágenes, por muy claramente que las evocara, eran sumamente sensibles y se disipaban con facilidad. Pero ahora se desarrollaban a la perfección. Se concentró y vio cómo los amorfos contornos y el cambiante colorido adquirían la claridad de una fotografía, del mismo modo que cuando se revela un negativo.

El sol matinal iluminaba la fachada de la casa del siglo XIX que se levantaba enfrente haciendo que cada ladrillo cobrara individualidad y creando un luminoso dibujo multicolor. El miserable piso de dos habitaciones situado encima de la tienda de comestibles preparados del señor Polanski, la calle que discurría delante, la apiñada y heterogénea vida de ese kilómetro y medio cuadrado que se extiende entre la calle Edgware y la estación Marylebone la absorbió y encantó. Ahora estaba otra vez allí, andando nuevamente con Steve por el mercado de la calle Church un sábado por la mañana, el día más feliz de la semana.

Veía a las mujeres del barrio con sus batas floreadas y sus zapatillas de fieltro, gruesas alianzas hundidas en sus dedos bulbosos y llenos de cicatrices debidas al trabajo, con brillantes ojos en rostros amorfos, chismorrear sentadas junto a sus cochecitos de ropa usada; los jóvenes, alegremente vestidos, en cuclillas sobre el bordillo detrás de los puestos de quincallería; los turistas, impulsivos o cautelosos, observando por turnos, conferenciando sobre sus dólares o mostrando sus extraños tesoros. La calle olía a fruta, flores y especias, a cuerpos sudorosos, vino barato y libros viejos. Veía a las mujeres negras de prominentes nalgas, oía sus agudas charlas bárbaras e inconexas, sus roncas risotadas repentinas mientras se agolpaban en torno del puesto de enormes plátanos verdes y mangos grandes como pelotas de fútbol. En sus sueños ella seguía adelante, con los dedos suavemente entrelazados con los de Steve como un fantasma que pasara sin ser visto por senderos familiares.

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