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P. James: La torre negra

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P. James La torre negra

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Tras una grave enfermedad, Adam Dalgliesh, necesita descansar. Le ha llegado el momento de visitar a un antiguo amigo de la familia, capellán en una casa de reposo, para recuperar allí las fuerzas. Sin embargo, Dalgliesh tendrá que relegar a un segundo plano los problemas de salud y concentrar su energía en desvelar qué es lo que se oculta tras una serie de muertes en apariencia accidentales.

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Pero eso, junto con otras decisiones más fundamentales, podía esperar. Primero debía ver al padre Baddeley. La obligación no era meramente piadosa ni filial. Descubrió que, pese a ciertas dificultades y turbaciones previsibles, le apetecía volver a ver al anciano sacerdote. Pero no tenía intención de permitir que el padre Baddeley, por muy inadvertidamente que fuera, lo indujera a regresar a su trabajo. Si se trataba de una tarea realmente policial, cosa que dudaba, la comisaría de Dorset se haría cargo. Y, si aquel agradable sol de principios de otoño se mantenía, Dorset sería un lugar tan apropiado como cualquiera para pasar la convalecencia.

Pero el rígido rectángulo blanco, apoyado en la jarra de agua, resultaba singularmente fuera de lugar. Sus ojos se sentían constantemente atraídos hacia él como si fuera un potente símbolo, una sentencia de vida por escrito. Se alegró cuando la enfermera entró a decirle que su guardia había terminado y se la llevó para echarla al buzón.

SEGUNDA PARTE . Muerte de un sacerdote

Capítulo 2

Once días después, justo antes del alba, todavía débil y con la palidez del hospital pero eufórico por el engañoso bienestar de la convalecencia, Dalgliesh abandonó su piso, que se alzaba muy por encima del Támesis en Queenhythe, y se dirigió en coche hacia el suroeste. Dos meses antes de caer enfermo, se había separado, final y definitivamente, aunque con pesar, de su viejo Cooper Bristol y ahora conducía un Jensen Healey. Se alegraba de que el automóvil tuviera hecho el rodaje y casi se había habituado al cambio. Embarcarse simbólicamente en una nueva vida con un coche totalmente nuevo hubiera sido demasiado banal. Metió su única maleta y unos pocos utensilios esenciales para una comida campestre, entre ellos un sacacorchos, en el maletero y guardó en la guantera un ejemplar de las poesías de Hardy, Retorno al país natal , y la guía arquitectónica de Dorset escrita por Newman y Pevsner. Iban a ser unas vacaciones de convaleciente: libros conocidos, una breve visita a un viejo amigo como objetivo del viaje, una ruta dejada al antojo de cada día que incluyera zonas conocidas y nuevas, e incluso la saludable molestia de un problema personal que justificara la soledad y la permitida ociosidad. Quedó desconcertado cuando, al echar la última ojeada al piso, alargó la mano para coger el equipo «escenario del crimen». No recordaba cuándo había sido la última vez que había viajado sin él, ni siquiera de vacaciones. Pero ahora dejarlo en casa era la primera confirmación de una decisión sobre la cual reflexionaría debidamente de vez en cuando durante los quince días siguientes, pero que en el fondo sabía tomada.

Llegó a Winchester a tiempo para un desayuno tardío en un hostal que se levantaba a la sombra de la catedral; luego se pasó las dos horas siguientes redescubriendo la ciudad antes de encaminarse finalmente a Dorset pasando por Wimborne Minster. Sentía en su interior cierta reticencia a alcanzar el fin del viaje. Vagó lentamente, casi sin rumbo, hacia el noroeste hasta Blandford Forum, allí compró una botella de vino, panecillos, queso y fruta para almorzar y un par de botellas de amontillado para el padre Baddeley, luego se dirigió al sureste pasando por los pueblecitos de Winterbourne y por Wareham hasta Corfe Castle.

Las magníficas piedras, símbolos de valentía, crueldad y traición, montaban guardia en la única hendidura de la cordillera de Purbeck Hills, como venían haciendo desde hacía mil años. Mientras consumía su solitario almuerzo, Dalgliesh advirtió que sus ojos volvían constantemente a aquellas austeras losas formadas en orden de batalla, sillares mutilados que se recortaban en las alturas contra el apacible cielo. Como si se resistiera a conducir bajo su sombra y fuera reacio a poner fin a la soledad de aquel día tranquilo y nada exigente, invirtió cierto tiempo en buscar, sin éxito, gencianas en el pantanoso matorral antes de emprender los últimos ocho kilómetros de viaje.

Toynton: una hilera de casitas escalonadas, cuyos tejados de piedra gris centelleaban al sol de la tarde; una taberna no demasiado pintoresca al final del pueblo; una torre de iglesia corriente que se asomaba por encima. Ahora la carretera, flanqueada por un muro bajo de piedra, ascendía suavemente entre ralas plantaciones de abetos y comenzó a reconocer los elementos que el padre Baddeley había destacado en el mapa. Pronto el camino se bifurcaría, uno de los estrechos ramales se desviaría hacia el oeste para bordear el promontorio, el otro conduciría, atravesando una verja, a Toynton Grange y el mar. Y allí estaba, como esperaba, la pesada verja de hierro incrustada en un grueso muro de piedras superpuestas. Éste tenía un espesor de hasta noventa centímetros y las piedras, que habían sido acopladas intrincada y hábilmente, estaban adheridas con líquenes y musgo y coronadas por hierbas ondulantes. Formaba una barrera tan antigua y permanente como el promontorio del que parecía ser una prolongación. A ambos lados de la verja había un aviso pintado en una tabla. El de la izquierda era más nuevo y rezaba así:

POR CARIDAD, RESPETEN NUESTRA INTIMIDAD

El de la derecha resultaba más didáctico; las letras estaban descoloridas, pero eran más profesionales.

PROHIBIDO EL PASO

TERRENO ESTRICTAMENTE PRIVADO

ACANTILADOS PELIGROSOS, NO HAY ACCESO A LA PLAYA

SE AVISA A LA GRÚA

Debajo del cartel había un gran buzón.

Dalgliesh pensó que cualquier automovilista que no se dejara convencer por aquella mezcla de súplica, advertencia y amenaza vacilaría antes de poner en peligro los amortiguadores de su coche. Al otro lado de la verja el camino sufría un grave deterioro y el contraste entre la relativa suavidad de la carretera y el pedregoso sendero que nacía allí constituía un factor disuasivo casi simbólico. También el portalón, aunque no estaba cerrado con llave, presentaba un grueso cerrojo de intrincado funcionamiento cuya manipulación proporcionaba al intruso bastante tiempo en el cual arrepentirse de su temeridad. Todavía débil, Dalgliesh empujó la verja con cierta dificultad. Cuando la hubo atravesado y cerrado de nuevo experimentó la sensación de haber acometido una empresa todavía imperfectamente comprendida y probablemente imprudente. No le hubiera extrañado que el problema no tuviera la más mínima relación con lo que él sabía hacer, que fuera algo que sólo en la imaginación de un ingenuo anciano -que quizá se estuviera volviendo senil- podía ser solucionado por un policía. Pero al menos tenía un objetivo inmediato. Regresaba, aunque con reticencia, a un mundo en el que los seres humanos tenían problemas, trabajaban, amaban, odiaban, buscaban la felicidad, y, puesto que la profesión que había decidido abandonar proseguiría pese a su deserción, asesinaban y eran asesinados.

Antes de entrar nuevamente en el coche, le llamó la atención un ramillete de flores desconocidas. Las pálidas cabezuelas rosáceas se alzaban de una alfombrilla de musgo que cubría el muro y temblaban delicadamente con la ligera brisa que soplaba. Dalgliesh se aproximó y permaneció inmóvil observando en silencio su humilde belleza. Por primera vez percibió el penetrante olor medio ilusorio a sal marina. El aire cálido y suave le acariciaba la piel. De repente, se sintió invadido por la felicidad y, como ocurre siempre en estos momentos transitorios, intrigado por la naturaleza puramente física de su alegría, que avanzaba por sus venas como una suave efervescencia. Incluso analizar su naturaleza era perderla en cierto grado. Pero la identificó por lo que era, la primera indicación clara desde su enfermedad de que la vida podía ser buena.

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