Anne Perry -

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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No había tiempo para tales consideraciones. La señora Cordwainer ya estaba despierta y sumamente interesada. Sin apenas apuntarle nada, se acordó de Mary y de su madre, y del nacimiento del bebé.

– Fue muy duro -dijo con sus penetrantes ojos grises rebosantes de tristeza-. No fue la última que haya visto morir, pero sí la primera, y nunca me he olvidado de ella, pobrecita. Tan joven, por más que la niña rondara ya los cinco años, según calculamos. -Suspiró-. La dimos en adopción al cabo de un año, más o menos. Una buena familia que estaba entusiasmada con la idea de hacerse cargo de ella. Webb, se llamaban, o algo parecido. Pero no pudieron quedarse con el bebé, no podían cuidar de un bebé. La esposa era minusválida. No nos gusta separar a los hermanos pero teníamos muchas bocas que alimentar, y ellos la querían de veras.

– ¿Qué fue del chiquillo? -preguntó Hester a media voz. Se lo imaginaba creciendo sin madre, uno de tantos, atendido pero sin ser especial para nadie; alimentado, vestido, quizás incluso enseñado, pero no amado. Resultaba muy fácil comprender que se hubiese inventado una felicidad que jamás había existido.

– Era un crío muy majo -dijo la señora Cordwainer en tono soñador-. Pelo rizado, bastante guapo, aunque un poco rebelde de vez en cuando. Pero eso no es algo que me importe en un niño. Tenía brío. Solía hacerme reír. Yo era joven, entonces. Siempre se salía con la suya porque me hacía reír. Y él lo sabía.

– ¿Qué fue de él? -insistió Hester.

– No lo sé. Se quedó aquí hasta que cumplió ocho años, luego lo dejamos marchar.

– ¿Adónde? ¿Quién se lo llevó?

– ¿Llevárselo? Bendita sea, no se lo llevó nadie. Ya era lo bastante mayor para buscarse la vida. No sé adónde fue.

Hester miró a Scuff, que pareció entenderla a la perfección. Encogió los hombros y se metió las manos en los bolsillos. Hester cayó en la cuenta de que lo más probable era que hubiese estado más o menos solo a partir de esa edad. Quizá Durban también había sido rapiñador.

– ¿Se llamaba Durban la madre? -preguntó Hester.

– Nunca llegamos a saber su nombre -contestó la anciana-. Ni siquiera recuerdo habérselo preguntado. Le pusimos Durban por un hombre de África que nos donó dinero una vez [8]. Nos pareció que ese nombre estaba bien, y él no puso reparos.

– ¿Alguna vez regresó?

– Se marchó a África otra vez, que yo sepa.

– El hombre no, el niño.

– Oh. Yo diría que no. Fue a buscar a su hermana, la pequeña Mary, pero no la encontró. Nos lo contó él mismo. No sé nada más. Lo siento. Todo eso pasó hace mucho tiempo.

– Muchísimas gracias. Ha sido usted de gran ayuda -dijo Hester con sinceridad.

La señora Cordwainer la miró, arrugando el semblante.

– ¿Qué le pasó? ¿Usted lo sabe?

– Se convirtió en un buen hombre -contestó Hester-. Ingresó en la Policía Fluvial y falleció hará cosa de seis meses, dando su vida para salvar la de otros. Estoy buscando a Mary Webber para contárselo y darle sus pertenencias, si en efecto es su hermana. Pero es difícil dar con ella. Él la estuvo buscando antes de morir, pero nunca la encontró.

La señora Cordwainer meneó la cabeza pero no dijo nada.

Los visitantes declinaron la invitación a tomar un té, pues no querían causar más molestias a la anciana señora y a su hijo, y el señor Cordwainer los acompañó a la puerta. Una vez abierta, estando Scuff y Stella ya fuera, retuvo a Hester cogiéndole el brazo.

– No encontrará a Mary -dijo en voz muy baja. Se lo veía sumamente afligido-. Es una larga historia. Era descuidada, estaba sola, deseaba agradar y quizá se confió demasiado, pero no fue culpa suya, de verdad que no.

Hester se encontró perdida otra vez.

– ¿De qué me está hablando? -preguntó susurrando a su vez.

– De Mary-contestó él-. Está en prisión. Mi madre siguió en contacto con ella por el bien del muchacho. Luego, cuando se hizo mayor, en cierto modo ocupé su lugar.

– ¿En qué prisión está?

Hester sintió que la pena le hacía un nudo en el estómago. No era de extrañar que Durban no la hubiese encontrado. ¿O sí la encontró? ¿Y el final de su búsqueda fue una tragedia? Cuánto debió de dolerle. ¿Por eso estaban relacionados Mary y Jericho Phillips? De súbito Hester deseó con toda el alma no haber preguntado nada a la señora Myers ni a la señora Cordwainer, pero ya era demasiado tarde.

– En Holloway -contestó Cordwainer. La estaba observando, viendo el sufrimiento y la desilusión de su rostro-. No es una mala mujer -dijo con delicadeza-. Se casó con un proveedor de buques llamado Fishburn. Murió en un accidente, aplastado por un carro. Le dejó la casa pero poco más. Ella la vendió y compró otra a kilómetros de allí, en Deptford. La convirtió en una casa de huéspedes. Se hacía llamar Myers para escabullirse de los acreedores de Fishburn. Al parecer era un poco jugador. -Suspiró-. Uno de los inquilinos era ladrón. Ella no lo sabía pero cuando la detuvieron, la pillaron con lo que él había robado. Se lo había quedado a cuenta de los alquileres que le debía pero la policía no la creyó. Le cayeron seis meses y perdió la casa, por supuesto.

– Lo lamento -dijo Hester, sintiéndolo de verdad-. ¿Qué será de ella cuando salga?

La tristeza del señor Cordwainer fue suficiente respuesta.

– A lo mejor puedo encontrarle un empleo -dijo Hester sin pensar en lo que eso conllevaría. Quizá no le cayera bien. Sólo contaba con la palabra de Cordwainer de que realmente no era ladrona ni perista.

Él sonrió y asintió lentamente con la cabeza.

Stella y Scuff estaban aguardando. Hester dio las gracias a Cordwainer de nuevo y los siguió por el sendero.

Una vez en el hospital dio las gracias a Stella, que la miró con inquietud y le recordó la promesa. Hester le aseguró que no la había olvidado y se dirigió hacia la salida.

Pero cuando estaba llegando a la puerta principal se topó con la señora Myers. Esperó sinceramente no tener que mentirle, aunque estaba más que dispuesta a hacerlo si resultaba necesario. Había dado su palabra a Stella conforme no revelaría nada sobre su romance con el hijo de la anciana. No obstante, había estado fuera tanto rato que no podía fingir no haber visto a la señora Cordwainer. También era muy consciente de que tenía a Scuff a su vera, y la opinión del chico acerca de su honestidad le importaba más de lo que hubiese imaginado.

La señora Myers sonrió.

– ¿Stella la ha llevado a ver a la señora Cordwainer, finalmente?

– La he convencido -contestó Hester, pensando en cómo podía dar explicaciones haciendo que pareciera que toda la información se la había facilitado la señora Cordwainer, sin dar a entender siguiera que su hijo había estado presente. No se le ocurrió nada. Sólo le quedaba mentir. Le habría resultado mucho más fácil si Scuff no estuviese con ella.

La señora Myers asintió.

– Me figuro que no le habrá costado mucho. -Hester no dijo nada. Estaba más incómoda de lo que esperaba-. ¿Ha podido ayudarla? -preguntó la señora Myers.

Otra mentira. Pero tenía que elegir entre eso o admitir que el señor Cordwainer había estado presente. La mentira seguía siendo el mal menor.

– Sí, gracias. Ahora por fin tengo una idea más clara de dónde debo buscarla.

– No me importa, ¿sabe? -dijo la señora Myers con dulzura.

– ¿Cómo dice? -preguntó Hester confundida, sabiendo que debía de parecer tonta.

– Pienso que John Cordwainer es un hombre muy decente, y que forma una pareja perfecta con Stella-dijo la señora Myers con franqueza-. Ojalá dejara de dar por sentado que no apruebo su relación ya que la aceptaría de buen grado. Ya tiene edad suficiente para prescindir de lo que yo piense. Lo único que me debe es sacar el mayor provecho de su vida.

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