– ¿Siguen rondando por ahí, esos pequeños?
– No lo sé. No he encontrado a ninguno -dijo Scuff con aire desafiante-. Eso no significa que no estén aquí. Puede que me hayan estado esquivando. Son justo del tipo que Phillips secuestra.
– Sí, ya lo sé. Gracias por decírmelo.
Scuff no dijo nada.
Aquella misma noche, cuando Hester estaba en la cocina, Scuff se armó de valor y, con un nudo en el estómago, las uñas clavadas en las palmas de las manos, fue a verla, esperando con toda el alma hallar palabras apropiadas antes de que viniera Monk, fuere para hablar con Hester o para ver qué hacía él allí.
Hester estaba encorvada de cara al fregadero, lavando los platos de la cena. Scuff soltó un profundo suspiro y se lanzó de cabeza.
– Señora Hester. ¿Puedo decirle una cosa?
Hester enderezó la espalda despacio, con las manos chorreando agua jabonosa, pero no se volvió hacia él. Scuff supo que lo escuchaba por el modo en que permanecía quieta. Le gustaba el olor de la cocina, a comida caliente y limpieza. Había ocasiones en las que no deseaba salir de allí.
– Sí, por supuesto -contestó Hester-. ¿De qué se trata?
Scuff se metió las manos en los bolsillos para que si ella se volvía no le viera los nudillos blancos.
– Hoy he hecho algo que… que le ha dolido al señor Monk, pero ha sido sin querer.
Ahora sí que Hester le miró.
– ¿Qué has hecho?
No tenía más remedio que decirle la verdad.
– Pregunté a algunos chicos que conozco sobre el señor Durban y me he enterado de cosas bastante malas. -Se calló, temeroso de contarle el resto. ¿Lo sabría de todos modos? A menudo parecía saber lo que pensaba, aunque él no dijera nada. A veces resultaba muy reconfortante, pero a veces no.
– Vaya. ¿Le has dicho la verdad sobre lo que te enteraste?
– Sí -contestó Scuff. Tragó saliva. Ahora le diría que no debía haberlo hecho. Estaba convencido.
Hester sonrió, pero su mirada la enturbiaba la preocupación y él se dio cuenta. Sabía lo que era el miedo y lo reconocía al instante.
– Has hecho bien -le dijo Hester. Movió la mano como para tocarlo pero cambió de parecer. Ojalá no lo hubiera hecho; le habría gustado que lo tocara. Pero ¿por qué debería hacerlo? En realidad él no pintaba nada allí.
– Me han dicho que el señor Durban dejaba sueltos a chavales que tendrían que haber ido a la cárcel por robar -dijo Scuff atropelladamente-. Niños pequeños, como los que se lleva Phillips. También me han dicho que el señor Durban no era mejor que él. Se equivocan, ¿verdad?
Hester titubeó pero no tardó en decidirse.
– No lo sé. Así lo espero. Pero si tienen razón, tendremos que aceptarlo. Al señor Monk no le pasará nada porque nosotros estaremos aquí y no haremos nada verdaderamente malo, sólo pequeños errores, de los que todo el mundo comete y todo el mundo perdona.
Scuff la miró de hito en hito, escrutando su semblante para ver si lo decía en serio o si sólo estaba siendo amable porque pensaba que era un niño y que no debía agobiarlo. Poco a poco se fue convenciendo de que lo decía en serio. Ella no tenía hijos, y no lo trataba como si él lo fuera. Le sonrió.
Hester correspondió a su sonrisa y, alargando el brazo, le hizo una breve y delicada caricia en la mejilla. Scuff sintió que la calidez de aquel gesto le traspasaba el cuerpo entero. Dio media vuelta y regresó al piso de arriba antes de que Monk lo sorprendiera y de un modo u otro rompiera el hechizo del momento. Aquello era privado, sólo entre Hester y él.
Al llegar a lo alto de la escalera se tocó la mejilla a modo de experimento, para ver si aún la notaba caliente.
* * *
Por la mañana Hester fue a ver a Oliver Rathbone a su bufete. Prefirió no pasar antes por Portpool Lane; no tenía ganas de hablar con Margaret. Se sentía culpable por ello. Habían sido amigas íntimas, quizá fuese la amiga más íntima que Hester había tenido, al menos en circunstancias normales, lejos de los horrores de la guerra. Tener que evitarla por culpa del papel que había desempeñado Rathbone en el juicio, y también por el miedo y la confusión que sentía, aumentaba su infelicidad.
De ahí que no pudiera posponer más el enfrentarse a Rathbone. Fue en ómnibus hasta el Puente de Londres, donde se apeó y tomó un coche de punto para cruzar el río y dirigirse al bufete de Rathbone en los Inns of Court. El pasante la reconoció de inmediato y la invitó a entrar con una mezcla de gusto e incomodidad. Hester se preguntó cuál sería su opinión a propósito del caso Phillips y del papel que Rathbone había desempeñado en él. Por supuesto sería de lo más incorrecto preguntarle algo al respecto, pues de ninguna manera podría contestarle.
– Lo lamento, señora Monk, pero sir Oliver está atendiendo a un caballero -se disculpó el pasante-. No sé decirle cuándo estará libre.
Permaneció de pie donde estaba, a fin de desalentarla sin faltarle al respeto.
– Si no hay inconveniente, aguardaré -respondió Hester, mirándolo directamente a los ojos, sin dar un solo paso.
– Faltaría más, señora -concedió él, interpretando con acierto que Hester tenía intención de aguardar dijera él lo que dijese, en el despacho o incluso en la calle, si se veía obligada a ello-. ¿Puedo servirle una taza de té, y quizás unas galletas?
Hester le sonrió encantada.
– Gracias, eso sería muy amable de su parte.
El pasante se retiró, sabiendo muy bien que lo habían vencido aunque en aquella ocasión no le importó en absoluto.
Hester tuvo que aguardar más de tres cuartos de hora porque en cuanto se marchó el primer cliente llegó el siguiente, y tuvo que esperar a que éste se marchara a su vez antes de que la hicieran pasar al despacho de Rathbone.
– Buenos días, Hester -saludó Rathbone un tanto receloso.
– Buenos días, Oliver -respondió ella mientras el pasante cerraba la puerta. Aceptó la silla de enfrente del escritorio como si la hubiese invitado como solía hacer normalmente-. Comprendo que estás atareado; de hecho, he visto a dos clientes llegar y marcharse, de modo que no te haré perder el tiempo con las cortesías al uso. Puedes dar por sentado que me interesan tu salud y tu felicidad, y también que doy por supuestas las habituales preguntas acerca de las mías. -Rathbone soltó un breve suspiro. Hester agregó-: Y que ya he tomado té, servido con suma gentileza.
– Naturalmente -repuso Rathbone, insinuando apenas un amago de sonrisa-. ¿Debería disculparme por haberte hecho esperar, o eso también hay que darlo por supuesto?
– No me has hecho esperar -contestó Hester-. No tenía cita contigo.
– Vaya por Dios. Ya veo que vamos a ser francos hasta rayar en… no sé muy bien en qué. ¿Sobre qué estamos siendo sinceros? ¿O voy a tener que lamentar haber hecho semejante pregunta?
– Creo recordar que hace tiempo me dijiste que un buen abogado, y tú eres enormemente bueno, no hace una pregunta a no ser que ya conozca la respuesta -contestó Hester.
Rathbone esbozó una mueca tan comedida que Hester no estuvo segura de si la había visto o imaginado.
– Debes saber que no vas a lograr que dé por supuesta la respuesta, Hester -respondió Rathbone-. Tú eres muy buena en esto pero yo tengo más experiencia.
Hester encogió levemente los hombros.
– Mucha más, por supuesto. Las personas con quienes tratas son cautivas de una manera muy distinta a la de las que trato yo. Y aunque no siempre se den cuenta, yo también velo por sus intereses.
– Eso es fácil de hacer -replicó Rathbone-. Sus intereses respectivos no entran en conflicto.
– Eres un ingenuo, Oliver. Sólo dispongo de una cantidad limitada de dinero, de medicinas y de camas. ¡Claro que entran en conflicto entre sí!
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