– De modo que alguien lo protege -dijo Monk agriamente-. También lo pillaré. Y conservaré las botas.
Smiler soltó una especie de ladrido, lo que en él equivalía a una carcajada.
– Ni siquiera sabe de quién habla. Y antes de que se ponga a amenazarme como hizo Durban, sepa que me guardo muy mucho de intentar saber nada. La oferta por las botas sigue en pie.
– ¿Quién es Mary Webber?
– ¡Por Dios, no! ¿Usted también? -Smiler puso los ojos en blanco-. No tengo ni idea. No había oído hablar de ella hasta que Durban vino amenazando a todo el mundo con Dios sabe qué si no se lo decíamos. ¡No lo sé! -Levantó la voz bruscamente, ofendido-. ¿Lo capta? ¡No lo sé! Y ahora tengo que atender el negocio, así que largo de aquí antes de que le eche al perro…, por accidente, digamos. Lo tengo atado con una cadena, pero a veces pienso que no es lo bastante resistente. No es culpa mía. Aunque eso no le servirá a. usted de mucho.
Monk se batió en retirada, con mil pensamientos en mente. Estaba bastante seguro de que Smiler mentiría si le convenía, pero lo que le había contado encajaba muy bien con cuanto Monk sabía.
Durban no era el hombre simple que Monk había creído que era, y que había deseado que fuese.
Cruzó la calle y se dirigió de regreso a Shadwell High Street.
No obstante, Monk recordaba vividamente al hombre que había conocido: su paciencia, su franqueza, el modo en que no dudaba en compartir comida y abrigo, su optimismo, su compasión por los más desdichados. ¿Acaso era todo mentira, incluso su risa?
En tal caso, lo mismo valía para cualquiera. ¿Qué era la lealtad, amén de ceguera y esperanza? ¿Sólo lo que necesitabas creer para aplacar tus ansias?
Y, por otra parte, ¿cómo había sido él mismo años antes? Desde luego no querría que sus amigos actuales lo supieran. No se lo había ocultado deliberadamente a nadie porque ni siquiera él lo sabía. ¡Pero lo habría hecho! Incluso a Hester. Tal vez no los aspectos más relevantes, pero sí los pequeños autoengaños, los actos violentos, la mezquindad. ¿Y si había más cosas que simplemente no recordaba?
¿Por qué tenía que perturbarle tanto que Durban hubiese rozado los límites de la ley? ¡Y si Monk seguía el mismo camino, Phillips ganaría otra vez! No era de extrañar que sonriera en el banquillo cuando dieron el veredicto. Estaba saboreando el summum del poder, y además a sabiendas.
¿Pero sobre quién más lo ejercía? ¿Sobre los hombres que se permitían satisfacer su apetito por la extraña excitación que él les ofrecía, la contemplación de niños asustados, torturados, coaccionados a desnudarse y violarse entre sí? ¿Fotografías? ¿Por qué, en nombre de Dios? ¿Qué apetito se saciaba con tales cosas?
Aborrecía el abuso deshonesto de mujeres, pero entendía las necesidades que lo causaban, al menos en parte. Pocos se habrían preocupado si se hubiese tratado de niñas, menos aún si hubiesen sido mujeres. Pero abusar de niños era muy diferente: la homosexualidad era ilegal. Esos hombres serían víctimas de Phillips por partida doble. No tendrían más opción que pagarle, si no querían que sacara a la luz su secreto.
Se estremeció pese al sol que refulgía en el agua y a la calidez reinante. A lo lejos se oía la música de un organillo que no alcanzaba a ver.
Qué infierno tan terrible debían vivir esos hombres que caían tan bajo. Pero en parte ellos mismos se lo habían buscado. Los niños como Fig, y tal vez Reilly, y cuantos otros cuyos nombres jamás llegaría a conocer, no habían tenido elección ni más posibilidad de escapar que la muerte.
No era de extrañar que Durban hubiese hecho todo lo posible por capturar a Phillips para que lo ahorcaran, incluso a costa de saltarse un poco las reglas. Como tampoco que los hombres que ya habían pagado tanto volvieran a pagar para proteger a quien los proveía y atormentaba. Eso añadía nuevas capas al concepto de corrupción.
¿Quién había pagado a Oliver Rathbone para que defendiera a aquel hombre en el juicio? ¿Por qué? ¿Para protegerse a sí mismo o a alguien a quien amaba, quizás un hijo o un hermano? ¿Tan distinto era eso de lo que Monk hacía ahora en su intento desesperado por proteger a Durban? Pues en verdad estaba desesperado. Era consciente del sentimiento que lo embargaba, desviando sus pensamientos y agarrotándole los músculos. ¿Cuánto de uno mismo estaba turbiamente vinculado a otra persona?
Monk había llegado al muelle, no lejos de Wapping. La marea estaba subiendo y el agua lamía los escalones de piedra, ascendiendo poco a poco. Olía mal, pero ya se había acostumbrado a su olor y lo recibió con agrado. Aquélla era la mayor vía marítima del mundo, hermosa y terrible a la vez. De noche su pobreza y suciedad quedaban ocultas. Luces de barcos procedentes de África y el Polo, de China y Barbados, bailaban al ritmo de las mareas. La ciudad, con sus cúpulas y torres, se perfilaba en negro contra el firmamento estrellado.
Al amanecer surgiría la bruma, suavizada por aguas plateadas que correrían resplandecientes. Había momentos durante el fuego del ocaso en que podría ser Venecia, la cúpula de San Pablo sobre las sombras cual palacio de mármol flotando en la laguna hacia las rutas de la seda de Oriente.
Las rutas marítimas del mundo confluían allí: la gloria, la miseria, el heroísmo y el vicio de la humanidad entera, mezclados con las riquezas de todas las naciones conocidas por el hombre.
Se enfrentó a la pregunta deliberadamente.
¿Qué habría hecho él mismo si quien corriera el riesgo de ver arruinada su vida por Phillips fuese alguien a quien amaba? ¿Le habría protegido? Creer en tus ideales era una cosa, pero cuando se trataba de un ser humano que confiaba en ti, y quizá más profundo que eso, que te había amado y protegido en tus horas de necesidad, las cosas cambiaban. ¿Cabía darle la espalda? ¿Acaso la propia conciencia era más valiosa que su vida?
¿Debías lealtad a los muertos? ¡Sí, por supuesto que sí! No olvidabas a alguien en cuanto exhalaba el último suspiro.
Recorrió con la vista el perfil de la ciudad de norte a sur y al otro lado de la masa de agua. Aquélla era una ciudad de recuerdos, construida por los grandes hombres y mujeres del pasado. Los hombres de forma más evidente, ¿pero quién sabía hasta qué punto fueron el amor, la confianza, la visión de las mujeres los que los alentaron, enardeciendo su fe en sí mismos para que hicieran realidad sus sueños?
¿Cómo medir el amor que no mide ni alcanza los límites de sí mismo?
* * *
En torno a media tarde del día siguiente, Monk estaba frente al perista conocido como Pearly Boy. Hacía tanto tiempo que todo el mundo lo llamaba así que ya nadie recordaba su verdadero nombre, aunque sólo después de la muerte de Fat Man el invierno anterior había conseguido hacerse con un pedazo realmente grande del negocio del río, prosperando hasta acumular la riqueza que ahora poseía.
Era enjuto y de facciones delicadas, y llevaba el pelo bastante largo. Siempre hablaba a media voz, con un ligero ceceo, y nadie lo había visto nunca sin su peculiar chaleco bordado con cientos de perlas relucientes, ni en verano ni en invierno. Era el último hombre que uno esperaría que tuviera fama de despiadado, no sólo a la hora de negociar sino también, en caso necesario, con la navaja; con las cachas de nácar, por supuesto.
Estaban sentados en el despacho de la tienda que regentaba Pearly Boy en Limehouse. En apariencia vendía instrumentos de navegación: brújulas, sextantes, cuadrantes, cronómetros, barómetros, astrolabios. Dispuestos en orden sobre una mesa había todo un surtido de compases y reglas paralelas. Pero el principal negocio de Pearly Boy tenía lugar en la trastienda, y consistía mayormente en el tráfico de joyas y objets d'art, cuadros, tallas, adornos con gemas incrustadas, todo ello robado. Ya se había adueñado de casi todo el territorio de Fat Man.
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