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P. James: La torre negra

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P. James La torre negra

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Tras una grave enfermedad, Adam Dalgliesh, necesita descansar. Le ha llegado el momento de visitar a un antiguo amigo de la familia, capellán en una casa de reposo, para recuperar allí las fuerzas. Sin embargo, Dalgliesh tendrá que relegar a un segundo plano los problemas de salud y concentrar su energía en desvelar qué es lo que se oculta tras una serie de muertes en apariencia accidentales.

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Introdujo la mano en ambos bolsillos con la sensación culpable del que roba a los muertos. La llave no estaba. Se aproximó al escritorio y trató de levantar la tapa, que cedió sin resistencia. Seguidamente se inclinó a examinar la cerradura, fue al coche a buscar la linterna y volvió a mirarla. Las señales eran inequívocas: la cerradura había sido forzada. Era una operación muy bien hecha y apenas había requerido fuerza. La cerradura resultaba decorativa pero poco resistente, había sido ideada como defensa contra los curiosos pero no contra un asalto decidido. Habrían introducido un punzón o un cuchillo, seguramente la hoja de un cortaplumas, entre la mesa y la tapa y así habrían separado las dos partes de la cerradura. Era sorprendente el poco rastro que habían dejado; no obstante, los arañazos de la propia cerradura rota bastaban para demostrarlo.

Sin embargo, no indicaban quién era el responsable. Podía haber sido el propio padre Baddeley. De haber perdido la llave, no hubiera habido modo de reponerla. ¿Cómo iba a encontrar un cerrajero en aquel remoto lugar? Un asalto físico contra el escritorio era un recurso poco probable en el sacerdote, recordó Dalgliesh, pero no era imposible. También podía haberse hecho con posterioridad a la muerte del padre Baddeley. Si la llave no estaba, alguien de Toynton Grange tenía que haber roto la cerradura. En el interior podía haber documentos o papeles que necesitaran, una cartilla del seguro, nombres de amigos a quien notificar la defunción, o un testamento. Se obligó a abandonar las conjeturas, irritado al descubrir que había llegado a considerar la posibilidad de ponerse los guantes antes de seguir mirando, y revisó rápidamente el contenido de los cajones del escritorio.

No guardaban cosa alguna de interés. En apariencia, la vinculación del padre Baddeley con el mundo era mínima. Pero le llamó la atención una cosa inmediatamente reconocible. Era una ordenada pila de cuadernos infantiles de ejercicios de tapas verde pálido. Sabía que contenían el diario del padre Baddeley. Así pues, todavía vendían aquellos cuadernos, aquellas libretas verde pálido con tablas aritméticas en la parte de atrás, tan evocadoras de la enseñanza primaria como una regla manchada de tinta o una goma de borrar. El padre Baddeley siempre había usado aquellos cuadernos para escribir su diario, uno para cada trimestre del año. Ahora, con la vieja capa negra colgando fláccida de la puerta y el mohoso olor eclesiástico en la nariz, Dalgliesh recordó la conversación tan claramente como si él fuera todavía aquel muchacho de diez años y el padre Baddeley, un hombre maduro que ya aparentaba una edad indefinida, estuviera sentado aquí ante su escritorio.

– ¿Entonces no es más que un diario corriente, padre? ¿No trata de su vida espiritual?

– Esto es la vida espiritual, las cosas corrientes que se hacen todos los días.

Y Adam le preguntó con el egoísmo de los jóvenes:

– ¿Sólo lo que hace usted? ¿Yo no salgo?

– No. Sólo lo que hago yo. ¿Te acuerdas a qué hora se ha reunido esta tarde la Asociación de Madres? Esta semana tocaba en tu casa. Creo que habían cambiado la hora.

– A las tres menos cuarto, en lugar de a las tres, padre. El arcediano quería terminar antes. ¿Tan exacto tiene que ser?

Pareció que el padre Baddeley rumiaba la pregunta, breve pero seriamente, como si fuera nueva y de un inesperado interés.

– Sí, sí, ya lo creo que sí. De lo contrario no tendría sentido.

El joven Dalgliesh, cuyos alcances ya había rebasado la lógica del sacerdote, se alejó a fin de dedicarse a sus propias actividades, que le parecían más interesantes e inmediatas. La vida espiritual. Era una frase que había oído muchas veces en labios de los feligreses menos mundanos, pero nunca en los del propio canónigo. Alguna que otra vez había tratado de visualizar esa otra existencia misteriosa. ¿Se vivía simultáneamente a la vida cotidiana de levantarse, comer, ir al colegio y de vacaciones? ¿O era una existencia situada en algún otro plano cuyo acceso estaba vedado a los no iniciados, pero al cual el padre Baddeley podía retirarse a voluntad? De una u otra manera, poco tendría que ver con sus minuciosas anotaciones de las trivialidades diarias.

Cogió el último cuaderno para hojearlo. El sistema del sacerdote no había variado. Todo estaba allí. Dos días por página, pulcramente separados mediante una línea. Las horas a las que había dicho las oraciones matinales y las vespertinas; por dónde había paseado y cuánto había tardado; el viaje mensual en autobús a Dorchester; el viaje semanal a Wareham; las horas invertidas ayudando en Toynton Grange; esporádicas diversiones mal registradas; un metódico registro de en qué había empleado cada hora de trabajo, un año tras otro, documentado con la meticulosidad de un contable. «Esto es la vida espiritual, las cosas corrientes que se hacen todos los días.» No podía ser tan simple.

Pero ¿dónde estaba el último diario, el cuaderno del tercer trimestre de 1974? El padre Baddeley acostumbraba guardar los viejos ejemplares de su diario que abarcaban los últimos tres años. Debería haber habido quince cuadernos; había sólo catorce. El diario se interrumpía al terminar junio de 1974. Dalgliesh se encontró registrando casi febrilmente los cajones del escritorio. El diario no estaba. Pero sí encontró otra cosa. Metida debajo de tres recibos de carbón, parafina y electricidad había una hoja de papel fino y tosco con el nombre de Toynton Grange inesperadamente impreso y torcido en la parte de arriba. Debajo, alguien había escrito:

«¿Por qué no se marcha de la casa, viejo tonto e hipócrita, y deja que la ocupe alguien que de verdad sea de alguna utilidad? No crea que no sabemos lo que hacen Grace Willison y usted cuando supuestamente usted la está confesando. ¿No quisiera poder hacerlo de verdad? ¿Y ese niño del coro? No crea que no estamos enterados».

La primera reacción de Dalgliesh fue de irritación por lo absurdo de la nota más que por su malicia. Era una muestra infantil de gratuito despecho, pero sin el más mínimo asomo de verosimilitud. ¡Pobre padre Baddeley, verse acusado simultáneamente de fornicación, sodomía e impotencia a sus setenta y siete años! ¿Podía cualquier hombre razonable haber tomado aquella pueril tontería lo suficientemente en serio para sentirse siquiera dolido? Dalgliesh había visto abundantes anónimos en su vida profesional. Aquélla era una muestra bastante suave; casi podía suponer que el autor no había puesto en él toda su mala intención. «¿No quisiera poder hacerlo de verdad?» La mayoría de los autores de anónimos hubiera encontrado la manera más gráfica de describir la actividad que se daba a entender. Y la ulterior referencia al chico del coro, sin nombre y sin fecha. Aquello no procedía de un conocimiento real. ¿Podía haberse preocupado el padre Baddeley lo suficiente para llamar a un detective profesional a quien no había visto en casi treinta años simplemente a fin de que lo aconsejara respecto de esta molesta minucia o investigara sobre ello? Quizá. Ésta podía ser la única carta. Si el problema era endémico en Toynton Grange, se trataba de una cuestión más grave. Un anónimo en una comunidad cerrada podía ser causa de verdadera preocupación y angustia, y en alguna ocasión el autor podía ser literalmente un asesino. Si el padre Baddeley sospechaba que otros habían recibido cartas similares, podía buscar ayuda profesional. ¿O, y esto era más interesante, pretendía alguien hacérselo creer a Dalgliesh? ¿Había sido colocada deliberadamente para que la encontrara él? Desde luego era extraño que nadie hubiera dado con ella y la hubiera destruido después de la muerte del padre Baddeley. Alguien en Toynton Grange tenía que haber mirado sus papeles. Aquélla no era una nota que se dejara para que la leyeran otros.

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