Anne Perry -

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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Scuff se quedó paralizado. En torno a sí oía un puñado de idiomas y dialectos que resonaban en la sala principal atestada de hombres que constituían un muestrario completo de colores de piel y facciones.

Monk le tiró de la mano para sacarlo de su ensimismamiento y casi lo arrastró hacia el hombre que andaba buscando: un marino indio, oriundo de Madras, que al parecer había dado información a Durban varias veces.

– Oh, sí, señor, sí-afirmó el indio cuando Monk le preguntó-. Claro que hablé con el señor Durban en varias ocasiones. Quería apresar a un hombre muy malo, lo cual resulta singularmente difícil cuando el hombre en cuestión está protegido por el hecho de utilizar a niños que están demasiado asustados para denunciarlo.

– ¿Por qué lo interrogó a usted? -preguntó Monk sin más preámbulo. El indio enarcó las cejas.

– Conozco a ciertos hombres, ¿entiende? No por gusto, claro está, sino por negocios. El señor Durban pensaba que quizá yo estuviera enterado de alguna… ¿Cómo expresarlo? ¿Debilidad? ¿Me comprende, señor?

Monk no tenía tiempo ni paciencia para andarse con lindezas.

– ¿Clientes del barco de Phillips?

El indio hizo una mueca ante la brusquedad de Monk.

– Exacto. Me pareció que creía que algunos de esos hombres tenían mucha influencia en lo que atañía a que la ley interviniera en esos asuntos y, como es natural, un imperioso deseo de que todo ello siguiera siendo una cuestión privada.

– ¿Entre Phillips, esos caballeros y los niños de los que abusaban? -preguntó Monk crudamente.

– En efecto. Veo que me ha entendido a la perfección.

– ¿Y usted pudo ayudarle?

El indio se encogió de hombros.

– Le di nombres y ejemplos, pero no tengo pruebas.

– ¿Qué nombres? -dijo Monk con apremio.

– Los de ciertos capitanes de puerto, funcionarios de aduanas, el propietario de un burdel, un comerciante que también es perista aunque casi nadie lo sabe. Otro nombre que buscaba era el de un capitán de barco que se estableció en tierra y montó su propio negocio de importación. Amigo de un recaudador de Hacienda, según dijo el señor Durban.

– Eso suena más a evasión de impuestos que a cualquier cosa que tenga que ver con Phillips -contestó Monk.

– Oh, sí que guardaba relación con Phillips -insistió el indio-. El señor Durban casi lo atrapó en dos o tres ocasiones. Luego las pruebas se esfumaron como la bruma matutina cuando sale el sol. Puedes ver cómo ocurre, pero siempre se te escurre entre los dedos, ¿entiende? -Negó con la cabeza-. Lo que vende el señor Phillips no es barato, al menos lo que vende en su sucio barquito. Los hombres que lo compran tienen mucho dinero, y el dinero viene del poder. Por eso es tan difícil echar la soga al cuello del señor Phillips.

Monk hizo más preguntas y el indio se las contestó, pero cuando se levantó para irse, seguido de cerca por Scuff, no tuvo claro que hubiese averiguado nada nuevo. Había toda clase de hombres implicados, y al menos algunos de ellos tenían el poder suficiente para proteger a Phillips de la Policía Fluvial.

– Más vale que se ande con ojo -dijo Scuff, con la voz tensa y un poco aguda por la inquietud. Había renunciado a intentar aparentar que no tenía miedo. Caminaba al lado de Monk, dando un saltito de vez en cuando para compensar su zancada más corta-. Los de Hacienda son unos malvados. Como vayan a por ti nunca dejarás de tener problemas. A lo mejor el señor Durban se echó para atrás por eso, ¿no?

– Tal vez -dijo Monk.

El día siguiente Scuff acompañó a Orme, y Monk salió solo en busca de los pocos amigos y confidentes que se había ganado durante el breve periodo que llevaba en el río.

Comenzó por Smiler Hobbs, un adusto norteño cuyo rostro lúgubre era el motivo de su irónico apodo [6].

– ¿Qué quiere ahora? -preguntó Smiler en cuanto Monk entró en la casa de empeños y cerró la puerta a sus espaldas-. No tengo nada robado, y no se quede ahí plantado como el castigo del Todopoderoso. Me espanta a la clientela. Lo suyo es peor que construir junto a un estercolero.

– Buenos días también para usted, Smiler -respondió Monk, abriéndose paso entre los montones de ollas y sartenes, instrumentos musicales, planchas, varias sillas y un sinfín de piezas sueltas de porcelana-. Me marcharé en cuanto averigüe lo que quiero saber.

Smiler lo fulminó con la mirada.

– Pues entonces tendrá que esperar mucho, porque no tengo nada robado y no sé nada de nada.

– Por supuesto que no. Y en cuanto a lo que no tiene, me trae sin cuidado -respondió Monk.

Smiler se mostró sorprendido y luego entrecerró los ojos. Monk se quedó exactamente donde estaba.

– Aunque siempre podría despertárseme el interés -comentó-. Ahí tiene un hermoso sextante. Lástima que no esté en el mar prestando un buen servicio.

La expresión de Smiler se tornó aún más sombría, como si estuviera contemplando un desastre sin remedio.

– ¿Qué quiere?

– Cuando el señor Durban intentaba demostrar que Jericho Phillips era responsable de la muerte del niño, ¿habló con usted? -preguntó Monk.

– ¿La muerte de qué niño? -replicó Smiler.

Monk estuvo a punto de espetarle el nombre de Fig, pero entonces vislumbró una oportunidad mejor y la aprovechó.

– Reilly -contestó-. O cualquiera de los otros.

– No me acuerdo del nombre de ningún niño en concreto. Preguntó a todo bicho viviente -dijo Smiler-. Como le he dicho, no sé nada sobre eso ni sobre nada más. Compro cosas a gente que necesita venderlas y vendo cosas que otros necesitan comprar. Digamos que es un servicio público.

– Eso ya lo sé. Yo necesito información.

– ¡He dicho vender! No estoy para regalar nada.

– Yo tampoco -advirtió Monk-. Al menos no lo hago a menudo. Usted dígame lo que quiero saber y le pagaré no volviendo aquí para hacerle más preguntas.

Smiler torció hacia abajo las comisuras de los labios hasta que su rostro fue una máscara de tragedia.

– Es de la misma calaña que Durban, ¿verdad? Pilla a los mindundis y los estruja, mientras los sujetos como Phillips, Pearly Boy y Fat Man cortan el cuello a la gente como si fueran ratas, ¿y qué hacen ustedes al respecto? ¡Nada! ¡Maldita sea! ¡Absolutamente nada!

– Fat Man está muerto -le dijo Monk.

– ¿Ah, sí? Quizá… -dijo Smiler escéptico.

– Sin lugar a dudas -respondió Monk sinceramente-. Vi cómo se hundía con mis propios ojos, y me consta que no volvió a emerger.

Smiler dejó escapar un prolongado suspiro.

– Pues entonces, por una vez hizo usted algo bien. Aunque el arresto de Phillips no pudo hacerse peor. Supongo que alguien lo manipuló, igual que manipularon a Durban. No se puede vencer al diablo. Ya se dará cuenta, si vive lo suficiente. -Volvió a suspirar-. Cosa que dudo.

Monk tragó saliva.

– ¿Quién manipuló a Durban?

– ¿Cómo quiere que lo sepa? -dijo Smiler con tristeza-. Capitanes de puerto, magistrados [7], hombres con dinero que andan metidos en política. Estibadores; por lo que sé, incluso jueces. Cortas un brazo y mientras buscas el segundo, el primero vuelve a crecer. No vencerá. Acabará muerto, igual que Durban. A nadie le importará. Dirán que era un loco, y no les faltará razón.

– ¡No podrán decir que no lo intenté!

Smiler hizo una mueca exagerada, torciendo los labios hacia abajo.

– ¿Y de qué le va a servir en la tumba?

– Voy a lograr que ahorquen a Phillips, se lo prometo -dijo Monk en un arrebato. En su fuero interno bullía la ira y rememoró el rostro socarrón de Phillips en el banquillo cuando el jurado dio el veredicto.

– Si lo atrapa, más vale que lo degüelle -le aconsejó Smiler-. No lo pillará por las buenas; Durban tampoco lo consiguió. Le daba caza como un terrier a una rata y de golpe y porrazo se echó para atrás como si lo hubiera mordido. Luego, al cabo de seis meses, volvió a ir a por él. Después, cuando nadie se lo esperaba, le quitó la mano de encima y lo dejó en paz como si fuese el amo del río. Durban no llevaba la voz cantante, eso se lo puedo asegurar. Y usted tampoco lo hará, por más tono que se dé con su abrigo y sus botas de calidad. Acabará igual que él, mordiéndose la cola. Le daré diez chelines por las botas, si no las estropea.

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