– Me parece que es posible pues, de lo contrario, ¿por qué iba mentir al respecto? -preguntó Hester-. Normalmente no se miente sobre las cosas buenas.-Scuff no contestó-. ¿Scuff?
– Sí, señorita.
– ¡No puedes seguir llamándome «señorita»! ¿Te gustaría llamarme Hester?
Scuff se detuvo e intentó verle la cara.
– ¿Hester? -dijo despacio, aspirando correctamente la hache-. ¿No cree que el señor Monk me dirá que soy un caradura?
– Ya le diré que ha sido idea mía.
– Hester-dijo Scuff otra vez, tentativamente. Luego sonrió.
* * *
Hester se quedó despierta y estuvo meditando sobre qué pasos dar a continuación.
Durban había intentado mucho tiempo, durante más de un año, dar con el paradero de Mary Webber. Era un policía experimentado, con toda una vida dedicada a descubrir, interrogar, localizar, y aun así parecía haber fracasado. ¿Cómo iba a tener éxito ella? A su juicio, no tenía ninguna ventaja sobre Durban.
A su lado, Monk dormía, o eso creía Hester. Permanecía muy quieta porque no quería molestarlo y, sobre todo, no quería que supiera que estaba cavilando. Primero debía tener todas las respuestas para sopesarlas y, si era preciso, amortiguar el golpe antes de contárselas. Si la verdad era muy mala, Monk sufriría en silencio. Procuraría ocultar su dolor, como si mostrarse humano fuese una debilidad, y, por consiguiente, eso no haría más que agravarlo. La soledad duplicaba el dolor de casi todas las heridas.
Durban sin duda había investigado a todas las familias de la zona que se apellidaran Webber y las habría visitado. Incluso habría seguido el rastro de quienes se hubiesen mudado, cuando hubiese sido posible. Si no había localizado a Mary Webber así, Hester tampoco lo conseguiría.
Justo cuando se estaba dejando vencer por el sueño, tuvo una idea. ¿Había retrocedido en el tiempo, Durban? ¿Había investigado desde dónde habían llegado a los barrios portuarios los Webber?
Por la mañana la idea no le pareció ni la mitad de buena, pero no se le ocurrió ninguna mejor. De modo que lo intentaría, al menos hasta que encontrara otra vía de investigación. Mejor sería eso que nada.
No resultó especialmente difícil localizar a las familias de la zona que se apellidaran Webber y que tuvieran a una Mary de más o menos su edad. Tan sólo fue tedioso revisar los archivos parroquiales, hacer preguntas y caminar de un lado a otro. La gente se mostraba dispuesta a colaborar porque Hester adornó un poco la verdad. En realidad buscaba a una persona en nombre de un amigo que había fallecido en trágicas circunstancias antes de dar con ella, pero no sabía si Mary Webber era una amiga, una testigo o una fugitiva. De no haber sido por el bien de Monk, tal vez se hubiese dado por vencida.
En el segundo intento encontró la que al parecer era la familia correcta, sólo para descubrir que Mary había sido dada en adopción por el hospicio del distrito. Su madre había muerto al dar a luz a su hermano, y la familia adoptiva no estaba en condiciones de hacerse cargo de un bebé, pues la esposa era minusválida. En la zona sólo había un establecimiento hospitalario de esa clase, y en menos de media hora de ómnibus Hester se encontró ante sus puertas. Tuvo que aguardar otra media hora, con Scuff obstinadamente a su lado, antes de que la hicieran pasar al despacho de Donna Myers, la dinámica, eficiente y más bien acartonada enfermera jefe que dirigía el día a día del hospital.
– Bien, ¿qué se les ofrece? -preguntó con simpatía, mirando a Hester de arriba abajo para luego dar un repaso a Scuff, tratando de formarse una opinión sobre ambos.
Scuff tomó aire para dejar claro que no necesitaba que nadie cuidara de él, pero entonces se dio cuenta de que no era eso lo que la señora Myers tenía en mente, y soltó un suspiro de alivio.
– Tenemos mucho trabajo -dijo la señora Myers a Hester-. Los salarios son bajos, pero les daremos de comer a usted y al niño, tres comidas al día, casi siempre gachas y pan, y un poco de carne cuando haya. No está permitido beber, ni recibir visitas masculinas, pero verá que el lugar está limpio y que no tratamos mal a nadie. Estoy convencida de que el niño también podría encontrar algo que hacer, mandados y cosas por el estilo.
Hester le sonrió, sabiendo por experiencia propia lo estricto que debías ser para gobernar una clínica, por más profunda o sincera que fuese tu compasión. Consentir a una paciente era robarle a otra.
– Gracias, señora Myers, aprecio su ofrecimiento, pero lo único que busco es información. Ya tengo trabajo, también yo dirijo una clínica.
Vio que la señora Myers abría más los ojos y que una chispa de respeto le avivó la mirada.
– ¿En serio? -dijo con recelo-. Y, así pues, ¿qué puedo hacer por usted?
Hester se preguntó si mencionar a Monk, y decidió que, en vista de la tan desfavorable publicidad de que estaba siendo objeto la Policía Fluvial, no sería buena idea.
– Busco información acerca de una mujer que llegó aquí cuando era una niña de unos seis años, junto con su madre -contestó Hester-. De eso hace más de cincuenta años. La madre murió de parto y la niña fue dada en adopción. Creo que el bebé se quedó aquí. Me gustaría saber cuanto puedan contarme sus archivos, y si hubiese alguien que supiera lo que fue de ellos, le quedaría muy agradecida.
– ¿Y por qué quiere saberlo? -preguntó la señora Myers, mirándola con más detenimiento-. ¿Tiene algún vínculo de parentesco con ellos? ¿Cómo se llamaba la madre?
Hester sabía que le harían esa pregunta, pero aun así seguía sintiéndose estúpida por ser incapaz de responderla.
– Desconozco su nombre.
La única opción era decir la verdad. Cualquier otra cosa la habría hecho parecer deshonesta. Buena parte de lo que estaba diciendo era poco más que una suposición con cierto fundamento, pero era lo único que tenía un mínimo sentido.
– El que me preocupa es el bebé -prosiguió Hester-. Ahora sería cincuentón pero murió hace varios meses, y mi deseo es encontrar a su hermana para darle la noticia. Tal vez le gustará saber lo buen hombre que fue su hermano. Removió cielo y tierra para encontrarla pero no lo logró. Estoy convencida de que usted comprende que quiera hacer esto por él.
Quizás había sacando tal conclusión precipitadamente. Si Durban en efecto había nacido en un hospital benéfico, ¿sería ése el motivo de que se hubiese inventado un pasado más respetable y una familia que lo amaba? La pobreza no era un pecado pero mucha gente se avergonzaba de ella. Ningún niño debería crecer sin alguien para quien fuera importante y querido.
La compasión asomó al semblante de la señora Myers. Por un momento pareció más joven, más cansada y más vulnerable. Hester sintió un repentino afecto por ella, pues se hizo cargo de la tremenda tarea que debía suponerle mantener aquel hospital en marcha sin dejarse abrumar por la enormidad de semejante labor. Las tragedias personales eran intensamente reales, el miedo al hambre y a la soledad. Demasiadas mujeres estaban agotadas y no sabían qué más hacer para hallar un nuevo lugar donde descansar, el próximo bocado que llevar a la boca de sus hijos. La desgarradora soledad de dar a luz en un lugar como aquél dejó a Hester anonadada y, aun a riesgo de hacer el ridículo, se encontró tragando saliva y con los ojos arrasados por las lágrimas. Imaginó cómo debía de ser entregar a un recién nacido, quizá tras abrazarlo una sola vez, y luego morir desangrada en soledad para ser enterrada por desconocidos. No era de extrañar que la señora Myers fuese cauta y estuviera cansada, como tampoco que mantuviera en torno a sí un caparazón para protegerse de esa marea de dolor.
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