Anne Perry -

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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Se quedaron frente a frente bajo el sol y el viento, envueltos por el olor de la marea y el chapoteo del agua.

– ¿Qué le llevó a pensar que ya se conocían? -preguntó Monk. Sólo era parte de la pregunta, con lo cual permitía que Orme evitara la respuesta si quería.

Orme carraspeó. Se relajó tan ligeramente que apenas fue perceptible.

– Lo que decían, señor. No recuerdo las palabras exactas. Algo sobre lo que sabían y recordaban, esa clase de cosas.

Monk pensó en preguntarle si se conocían desde hacía mucho tiempo, desde la juventud, tal vez, y luego decidió no hacerlo. Orme sólo diría que no había oído nada en ese sentido. Monk lo comprendió. La respuesta estaba en el agua, el frío y el odio de Phillips. La prostituta que había hablado con Hester no mentía.

– Gracias, señor Orme -dijo en voz baja-. Aprecio su sinceridad.

– Sí, señor.

Orme por fin se relajó.

Ambos dieron media vuelta y regresaron a Wapping.

* * *

Durante los dos días siguientes Monk sólo pasó por la Comisaría de Wapping para seguir el hilo de la labor policial que efectuaban sus hombres. Aunque a regañadientes, llevaba a Scuff con él. Scuff estaba encantado. Era bastante consciente de que, en buena medida, los recados que habían hecho hasta entonces tenían el objetivo oculto de velar por su seguridad; en realidad no eran urgentes. Monk creía haber actuado con tacto y se quedó un tanto perplejo al constatar que Scuff le había leído el pensamiento tan fácilmente. Por descontado, no podía ni quería disculparse, al menos no abiertamente, pero sería menos torpe en el futuro, o lo intentaría, pues Scuff estaba más que resuelto a demostrar su valía y su capacidad no sólo para cuidar de sí mismo sino también de Monk.

Su camino se cruzó en varias ocasiones con el de Durban. Éste había averiguado los nombres de casi una docena de niños de distintas edades que habían terminado a cargo de Phillips. Seguro que entre ellos habría al menos dos o tres dispuestos a testificar contra él.

Siguieron un rastro tras otro, recorriendo de arriba abajo ambas orillas del río, interrogando apersonas, buscando a otras.

En cierto punto Monk se encontró en un hermoso edificio del muelle de Legal Quay. Entró con Scuff en una sala revestida de paneles de madera, con las mesas enceradas y el entarimado desigual a causa del desgaste de miles de pisadas a lo largo de un siglo y medio. Olía a tabaco y a ron, y casi tuvo la impresión de poder oír antiguas discusiones que narraban la historia del río reverberando en el aire viciado.

Scuff miraba en derredor con los ojos como platos.

– Nunca había estado en un sitio así -dijo en voz baja-. ¿Qué hacen aquí?

– Discuten asuntos legales -contestó Monk.

– ¿Aquí? Pensaba que eso se hacía en los tribunales.

– Las leyes marítimas -explicó Monk-. Todo lo relacionado con quién puede cargar qué carga, leyes de importación y exportación, pesos y medidas, salvamentos en el mar, esa clase de cosas. Quién descarga y qué impuestos debe pagar a Hacienda.

Scuff hizo una mueca de asco, torciendo las comisuras de los labios hacia abajo.

– Menudo atajo de ladrones -respondió-. No debería creerse ni pizca de lo que le digan.

– Hemos venido en busca de un hombre cuya hija falleció y su nieto desapareció. Trabaja aquí de oficinista.

Dieron con el oficinista: un cincuentón de semblante triste y expresión amargada.

– ¿Cómo quiere que lo sepa? -dijo con abatimiento cuando Monk comenzó su interrogatorio-. El señor Durban me hizo las mismas preguntas y yo le di las mismas respuestas. Al marido de Molí lo mataron en el puerto cuando Billy tenía cosa de un año. Volvió a casarse con un bestia que la trataba fatal. Golpeaba a Billy hasta romperle los huesos, pobre chiquillo. -Se había puesto pálido y su mirada era de desdicha a causa del recuerdo y de su propia impotencia para alterarlo-. Yo no podía hacer nada. Me rompió el brazo la vez que lo intenté. Estuve dos meses de baja. Casi me muero de hambre.

»Billy se escapó cuando tenía unos cinco años. Me dijeron que Phillips se había hecho cargo de él y que le daba de comer regularmente, que no pasaba frío y dormía en una cama, y, que yo sepa, nunca le pegó. Dejé las cosas como estaban; tal como le dije al señor Durban, el chico estaba mejor que antes. Mejor aquello que nada.

– ¿Qué fue de Molí? -preguntó Monk, y acto seguido se arrepintió de haberlo hecho.

– Se tiró a la calle, por supuesto -contestó el oficinista-. ¿Qué otra cosa podía hacer? Iba cambiando de sitio para que no la encontrara el marido. Pero la encontró. La mató con una navaja. El señor Durban lo atrapó y lo ahorcaron. -Contuvo las lágrimas-. Fui a ver la ejecución. Di seis peniques al verdugo para que se tomara una copa a mi salud. Pero nunca encontré a Billy.

Monk no contestó. Poco cabía decir que no resultase trillado y, en última instancia, sin sentido. Sin duda había muchos niños como Billy, y Phillips los utilizaba. Ahora bien, ¿sus vidas hubiesen sido mejores o más largas sin él?

Monk y Scuff comieron empanada caliente, sentados en el muelle en medio del barullo de la descarga, contemplando a los gabarreros que iban y venían por el agua. Se precisaba un largo aprendizaje para dominar el manejo de las barcazas, y Monk los observaba con franca admiración. No sólo había destreza sino una gracia especial en el modo en que los hombres se balanceaban, se apoyaban, empujaban, recobraban el equilibrio y volvían a empezar.

Un ruido incesante los envolvía mientras comían su empanada y bebían té en jarros de hojalata. Los cabrestantes chirriaban con gran estrépito de cadenas, los estibadores se gritaban unos a otros, los mozos de cuerda acarreaban barriles, cajas y fardos. De vez en cuando se oía el tintineo de unos arneses y chacoloteo de cascos cuando los caballos retrocedían con pesados carros, cargados hasta los topes, y luego el traqueteo de las ruedas sobre los adoquines. Los intensos y exóticos aromas de las especias y el repulsivo hedor del azúcar sin refinar flotaban de una dársena a otra, mezclados con el penetrante olor a sal, pescado y algas de la marea y, de tanto en tanto, la pestilencia de las pieles sin curtir.

Scuff se volvió hacia Monk un par de veces como si fuera a decir algo, para luego cambiar de opinión. Monk se preguntó si trataba de hallar la manera de decirle que los niños como Billy estaban mucho mejor con Phillips que muertos de frío o hambre en el patio de un almacén.

– Ya lo sé -dijo Monk de repente.

– ¿Qué…? -repuso Scuff, pillado por sorpresa.

– Hay más de un camino. No vamos a lograr que los niños como Billy nos digan nada.

Scuff suspiró y dio otro gran bocado a su empanada.

– ¿Te apetece otro trozo? -le preguntó Monk.

Scuff titubeó, poco acostumbrado a la generosidad y temeroso de abusar de su suerte.

Monk no tenía apetito pero mintió.

– Yo sí. Si vas a buscar uno para mí, también puedes pedir otro para ti.

– Oh. Vaya. -Scuff lo pensó unos instantes y se levantó-. ¿Quiere que también traiga más té?

– Gracias -contestó Monk-. No me vendría mal.

Les llevó más tiempo encontrar a un muchacho dispuesto a hablar con ellos, y finalmente fue Orme quien lo consiguió. Fue en un callejón bastante retirado del agua. El paso era tan estrecho que un hombre alto que extendiera los brazos tocaría ambos lados a la vez, y los aleros de los tejados casi se unían, creando la claustrofóbica sensación de que uno se hallaba en un laberinto de túneles. Las callejas estaban cuajadas de establecimientos: panaderías, proveedores de buques, fabricantes de cuerdas, tabaquerías, casas de empeños, burdeles, pensiones baratas y tabernas. Había entradas a talleres y patios donde se fabricaban, remendaban o se montaban toda suerte de trozos de madera, metal, lona, cuerda o tela que guardara relación con el mar, sus cargamentos y su comercio.

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