Miraba a Monk de manera insulsa, pero sus ojos eran tan fríos como el océano Polar Ártico.
– Siempre es un placer ayudar a la policía -dijo-. ¿Qué es lo que busca, señor Monk? Porque se llama Monk, ¿verdad? He oído hablar de usted, ¿sabe? Su reputación le precede.
Monk no mordió el anzuelo y se abstuvo de preguntar qué había oído decir de él.
– Sí, en efecto -dijo en cambio, asintiendo con la cabeza-. Tenemos algo en común.
Pearly Boy se sorprendió.
– ¿Y eso que sería?
– La reputación -respondió adusto Monk-. Tengo entendido que usted también es un hombre duro.
A Pearly Boy el comentario le pareció divertido. Al principio soltó una risita, pero ésta fue creciendo hasta terminar en sonoras carcajadas de satisfacción. Finalmente paró en seco y se secó las mejillas con un pañuelo muy grande.
– Creo que usted me va a caer bien -dijo, sonriendo abiertamente, con los ojos cual guijarros mojados.
– Lo celebro -dijo Monk, y sonó como si en verdad se congratulara-. Quizá podamos ayudarnos mutuamente.
Pearly Boy entendía aquel lenguaje a la perfección, si bien tendía a reservarse el creerlo.
– Vaya. ¿Cómo es así?
– Tenemos amigos y enemigos en común -explicó Monk.
Pearly Boy estaba interesado. Procuró disimularlo pero no lo consiguió.
– ¿Amigos? -dijo con curiosidad-. ¿Quiénes son sus amigos?
– Comencemos por los enemigos -contestó Monk sonriendo-. Uno de los suyos era Fat Man. -Vio los destellos de odio y triunfo en los ojos de Pearly Boy-. Y también lo era mío -agregó Monk-. Debería darme las gracias de que esté muerto.
Pearly Boy se humedeció los labios.
– Ya lo sé. Me enteré. Ahogado en el cieno de Jacob's Island, según dicen.
– Así es. Mala manera de morir -dijo Monk, agitando la mano-. Podría haber recuperado el cadáver pero no merecía la pena. Recuperé la estatua, que era lo que importaba. Estará la mar de bien allí abajo.
Pearly Boy se estremeció.
– Desde luego, hace honor a su fama de duro -señaló, y Monk no estuvo seguro de si lo decía a modo de cumplido o no.
– Lo soy -admitió Monk-. Busco a varias personas, y no olvido ni las buenas ni las malas jugadas. ¿Quién es Mary Webber?
– Ni idea. Nunca la había oído mentar. Lo cual significa que no se dedica a mi negocio. No es ladrona ni perista ni cliente -sentenció Pearly Boy cansinamente.
Monk no se sorprendió; daba por hecho que la misteriosa mujer no se dedicaba al trapicheo.
– También busco a un chaval que se llama Reilly, y no sólo eso, busco a quien se vio forzado a cuidar de él, encargándose de que nadie le hiciera daño.
Pearly Boy abrió unos ojos como platos.
– ¿Forzado? ¿Cómo podrá verse nadie forzado? ¿Quién haría tal cosa y con qué fin, señor Monk?
– Lo habría hecho el señor Durban -contestó Monk con firmeza-. Porque no le gustaba que nadie asesinara a niños.
– ¡Increíble! -Pearly Boy fingió asombro, pero su curiosidad pudo más que su juicio, tal como Monk esperaba. Pearly Boy no sólo traficaba con bienes robados, sino también con informaciones valiosas, a veces también robadas-. ¿Quién podría impedir que eso ocurriera?
– Alguien poderoso. -Monk lo dijo como si se le hubiese ocurrido sobre la marcha-. Y, no obstante, alguien que tuviera mucho que perder, que se viera en peligro, ¿entiende lo que quiero decir?
Pearly Boy aún no lo había captado.
– ¿Y quién mataría a esos niños?
– Jericho Phillips, si desobedecen o se rebelan… -Se calló al ver que el rostro de Pearly Boy se empalidecía de golpe y que el torso, con el decorado chaleco, se tensaba acusando la rigidez de los brazos. De súbito Monk tuvo tan claro que Pearly Boy era uno de los informadores de Durban contra Phillips como si lo hubiese leído en sus notas. Sonrió y vio en los ojos de Pearly Boy que éste se había percatado y que el terror le atenazaba.
»Uno de los clientes de Phillips -prosiguió Monk, con cierto desenfado. Se había puesto de pie y se apoyó con elegancia contra la repisa de la chimenea, atento a la incomodidad de Pearly Boy-. Es como si lo estuviera viendo, ¿usted no? Durban habría seguido a ese hombre hasta que pudiera plantarle cara, quizá cerca del barco de Phillips. Quizá fuese después de que ese hombre, quienquiera que sea, bajara a tierra tras una velada de espectáculo, de modo que la excitación y la culpabilidad aún bulleran en su fuero interno.
Pearly Boy estaba paralizado, sin apartar la mirada del rostro de Monk.
– No le sería fácil mentir en esas circunstancias -prosiguió Monk-, por más que se hubiese preparado para tal situación. Durban habría elegido un lugar donde hubiese suficiente luz para asegurarse de que resultaran visibles las marcas de su cargo, el uniforme, la porra. Sí, seguro que habría llevado una porra, por si la desesperación empujaba a ese hombre a pelear. Al fin y al cabo, tendría mucho que perder; la indignación pública, el ridículo, la pérdida de posición, amigos, dinero, poder, tal vez incluso a su familia. -Pearly Boy se humedeció los labios, revelando su nerviosismo. Monk siguió hablando-. Entonces Durban le habría propuesto un trato. «Use su poder para proteger a Reilly, el chico que corre más peligro a causa de su edad y su coraje, y yo le protegeré a usted. Deje que Reilly muera, y sacaré a relucir sus trapos sucios para que se entere todo Londres.»
Pearly Boy volvió a humedecerse los labios.
– ¿Y de quién estaríamos hablando?
– Eso es lo que quiero que me diga usted, Pearly Boy -contestó Monk.
Pearly Boy carraspeó.
– ¿Y si no lo hago? Pudo haber sido un montón de gente. No sé quién tiene esa clase de debilidades. Podría ser un agente de aduanas, un magistrado, un mercader rico, un capitán de puerto. Tienen toda clase de gustos. ¡O podría ser otro policía! ¿Se le ha ocurrido pensarlo?
– Por supuesto. ¿Quién protegió a Reilly? Ésa es la clave del asunto. ¿Quién tenía poder para hacerlo? Y más aún, ¿quién era tan importante para que Phillips le hiciera caso?
Un destello de perspicacia iluminó el inteligente rostro de Pearly Boy, no sin cierta excitación.
– ¿Se refiere a quien tiene un apetito que no puede controlar, que necesita a Phillips para satisfacerlo y que al mismo tiempo tiene el poder suficiente para que Phillips le baile el agua? Ésta sí que es buena, señor Monk, muy buena.
– Sí que lo es. Y quiero una buena respuesta -insistió Monk.
Pearly Boy enarcó las cejas.
– ¿Respuesta a qué? -Temblaba ligeramente. Monk podía oler el sudor del miedo en el aire viciado del despacho-. ¿Qué pasa si no consigo averiguarlo? -Pearly Boy intentó ponerse gallito-. ¿O si decido no hacerlo?
– Me encargaré de que Phillips sepa que habló usted con Durban sobre este cliente tan interesante, y que está dispuesto a hacer lo propio conmigo en cuanto acordemos un precio.
Pearly Boy estaba pálido como la nieve, tenía el rostro perlado de sudor.
– ¿Y qué precio sería ése? -preguntó con voz ronca.
Monk sonrió, mostrando los dientes.
– Mi silencio, y el hacer la vista gorda de vez en cuando en lo que atañe a los inspectores de Hacienda.
– Los muertos guardan silencio -dijo Pearly Boy, separando apenas los labios.
– No, si saben escribir y dejan instrucciones claras por si mueren. El señor Durban quizá fuese benevolente con usted, yo no lo seré.
– Podría hacer que lo mataran. Una noche oscura, un callejón desierto…
– Fat Man está muerto, yo no -le recordó Monk, y se tomó confianza en el trato-. No te busques problemas, Pearly Boy. Eres perista, no un asesino. Mata a un policía fluvial y te encontrarán. ¿Quieres que te entierren en el fango del Támesis con los pies por delante, de donde no volverás a salir?
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