Vicente Blasco Ibáñez - La araña negra, t. 9
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Vicente Blasco Ibáñez
La araña negra, t. 9/9
NOVENA PARTE
EN PARIS (CONTINUACIÓN)
IX
El entierro de Alvarez
Estaba Zarzoso leyendo la sección de noticias de un periódico de la noche y se disponía ya a acostarse, en vista de que los relojes de la plaza del Pantheón acababan de dar la una de la madrugada.
Las caídas cortinas del lecho ocultaban a Judith, que roncaba con bastante estrépito, y la luz del quinqué crepitaba de un modo alarmante, dando a entender que estaba próxima a apagarse por falta de petróleo que alimentase su llama.
Sonaron atropellados pasos en el pasadizo que conducía a la habitación, y Zarzoso, sin poder explicarse el motivo, sintió cierto sobresalto, pues sus nervios se hallaban muy excitados a causa de una reyerta que había tenido con la hermosa rubia, antes de acostarse ésta.
Llamaron a la puerta con dos suaves golpes, y el joven se apresuró a abrir, presintiendo que algo grave ocurría. En la penumbra del pasillo percibió a Agramunt, que parecía haberse vestido apresuradamente momentos antes, pues todavía se estaba abrochando el chaleco, y llevaba la corbata sin anudar. Tras él aparecía un viejo, de aspecto ordinario, que mostraba ser por su aire un portero de casa pobre.
Agramunt hablaba con voz queda y acento misterioso.
– ¿Estás solo, Juanito? – preguntó – . ¿Duerme Judith?
Zarzoso contestó con un gesto afirmativo, y entonces su amigo se apresuró a decir:
– Toma el sombrero y vámonos inmediatamente. Ocurre una cosa grave, una desgracia.
– ¿Qué es? – se apresuró a preguntar Zarzoso.
– Vámonos en seguida, ya te lo contaré por el camino.
Y mientras que Zarzoso, de puntillas, para no despertar a su querida, buscaba el sombrero y el gabán, Agramunt le decía en voz baja:
– Acaba de venir a buscarme este buen hombre, el portero de la calle del Sena. Don Esteban está gravísimo; una dolencia mortal. Creo que ya debe haber expirado hace rato.
Y el joven escritor decía esto convencido de que su viejo amigo hacía ya mucho tiempo que había muerto, pues conocía el carácter de Perico, su antiguo criado, y comprendía que muy terrible debía ser el suceso para que se decidiera a avisar a los amigos.
Zarzoso acabó de arreglarse y, de puntillas, salió de la habitación, sin que se apercibiera de su marcha Judith, que seguía roncando.
Los tres hombres, al estar en la calle, apresuraron la marcha, como si alguien les persiguiera, y jadeantes y sudorosos llegaron a la casa de la calle del Sena, en la que reinaba gran agitación.
En la escalera tropezaron con el comisario de Policía del distrito y sus empleados, a los que había ido a llamar la mujer del conserje, en vista de lo repentino de aquel fallecimiento.
Perico estaba desolado, y con ese gesto de estupidez que proporciona una desgracia tan abrumadora como inesperada, iba de un lado para otro, con la inconsciencia del loco, por todas las habitaciones de la casa, dando de vez en cuando lastimeros mugidos para desahogar su pecho de hércules, agitado por torrentes de llanto que pugnaban por salir y no podían.
Casi en el centro del salón, frente a la chimenea donde humeaban algunos tizones, y de aquel retrato de la mujer adorada, yacía el cadáver de Alvarez, como enorme masa que sólo alumbraba, en parte, la luz del quinqué puesto sobre la mesa de trabajo.
Estaba tendido de espaldas, con los brazos casi en cruz, y en su rostro, qué rápidamente iba adquiriendo un tono violáceo, brillaban sus ojos, desmesuradamente abiertos, como si aún persistiera en el cadáver la sorpresa que le causó sentir una muerte que llegaba rápida e instantáneamente, como el rayo.
Perico, que se había colocado junto a los dos amigos, hablaba lentamente, cortando sus palabras con suspiros penosos, y rehuía la vista del cuerpo de su señor, como si temiera caer en un nuevo acceso de desesperación a la vista de aquel cadáver que en vida fué lo que él más quiso.
¿Quién iba a esperar aquello? El señor, antes de comer, había ido al café de Cluny a pasar un rato, y volvió cerca de las ocho, cuando él ya estaba arreglando la mesa.
Parecía más decaído y triste que de costumbre; comió silenciosamente, dando de vez en cuando suspiros que alarmaban a Perico, y después de levantado el mantel, comenzó a hablar del pasado a su sirviente y de la posibilidad de que él muriera en plazo breve y cuando menos lo esperase.
Recordó con dolorosa amargura a la hija que tenía en Madrid; habló de su ingratitud, a pesar de lo cual la amaba cada vez más, y, como consecuencia de todo lo que habló, le dijo así a su antiguo asistente:
– Mira, muchacho: mi hija me odia; buena prueba de ello es que ha roto sus relaciones con ese buen chico de Zarzoso sólo por saber que era amigo mío; pero, al fin y el cabo, es mi hija y no puedo dejarla desamparada, pues sé que, a pesar de que tiene familia, se halla rodeada de enemigos que conspiran contra ella. Si yo pudiera volver a España, velaría por mi María, aunque ella me pagase con la más repugnante ingratitud; pero si yo muero y tú quedas libre para volver a la patria, has de jurarme que vivirás cerca de ella, que velarás por su tranquilidad y que la defenderás en cuantos peligros pueda correr. ¿Lo juras así?
Perico prometió todo cuanto su amo quiso exigirle. El estaba dispuesto a obedecer a don Esteban más allá aún de la tumba, y muerto su señor quedaba libre y podía abandonar París para cumplir esta última voluntad; pero lo que él no sospechaba es que el fin de la existencia de su amo estuviera tan próximo como éste lo presentía.
Don Esteban tuvo frío y se sentó junto a la chimenea, permaneciendo allí hasta cerca de media noche.
Su criado, que estaba en el comedor, le oyó varias veces suspirar, murmurando palabras que él no comprendía.
– “¡Yo soy el responsable de ese rompimiento!”, decía con acento quejumbroso. “¡Yo soy el autor de la degradación de ese joven!”
Era ya cerca de media noche, cuando sonó en el salón un suspiro sordo, pero tan angustioso, que a Perico, según su propia expresión, le puso los cabellos de punta.
Entró apresuradamente en la gran sala y aún pudo ver a su señor que acababa de levantarse del sillón y que, tambaleándose, con las manos puestas en el pecho, como si pretendiera abrírselo en un fiero arranque de angustia, anduvo dos o tres pasos para caer después desplomado.
Cuando Perico, a pesar de su dolorosa sorpresa, se convenció de que su señor había muerto, pidió socorro a los porteros; y mientras el marido iba en busca de los dos amigos del difunto que vivían más próximos, la mujer se dirigió a la Comisaría del barrio para que se instruyeran las diligencias propias del caso. El médico oficial, que debía de volver al día siguiente a practicar la autopsia, manifestó que don Esteban había muerto a consecuencia de la ruptura de un aneurisma que se le había formado hacía ya mucho tiempo.
Los dos amigos, en vista del aturdimiento de Perico, se encargaron de todas las gestiones que era necesario hacer en tales circunstancias.
Agramunt redactó unas cuantas líneas para los periódicos de la mañana, anunciando la muerte de aquel emigrado que había perecido en la obscuridad a pesar de haber desempeñado altos cargos; y mientras el portero iba a llevarlas a las Redacciones, él, impulsado por su actividad de buen muchacho servicial, salió para ir a una Agencia de pompas fúnebres, a arreglar lo concerniente al entierro, que se había de verificar al día siguiente, a las tres de la tarde.
Zarzoso se quedó solo en el salón, frente al abandonado cadáver de Alvarez, mientras Perico, fuera, en el comedor, disputaba con la vieja portera, que, en vista de su angustia, quería hacerle tragar algunas tisanas para calmarle.
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