Anne Perry -

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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Se estaban adentrando en la corriente principal del río, el transbordador cabeceaba un poco contra la fuerza de la marea. El chapoteo del agua era más alto, y Orme tuvo que levantar la voz para hacerse oír.

– Funcionarios del Gobierno, señor, dos magistrados. Sostienen que captaba a niños para Phillips y su negocio. Están usando las mismas pruebas que descubrimos sobre cómo el señor Durban ayudó a algunos rapiñadores, carteristas y descuideros y a ayudantes de deshollinadores para que buscaran un trabajo honrado. Dicen que los ponía a disposición de Phillips para que los usara en su tinglado de prostitución, espectáculo y fotografía.

Tragó saliva con dificultad.

Monk veía que Orme estaba teniendo problemas para formular lo que veía que era la continuación.

– ¿Y qué más? -dijo Monk para infundirle ánimos, encontrándose con que tenía un nudo en la garganta.

– Pues que Phillips se puso en contra del señor Durban y que entonces el señor Durban quiso deshacerse de él para adueñarse del negocio y dirigirlo él mismo -concluyó Orme, sumido en la desdicha. Miró a Monk; sus ojos suplicaban una negativa, así como voluntad y fuerza para luchar.

Monk se sintió muy mal. Las pruebas que había descubierto acerca de Durban podían usarse fácilmente para respaldar tales imputaciones. Cabía interpretarlas contra él tan bien como en su favor. ¿Por qué había dado caza a Phillips de manera tan errática, hostigándolo un mes para luego no hacerle caso al siguiente? ¿Fue para proteger a Reilly o a otro chico como él? ¿O fue para favorecer sus intereses en el negocio o, peor aún, para sacarle dinero a Phillips? ¿Se trató de un enfrentamiento personal? ¡Sí, por supuesto que sí! Todo apuntaba a que así era, y Orme lo sabía todavía mejor que él, aunque no supiera por qué. Durban había odiado a Phillips con una pasión arrolladura. En ocasiones el odio lo consumía. Su mal genio estalló. Llegó a traspasar los límites de la ley. Pero también había usado el poder que le confería su cargo para coaccionar a personas de modo que hicieran lo que él quería. Sin duda habría quien viera en ello un abuso de autoridad.

¿Y quién era Mary Webber? Nadie parecía saberlo. En ningún momento nadie había relacionado su nombre con el caso.

¿Por qué había mentido Durban a propósito de sus orígenes? ¿Se trataba de una debilidad humana normal que tienta a cuantos pretenden ser más importantes de lo que son, más interesantes, más talentosos, más exitosos? ¿Cuál era su verdadero pasado para que lo negara en su totalidad?

Orme seguía observándolo, aguardando una palabra de aliento. Debía de sentirse espantosamente solo, abandonado en una lucha para que la no le habían proporcionado armas.

– Hay que descubrir la verdad -dijo Monk con firmeza-.

Es lo único que nos ayudará en esto. Y debemos poner mucho cuidado al decidir en quien confiamos. Todo indica que alguien trabaja en contra de nosotros.

– Más de uno -apuntó Orme con voz triste, pero su mirada era firme-. Lo siento, señor, pero hay algo mis. Corren rumores de que la Policía Metropolitana va a absorbernos por completo, de modo que ni siquiera tendremos nuestro propio comandante, ya que nos pondrán bajo el mando de la comisaría más cercana. De ser así, ya no tendríamos el río, sólo nuestro trozo de orilla.

»Los periódicos dicen que somos corruptos y que hay que meternos en cintura, librándose de la mayoría de nosotros. ¡Según ellos, incluso lo dicen algunos parlamentarios! ¡Como si no hubiésemos velado por la seguridad del Parlamento durante casi cien años! Ni pizca de lealtad. Un mal paso, y se echan sobre nosotros como lobos.

Por un instante, los ojos de Orme reflejaron su descarnado sufrimiento. De pronto se percató de ello y miró hacia otra parte, avergonzado de que lo hubiesen visto expresar un sentimiento tan personal.

La duda se agitaba en el interior de Monk como una náusea. Ya estaban llegando a la orilla opuesta, a la altura de Wapping Stairs. En cuestión de minutos la alcanzarían y tendrían que saltar a tierra, y luego no habría más tiempo para hablar sin correr el riesgo de que alguien los oyera. En un santiamén cruzarían el muelle hasta la comisaría.

¿Quería hurgar más en la vida de Durban y enterarse de las cosas que tanto le había costado mantener en secreto? Tal vez echaría por tierra las ilusiones en que Orme había creído durante tanto tiempo. ¿Quería pagar ese precio por una oportunidad para ahorcar a Phillips? ¡Cuán valiosas son las ilusiones, la bondad que atribuimos a las personas aunque sólo sea verdad en parte! ¿Pero qué hombre puede resistir el escrutinio de una investigación cuando está muerto y no puede defenderse ni explicarse por sí mismo? ¿Qué vida podrá fundamentar ciñéndose sólo a los hechos, estudiados minuciosamente y tratados sin cuidado por terceros, cuando el interesado no está presente para mostrar también los padecimientos, las esperanzas que lo marcaron y le llevaron a engaño? ¿Acaso debían emitir su juicio quienes eran tan taxativos en las respuestas?

Ocho años antes el propio Monk se había visto sólo desde fuera, sin memoria, y no le gustó el hombre que surgió de las sombras bajo una mirada que buscaba conocer sin comprender. Descubrió los escollos, los pasos mal dados, la implacable lógica que obviaba el hecho crucial. Le constaba lo fácil que era ver lo que querías ver, fuese bueno o malo.

Orme estaba aguardando a que tomara la decisión de si seguir adelante, luchar siguiendo otra senda, o batirse en retirada antes de sacar más a la luz y, tal vez, mancillar toda reputación.

Se hallaban en la escalinata. El transbordador chocó con el embarcadero, madera contra piedra. Y no quedaba más tiempo. Monk pagó al piloto y subió la escalinata detrás de Orme.

No podía pedirle a nadie que tomara la decisión. Él era el líder y debía liderar. Durban lo habría hecho; de eso estaba seguro. Y la evasión, la ceguera voluntaria, no era una salida aceptable. Descubriera lo que descubriese, al menos sería una manera de avanzar. La discreción a veces era la respuesta, la cobardía, jamás. ¿A qué se debía su vacilación?

Siguió a Orme por el muelle hasta la comisaría y, una vez dentro, aún no se había contestado la pregunta.

Tuvieron que pasar el resto de la mañana río abajo ocupándose de otros casos habituales para la Policía Fluvial: robos, contrabando y algún acto violento. Hacia la mitad de la jornada Monk se encontraba de nuevo cerca de Wapping, sabiendo que con un poco de suerte dispondría de toda la tarde para pensar sobre Durban.

Puesto que la imputación era que Durban había reclutado niños, primero para Phillips y más adelante con la intención de usarlos con los mismos fines él mismo, Monk decidió que debía dar marcha atrás y volver a seguir el rastro de todos los contactos que Durban había tenido con los niños, buscar la prueba que sus enemigos usarían, perseguirle tan despiadadamente como lo harían ellos y, Dios mediante, no encontrar nada. Para ello necesitaría la ayuda de Scuff.

– A la margen sur, por favor -indicó al piloto del transbordador-. A Rotherhithe.

– ¡Creía que había dicho Wapping! -respondió el hombre con aspereza.

– Así fue. He cambiado de opinión. Lléveme a Princes Stairs y aguárdeme. Subiré un momento a Paradise Place y regresaré enseguida.

El hombre asintió.

Monk se acomodó en la popa mientras daban media vuelta para cruzar la corriente. Supo por la actitud del hombre que ya había corrido el rumor de que la Policía Fluvial tenía problemas. Pese a las pocas horas transcurridas, su influencia estaba comenzando a debilitarse.

Monk sintió una súbita punzada de impotencia, le asaltó la repugnante duda de si sería capaz de detener la destrucción. ¿Cómo iba a impedir que la incipiente confianza de los ladrones y oportunistas de río arriba y abajo fuera a más, que los miles de hombres que se mantenían dentro de unos límites razonables de honradez sólo porque estaban convencidos de la autoridad de la Policía Fluvial, porque les constaba que todo delito se castigaba efectiva e inmediatamente, siguieran manteniéndose a raya? Hasta cierto punto era una cuestión de bravuconería, de ver quién tenía los nervios más templados. Desde los tiempos de Harriott, la Policía Fluvial siempre había impuesto su autoridad. Ahora, cual tiburones que olieran sangre en el agua, los rapaces del río se juntaban, aunando fuerzas en torno al cuerpo, listos para pasar al ataque.

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