Hester sintió que le quitaban un enorme peso de encima y se encontró sonriendo como una idiota.
– ¿En serio? -dijo con fingida inocencia, como si no supiera de qué estaban hablando.
– Su sonrisa la delata -dijo la señora Myers secamente-. Pero me alegra que haya mantenido su palabra. Aunque si no lo hubiese hecho, me habría sido más fácil abordar el tema. ¿Cómo diablos voy a decir nada sin que ella se entere de que me he inmiscuido en su intimidad?
Hester le agradeció de nuevo la ayuda y bajó la escalinata sonriendo más abiertamente.
* * *
Como era de esperar, no era nada fácil que te dejaran entrar en la prisión de Holloway, como tampoco lo era obtener permiso para ver a un recluso en concreto. El primer impulso de Hester fue pedirle a Monk que se lo consiguiera; luego se mordió la lengua y buscó alguna otra cosa que decir.
Le preguntó qué tenía previsto hacer el lunes y, cuando se lo hubo contado, escogió una hora en la que él estaría lejos de la Comisaría de Wapping para personarse allí y ver si podía hablar con Orme. Le explicaría con exactitud lo que deseaba, y seguro que él entendería el porqué.
Orme resolvió acompañarla y pedir permiso in situ. Quizá lo hizo así por amabilidad con ella, aunque Hester tuvo la impresión de que su curiosidad también era apremiante. Y quizá quisiera conocer a la única hermana de un hombre al que había conocido y respetado durante buena parte de su vida de adulto.
Era esto último lo que turbaba a Hester. No sabía cómo decirle a Orme que prefería ver a Mary a solas ya que su presencia quizá la inhibiría, impidiendo que se abriera a ella. Además, con igual sentimiento cuando no igual importancia para el caso, temía que finalmente resultara una experiencia angustiante para él. Hester había observado su rostro cuando habían descubierto hechos alarmantes sobre Durban, datos que arrojaban dudas sobre su honestidad, su moralidad, incluso sobre la gentileza que siempre había sido parte integrante de su carácter. Orme había intentado ocultar sus sentimientos, ahogarlos con lealtad, pero su aflicción era patente e iba en aumento.
Hester se volvió para plantarle cara en el lúgubre pasillo de la cárcel.
– Gracias, señor Orme. No podría haber hecho esto sin usted, pero ahora necesito, al menos la primera vez, hablar con ella a solas.
Orme se dispuso a discutir, sus emociones eran demasiado fuertes para reprimirlas mediante el respeto que por regla general gobernaba su conducta con ella, no sólo como esposa de su comandante, sino porque así lo hacía con toda mujer.
– Usted trató al señor Durban durante años -se le adelantó Hester-. Le conoció mucho mejor que ella. Piense en cómo se sentirá. Tal vez le importe demasiado lo que usted piense de ella para hablar con franqueza. Tenemos que saber la verdad. -Lo dijo con firmeza, poniendo énfasis en la última palabra, sosteniéndole la mirada-. Si perdemos esta oportunidad, no habrá ninguna otra. Por favor, déjeme hablar con ella a solas esta primera vez.
Orme esbozó una sonrisa entre divertida y socarrona.
– ¿Acaso me está protegiendo, señora?
Hester cayó en la cuenta de que quizá fuese así. ¿Estaría complacido u ofendido? No tenía ni idea. La verdad presentaba al menos la ventaja de descargarse la conciencia.
– Perdone -admitió-. Sospecho que sí.
Orme parpadeó unos instantes, Hester apenas llegó a verlo bajo la mortecina luz del pasillo, pero entendió que no estaba disgustado.
La hicieron pasar a una simple celda con una mesa de madera y dos sillas, y un momento después la celadora hizo entrar a una mujer que rondaba los sesenta años. Era de estatura mediana y tenía el rostro un poco descarnado, lo cual provocó que Hester la mirara una segunda vez para darse cuenta de que, tras la palidez y el temor, era una mujer guapa. Sus ojos eran de color avellana, igual que los de Durban.
Tomó asiento cuando Hester la invitó a hacerlo, pero despacio, tensa por la inquietud.
Hester se sentó a su vez. La celadora dijo que estaría detrás de la puerta por si la necesitaban, y que disponían de treinta minutos. Luego se marchó.
Hester sonrió, deseando saber cómo disipar el temor de aquella mujer sin poner en peligro su misión.
– Me llamo Hester Monk -comenzó-. Mi marido es el actual comandante de la Policía Fluvial del Támesis en Wapping, cargo que antes ocupaba su hermano.
De súbito se preguntó si Mary estaría enterada de su muerte. ¿Cómo había sido tan torpe? ¿Cuánto hacía que no se veían ella y Durban? ¿Qué sentimientos había entre ellos?
Mary hizo amago de asentir, moviendo apenas la cabeza.
Había llegado la hora de dejar de andarse con rodeos. Hester bajó la voz.
– ¿Alguien le contó que murió heroicamente a finales del año pasado? Dio su vida para salvar la de muchos otros.
Aguardó, observándola.
Los ojos de Mary Webber se arrasaron en lágrimas que al cabo resbalaron por sus mejillas.
Hester sacó un pañuelo de su pequeño bolso y lo dejó sobre la mesa para que Mary lo cogiera.
– Lo siento. Ojalá no hubiese tenido que darle esta noticia. Su hermano la buscó desesperadamente pero, que yo sepa, no consiguió dar con usted. ¿Estoy en lo cierto?
Mary negó con la cabeza. Alargó el brazo hasta el pañuelo blanco de algodón y de pronto vaciló. Estaba limpio y deslumbrante comparado con la manga gris de su uniforme de presa.
– Por favor… -la instó Hester.
Mary lo cogió y se enjugó las mejillas. Emanaba un ligero perfume, aunque tales cosas debían quedar muy alejadas de su mente en aquel momento.
Hester prosiguió, consciente de que los minutos iban discurriendo hacia el olvido.
;-El señor Durban era un héroe para sus hombres, pero ahora hay otras personas que se han propuesto desmantelar la Policía Fluvial, y están manchando su nombre con esa finalidad. Y sé donde nació y pasó los primeros años de su vida. Hablé con la señora Cordwainer… -Reparó en la sonrisa que asomaba a los labios de Mary, aunque empañada por su profunda pena-. También sé que usted ahorraba dinero y que le enviaba cuanto podía. ¿Sabe qué fue de él después de que se marchara del hospital?
Mary pestañeó y se enjugó las lágrimas de las mejillas.
– Sí. Estuvimos en contacto mucho tiempo. -Tragó saliva-. Hasta que me di cuenta de la clase de hombre que era Fishburn. -Bajó la vista-. Después de eso, estaba avergonzada, y me mantuve apartada de su camino. Cuando mataron a Fishburn, cambié de nombre y me mudé. Entonces abrí una casa de huéspedes y…
– No es preciso que me lo cuente -interrumpió Hester-. Sé cómo llegó usted aquí. Me figuro que por eso no pudo encontrarla su hermano.
Mary levantó la vista.
– No quería que supiera dónde estaba. Supongo que las pocas personas que me conocen le mintieron para ocultárselo. Sin duda sabían que yo no quería que supiera siquiera… que supiera que había caído tan bajo. Cuando era pequeño… me admiraba. Estábamos… -Volvió a bajar la vista-. Estábamos muy unidos entonces… todo lo unidos que se podía estar, habida cuenta de lo poco que nos veíamos. Pero nunca dejé de pensar en él. Ojalá…
Sin darse cuenta, Hester alargó el brazo y cogió la mano que Mary tenía sobre la rugosa mesa.
– Me parece que lo habría comprendido. Era un buen hombre, y sabía que no hay nadie sin tacha. Odiaba la crueldad, e incluso él forzaba un poco la ley para impedir que alguien hiciera daño a las mujeres y sobre todo a los niños. Muchas personas lo admiraban, pero también había algunas que lo odiaban, y unas pocas que se morían de miedo cuando oían mencionar su nombre. No lo ponga en un pedestal, Mary, ni piense que la tenía a usted en uno.
Читать дальше
Конец ознакомительного отрывка
Купить книгу