Kelp abrió la boca para negarlo pero se lo pensó mejor. Había algo en la figura inmóvil de Squeaky, en sus descoloridos pantalones a rayas y su vieja levita, en su pelo greñudo y su cara larga, que le infundía miedo. Era como si el propio Squeaky se supiera invulnerable, pese a que no parecía llevar ningún arma y que su única compañía era una mujer de complexión más bien delgada. Era algo inexplicable, y cualquier cosa que no comprendiera alarmaba al señor Kelp.
Tragó saliva.
– Bueno… -dijo, recurriendo a evasivas-. He oído cosas, por supuesto, si eso es lo que quiere…
Squeaky asintió lentamente.
– Eso es lo que quiero, señor Kelp. Cosas que haya oído, cosas exactas, cosas a las que usted dé crédito. Y, desde luego, lo más prudente sería que no le contara a nadie que yo he preguntado y usted ha tenido la bondad de ayudarme. Hay quienes tienen el oído muy fino y no conviene que lo sepan. Dejémoslos en su ignorancia, ¿le parece?
Kelp se estremeció.
– Oh, sí, claro, señor Robinson, sí. Por descontado.
Ni siquiera echó un vistazo a Hester, de pie detrás de Squeaky, observando con creciente asombro. Aquél era un lado de Squeaky que no había imaginado, y su propia ceguera le resultaba inquietante. Se había acostumbrado a su aquiescencia en la clínica, olvidando al hombre que había sido antes. En realidad, lo único que en verdad sabía era el mero hecho de que fue el propietario del burdel que ocupó las casas de Portpool Lane hasta que ella coaccionó a Rathbone para que le obligara a entregarlas a modo de donativo para una obra benéfica. Comenzaba a percatarse de la enormidad de lo que había hecho.
Squeaky rondaba la cincuentena, pero Hester le había dado más años porque solía sentarse encorvado, y el canoso pelo largo le colgaba en finas mechas hasta el cuello de la camisa. Se había quejado a voces de que lo hubiesen engañado, abusando de él, como si fuese un hombre de costumbres pacíficas a quien hubieran tratado injustamente. El hombre que ahora veía en la tabaquería no era así en absoluto. Kelp le tenía miedo. Hester lo veía en su rostro, incluso llegaba a olerlo. Tuvo un escalofrío al pensar en su propia insensatez, y le costó lo suyo apartar de la mente aquella duda.
Kelp tragó saliva como si engullera una nuez sin cascar y procedió a contar a Squeaky cuanto sabía sobre quiénes y cómo procuraban niños a los hombres como Jericho Phillips. Lo que refirió fue muy triste e inquietante, cuajado de bajeza humana y del oportunismo de sujetos codiciosos que se cebaban en los más débiles.
Su relato también incluyó a Durban sorprendiendo a niños, algunos de no más de cinco o seis años de edad, cuando robaban comida o pequeños artículos para venderlos. Rara vez había presentado cargos contra ellos, y se suponía que se los había comprado a sus padres con la intención de vendérselos a Phillips o a otros de su ralea. Pruebas no había ni en un sentido ni en el otro, pero muchos de los chiquillos dejaron de aparecer por los sitios habituales y nadie sabía adónde habían ido ni con quién.
– Lo siento -dijo Squeaky cuando al caer la tarde caminaban por el sendero a orillas del río en Isle of Dogs. Se dirigían a la escalinata de All Saints para tomar un transbordador que cruzara al muelle de la ribera sur y luego un ómnibus hasta Rotherhithe Street, desde donde sólo había que dar un breve paseo para llegar a Paradise Place. Squeaky había insistido en acompañar a Hester a casa, por más que estuviera acostumbrada a viajar sola en ómnibus o en coche de punto-. Parece que su Durban pudo ser más retorcido que la cola de un cerdo -agregó Squeaky.
A Hester le costó trabajo contestar. ¿Qué iba a decirle a Monk? Tenía que saberlo antes de que él se enterase, de modo que pudiera estar prevenida y hacer algo para amortiguar el golpe. ¿Pero el qué? Si aquello era verdad, era peor de lo que había imaginado.
– Lo sé, lo sé… -dijo con voz ronca.
– ¿Quiere seguir con esto? -preguntó Squeaky.
– ¡Sí, por supuesto!
– Ya me lo figuraba, pero tenía que preguntar. -Miró a Hester un momento y enseguida apartó la vista-. Puede ponerse más feo.
– Eso también lo sé.
– Hasta los hombres fuertes tienen sus debilidades -dijo Squeaky-. Y también las mujeres, supongo. Me parece que la suya es creer en las personas. Tampoco es que sea algo malo.
– ¿Se supone que debo estar agradecida?
– No. Entiendo que le duela. Pero si lo supiera todo sería demasiado lista para ser buena.
– Se presentan pocas ocasiones para serlo -repuso Hester, aunque esta vez sonrió, ligeramente, si bien Squeaky no pudo verlo bajo la luz intermitente del alumbrado.
Bajaron hacia la escalinata de All Saints. Justo antes de que llegaran, surgió una figura de entre las sombras de una grúa y la luz de una farola mostró su rostro como una máscara amarilla, ancha, sonriendo con lascivia. Jericho Phillips. Miró a Hester, haciendo caso omiso de Squeaky.
– Sé que ha estado buscando a Reilly, señorita. No tendría que hacerlo.
Squeaky se desconcertó pero disimuló de inmediato.
– ¿La está amenazando, señor Phillips? -preguntó con exagerada cortesía.
– Sólo es un consejo -repuso Phillips-. Amistoso, además. Me parece que estoy en deuda con ella. -Sonrió enseñando los dientes-. Quizás estaría colgando de una horca con la soga al cuello, de no ser por sus declaraciones en mi juicio. -Rió por lo bajo, con los ojos muertos como piedras-. Descubrirá un montón de cosas que preferiría no saber, visto que tanto admiraba al señor Durban. Encontrará a Reilly, pobre chico, y acabará descubriendo lo que le ocurrió. Y, créame, señorita, no le va a gustar lo más mínimo. -Había un transbordador surcando la oleosa superficie negra del agua que los remos batían rítmicamente-. Un chico valiente, ese Reilly -agregó Phillips-. Aunque tonto. Confió en quien no debía, como la Policía Fluvial. Descubrió más cosas de las que debe saber un chaval como él.
– Por eso lo mató, igual que mató a Fig -dijo Hester con amargura.
– No había motivo, señorita -le dijo Phillips-. No iba a chivarse de mí. Yo trato muy bien a mis chicos. No les pego, no pierdo la cabeza ni les grito. Conozco mi negocio, y lo atiendo como es debido.
Hester lo miró con una aversión absoluta, pero no halló una respuesta con la que contraatacar.
– Piénselo, señorita -prosiguió Phillips-. Ha estado haciendo muchas preguntas sobre Durban. ¿Qué ha averiguado, eh? Que era un mentiroso, ¿no? Mentía sobre cualquier cosa, hasta sobre su origen. Perdía los estribos de mala manera, molió a palos a más de uno. Encubría los delitos de algunos, mentía sobre los de otros. Quizá yo hubiera hecho lo mismo, pero nadie se extrañaría. -Sonrió sin el más ligero rastro de humor-. Durban era diferente. Nadie se fía de mí, pero confiaban en él. Eso lo convierte en otra cosa, una especie de traición, ¿verdad? Que él quebrantara la ley está mal, pero que muy mal. Créame, señorita, no le gustará saberlo todo sobre Durban, se lo digo en serio. Como tampoco al bueno de su marido. Me salvó la vida dos veces, fíjese. Una vez en el río… Vaya. -Phillips enarcó las cejas-. ¿No se lo ha contado?
Hester le dirigió una mirada cargada de odio.
Phillips sonrió más abiertamente.
– Pues sí, pudo dejar que me ahogara pero me salvó. Y luego, por supuesto, todas esas pruebas ante el tribunal. Sospecho que sin ellas me habrían ahorcado, seguro. No es una forma agradable de morir, señorita, el baile de la soga. Para nada. No se empeñe en saber qué le ocurrió al pobre Reilly, señorita, ni tampoco quiera saberlo todo sobre Mary Webber.
»Mire, ahí llega el transbordador para llevarla a casa. Duerma bien, y por la mañana vaya a ocuparse de su clínica y de todas esas putas que se ha empeñado en salvar.
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