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P. James: La torre negra

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P. James La torre negra

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Tras una grave enfermedad, Adam Dalgliesh, necesita descansar. Le ha llegado el momento de visitar a un antiguo amigo de la familia, capellán en una casa de reposo, para recuperar allí las fuerzas. Sin embargo, Dalgliesh tendrá que relegar a un segundo plano los problemas de salud y concentrar su energía en desvelar qué es lo que se oculta tras una serie de muertes en apariencia accidentales.

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– ¿Atendió su marido al padre Baddeley?

– Llámelo Michael. Todos le llamábamos así menos Grace Willison. Sí, Eric se ocupó de él mientras estaba vivo y firmó el certificado de defunción cuando murió. Hace seis meses no hubiera podido hacerlo, pero ahora que lo han rehabilitado en el Colegio de Médicos ya puede poner su nombre en un papel para decir que uno está debida y legalmente muerto. ¡Jesús, vaya privilegio!

Se echó a reír y, tras revolver en el interior del bolsillo de los pantalones, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno. Le ofreció el paquete a Dalgliesh y éste negó con la cabeza. Maggie se encogió de hombros y expulsó una bocanada de humo hacia él.

– ¿De qué murió el padre Baddeley? -preguntó Adam Dalgliesh.

– Se le paró el corazón. No, no es broma. Era viejo, tenía el corazón cansado y el 21 de septiembre dejó de latirle. Infarto de miocardio complicado por una ligera diabetes, si quiere oír los términos médicos.

– ¿Estaba solo?

– Supongo que sí. Murió durante la noche. Al menos la última persona que lo vio vivo fue Grace Willison a las ocho menos cuarto de la tarde cuando vino a confesarse. Supongo que murió de aburrimiento. No, ya sé que no debería haber dicho eso. Mal gusto, Maggie. Dice que le pareció normal, un poco cansado, claro, pero acababa de salir del hospital aquella misma mañana. Yo vine a las nueve de la mañana siguiente a ver si quería algo de Wareham; iba a coger el autobús de las once, Wilfred no permite los coches particulares, y ahí estaba muerto.

– ¿En la cama?

– No, en esa misma butaca en que usted está sentado, apoyado en el respaldo con la boca abierta y los ojos cerrados. Llevaba la sotana y una tira morada alrededor del cuello. Todo muy correcto. Pero estaba bien muerto.

– Así, ¿fue usted la que encontró el cadáver?

– A no ser que Millicent, la vecina de al lado, viniera a hurtadillas antes, no le gustara el aspecto que tenía y se volviera a casa otra vez de puntillas. Es hermana de Wilfred, y viuda, por si le interesa. En realidad es bastante extraño que no entrara, sabiendo que estaba enfermo y solo.

– Debió de sobresaltarse usted.

– No mucho. Antes de casarme era enfermera. He visto tantos muertos que ya no me acuerdo. Y era ya muy anciano. Son lo jóvenes, sobre todo los niños, los que deprimen. Jesús, me alegro de haber dejado esta desagradable profesión…

– ¿De veras? ¿Entonces no trabaja en Toynton Grange?

Se levantó y se aproximó a la chimenea antes de confesar. Exhaló una bocanada de humo contra el espejo que había encima y luego acercó el rostro como para estudiar su imagen reflejada.

– Si puedo evitarlo, no. Y Dios sabe que intento evitarlo. No me importa que lo sepa. Soy el miembro delincuente de la comunidad, la que no coopera, la desertora, la hereje. Ni siembro ni recojo. Soy impermeable a los encantos del querido Wilfred. Me niego a oír los lamentos de los afligidos. No me arrodillo en el templo.

Se volvió hacia él con una expresión medio desafiante, medio especulativa. Dalgliesh pensó que aquel desahogo no había sido espontáneo, que la protesta ya había sido expresada antes. Le pareció una justificación ritual y sospechó que alguien le había ayudado a redactar el guión.

– Hábleme de Wilfred Anstey.

– ¿No le advirtió Michael? No, supongo que no. Bueno, es una larga historia, pero trataré de resumirla. El bisabuelo de Wilfred es el que construyó Toynton Grange. Su abuelo se la dejó en fideicomiso a Wilfred y Millicent, y Wilfred le compró su parte a su hermana para instalar la residencia. Hace ocho años, a Wilfred se le declaró una esclerosis múltiple que avanzó muy rápidamente. Al cabo de tres meses ya estaba en una silla de ruedas. Entonces hizo una peregrinación a Lourdes y se curó. Por lo visto, llegó a un acuerdo con Dios. Si me curas dedicaré Toynton Grange y todo mi dinero a servir a los imposibilitados. Dios cumplió su parte y ahora Wilfred se afana por cumplir la suya. Supongo que tiene miedo de echarse atrás por si recae. No es que lo culpe. Seguramente yo haría lo mismo. En el fondo todos somos supersticiosos, sobre todo con las enfermedades.

– Pero ¿le tienta echarse atrás?

– No, no lo creo. Este lugar le da una sensación de poder. Rodeado de pacientes agradecidos, considerado un objeto de veneración medio supersticiosa por las mujeres. Dot Moxon, la enfermera jefe, revolotea alrededor de él como una gallina. Wilfred es feliz.

– ¿Cuándo ocurrió exactamente el milagro? -preguntó Dalgliesh.

– Dice que cuando lo metieron en la piscina. Según cuenta, al principio experimentó un intenso frío seguido de inmediato de un calor y un hormigueo en todo el cuerpo, acompañado de una sensación de gran felicidad y paz. Eso es exactamente lo que siento yo después del tercer whisky. Si Wilfred es capaz de sentirlo bañándose en agua helada y llena de gérmenes, lo único que me queda por decir es que tiene una suerte bárbara. Cuando regresó a la hospedería se puso en pie por primera vez en seis meses. A las tres semanas iba dando saltos por ahí como un borreguillo, pero nunca volvió al hospital St. Saviour de Londres, donde lo habían tratado, para que registraran la milagrosa cura en sus archivos médicos. Hubiera sido bastante gracioso. -Hizo una pausa como si fuera a decir algo más y luego se limitó a añadir-: Conmovedor, ¿no?

– Interesante. ¿De dónde saca el dinero para cumplir su parte del trato?

– Los pacientes pagan de acuerdo con sus medios y a algunos los mandan las autoridades locales en virtud de acuerdos contractuales. Además, claro, ha usado su capital privado. Pero las cosas se están poniendo feas, o al menos eso dice. La herencia del padre Baddeley llegó muy oportunamente. Y, como es natural, tacañea con el personal. A Eric no le paga lo que corresponde a su trabajo. Philby, el mozo, es un ex presidiario y seguramente no encontraría otro empleo. A Doc Moxon, la enfermera jefe, tampoco le darían trabajo fácilmente después de la investigación por crueldad a que la sometieron en el último hospital. Debe estarle agradecida a Wilfred por contratarla. Claro, todos le estamos agradecidísimos al querido Wilfred.

– Supongo que debo ir a presentarme. ¿Dice que sólo quedan cinco pacientes?

– No debemos usar la palabra pacientes para referirnos a ellos, pero no sé qué otra cosa quiere Wilfred que los llamemos. Internos suena demasiado a cárcel, aunque Dios sabe que es bastante apropiado. Pero sí, sólo quedan cinco. No quiere admitir a persona alguna de las que lo han solicitado hasta que haya decidido cuál va a ser el futuro de la residencia. El Ridgewell Trust intenta hacerse con ella y Wilfred está considerando la posibilidad de cederle todo el lote y gratuitamente. En realidad, hace unos quince días había seis pacientes, pero eso era antes de que Victor Holroyd se tirara por el acantilado de Toynton Head y se aplastara contra las rocas.

– ¿Quiere decir que se mató?

– Bueno, estaba en la silla de ruedas a unos tres metros del borde del precipicio, o bien soltó el freno y se dejó caer, o Dennis Lerner, el enfermero que lo acompañaba, lo empujó. Como Dennis no tiene agallas ni para matar una gallina, y no digamos a un hombre, en general se cree que fue el propio Victor el que lo hizo. Sin embargo, como esa idea angustia al querido Wilfred, todos nos afanamos en fingir que fue un accidente. Yo echo de menos a Victor, nos llevábamos bien. Casi era la única persona con quien podía hablar. Pero todos los demás lo odiaban. Y ahora, claro, todos tienen remordimientos y piensan si lo habrían juzgado mal. No hay nada como morir para meterle el gusanillo a la gente. Quiero decir que cuando un individuo dice continuamente que no merece la pena vivir uno piensa que no hace sino expresar lo evidente. Pero cuando lo respalda con una acción empieza uno a pensar si no escondería más de lo que uno pensaba.

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