Pearly Boy se puso todavía más pálido.
– ¡Me lo deberá! -dijo desafiante, parpadeando.
Monk sonrió.
– Ya te lo he dicho, me olvidaré de ti…, hasta cierto punto. Te pondré el último en vez del primero en la lista de casos pendientes.
Pearly Boy soltó una obscenidad entre dientes.
– ¿Cómo dices?-le espetó Monk.
– Lo encontraré -contestó Pearly Boy.
De repente Monk se mostró muy gentil.
– Gracias. Será por tu bien.
Pero al marcharse, los sentimientos de Monk eran confusos.
Caminaba con cautela por la calle estrecha, manteniéndose en medio, separado de las entradas de los callejones y de los portales.
¿Qué diferencia había entre un chantaje y otro? ¿Era cualitativa o tan sólo cuantitativa? ¿El fin lo justificaba?
Ni siquiera tuvo que pensarlo. Si pudiese haber salvado a cualquier niño de las garras de Phillips valiéndose del gusto de un hombre por degradar a niños a fin de obligarle a proteger al menos a una de sus víctimas, lo habría hecho sin detenerse a pensar en la moralidad del asunto. Ahora bien, ¿eso lo convertía en un buen policía? Se sentía incómodo, desdichado, dubitativo en cuanto a su criterio, y más cerca de Durban que nunca. Pero se trataba de una proximidad causada por el sentimiento, la ira y la vulnerabilidad. No acababa de ver la moralidad de todo ello.
Y, por supuesto, cuando Durban hubo muerto a principios de año, Reilly se había quedado sin protección. Había quedado expuesto a la voluntad de Phillips. La mera idea llenó de angustia a Monk mientras salía del callejón al viento y el sol de los muelles.
Rathbone se sentó a cenar curiosamente falto de apetito. El comedor era hermoso, y su sobria elegancia original había mejorado mucho desde la llegada de Margaret a la casa. No estaba muy seguro de qué había cambiado en concreto, pero fuera lo que fuese, ahora resultaba más acogedor que antes. La mesa de caoba tenía las mismas líneas depuradas, el techo conservaba las molduras de yeso que reproducían hojas de acanto. Las cortinas azules y blancas eran nuevas, mucho menos pesadas que las anteriores. Había toques de oro aquí y allá, y un jarrón con rosas de un delicado tono sobre la mesa. Todo ello aportaba calidez y ligereza a la estancia, que se notaba más vivida.
Tomó aire para darle las gracias a Margaret ya que, por supuesto, era ella quien había introducido esos cambios, pero entonces dejó escapar la ocasión y, en cambio, comió un poco más de pescado. Sonaría artificioso, como si hubiese buscado alguna cortesía que decir. Deberían estar conversando sobre cosas reales, no sobre trivialidades como las cortinas y las flores.
Margaret se concentraba en su comida, con la vista en el plato. ¿Debería hacerle un cumplido? Era ella quien había contratado a la cocinera, ¿en qué estaba pensando para fruncir ligeramente el entrecejo como hacía? ¿Sabía acaso lo que a él no paraba de darle vueltas en la cabeza? Había estado orgullosa de que venciera en el caso de Phillips. Recordaba su rostro radiante, el modo en que caminó, con la cabeza bien alta, incluso la espalda un poco más erguida que de costumbre. ¿Fue por su inteligencia? ¿Tanto le importaba la habilidad? ¿Más que la sabiduría? ¿Fue porque estaba en el lado de los vencedores y Hester había perdido?
¿O no se había sentido orgullosa en absoluto, y supo disimularlo mediante aquella pequeña muestra de desafío? ¿Y la lealtad? ¿Fue para con él o para con su propio padre? ¿Acaso sabía que era su padre quien había defendido a Phillips, si bien indirectamente? ¿Tenía la menor idea de cómo era Phillips en verdad? Rathbone apenas estaba comenzando a hacerse cargo de ello. ¿Cómo iba ella a saber más? Y si Margaret era capaz de ser leal, ¿no debería pagarle con la misma moneda?
Se terminó el pescado.
– No sé exactamente qué cambios se han hecho en esta habitación-dijo en voz alta-, pero ahora es mucho más agradable comer aquí. Me gusta.
Margaret levantó la vista enseguida, mirándolo inquisitivamente.
– ¿En serio? Me alegro. Sólo han sido unos detalles.
– A veces las cosas pequeñas son las que marcan la diferencia entre lo bello y lo ordinario -contestó Rathbone.
– ¿O entre el bien y el mal? -preguntó Margaret-. Pequeños para empezar.
Aquella conversación se estaba adentrando en un derrotero que Rathbone no deseaba porque apuntaba hacia un tema que le incomodaría discutir con sinceridad, así como a zonas en las que no estaba seguro del terreno que pisaba y por las que prefería no navegar.
– Eso es demasiado filosófico. -Bajó la vista al plato-. Un tanto excesivo para el plato de pescado -agregó, esbozando una sonrisa.
– ¿Preferirías abordarlo con la carne? -preguntó Margaret, sin alterar lo más mínimo la voz. A Rathbone se le ocurrió que Hester le habría dicho que no fuese pedante y que habría seguido adelante con la conversación sin arredrarse. Ése fue uno de los motivos por los que había vacilado en pedirle que se casara con él, optando por la comodidad que le ofrecía Margaret.
– Dudo de que conozca el origen del bien y el mal para poder debatir sobre ello como es debido -dijo con franqueza-. Pero si lo deseas, supongo que podría intentarlo.
Lo dijo con intención de disuadirla, de hacerle saber, sin rechazarla de plano, que lo haría contra su voluntad. Margaret condescendería; llevaban suficiente tiempo casados como para saber que reaccionaría así, pues así era como su madre le había enseñado a conservar la consideración de su marido.
Hester le habría dado una respuesta que lo habría herido en lo más vivo, dejando la herida abierta…, y haciéndole sentir vivo. Tal vez no siempre habría confiado en que ella fuese la dama ideal a juicio de la señora Ballinger. Desde luego no habría encajado en su vida como lo hacía Margaret, siempre dispuesta a brindarle su apoyo, a creer en él, y sin ponerlo nunca en una situación embarazosa. En todo momento le habría preocupado lo que Hester pudiera hacer o decir, las causas que abrazaría, a quienes ofendería si eran lo bastante crueles o estúpidos para darle pie a hacerlo. Pero…, interrumpió el hilo de su pensamiento. No debía seguirlo; ni ahora, ni nunca.
Se obligó a mirar a Margaret. Tenía la cabeza gacha, pero percibió su movimiento y volvió a levantar la vista.
– Por hoy ya he comparado bastante el bien y el mal, querida -dijo Rathbone en voz baja-. Soy capaz de entender buena parte de ambas cosas, así como el coste de cada una de ellas. Preferiría, con mucho, poder hablar contigo de algo más agradable, o al menos lleno de escollos y fracasos, y de equivocaciones que vemos cuando ya es tarde para enmendarlas.
El semblante de Margaret mostró preocupación.
– Perdona. Yo también preferiría algo más agradable. He pasado todo el día tratando de recaudar fondos para la clínica, acudiendo a personas que tienen mucho más dinero del que necesitan pero que siguen necesitando más cosas. Muchas mujeres se visten de alta costura no para agradar al hombre que aman, sino para fastidiar a las mujeres que temen.
Pese a no ser su intención, Rathbone se encontró sonriendo. Parte de su tensión se relajó. Estaban avanzando hacia terreno más seguro.
– Me pregunto si tienen idea de que las hayas observado con tanta perspicacia -comentó.
Margaret se mostró alarmada, aunque no sin un destello de humor.
– ¡Dios mío, espero que no! Bastante me eluden ya ahora, sabiendo que voy a pedirles dinero en cuanto tenga ocasión; a veces en lugares donde les será muy difícil negarse.
Rathbone abrió exageradamente los ojos.
– No me había dado cuenta de que fueras tan despiadada.
– No tenías por qué -repuso Margaret.
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