– El comandante Durban era un buen oficial, señor -dijo Monk entre dientes, sumamente consciente de cuanto Hester le había referido la víspera, vacilante, temiendo por sus sentimientos pero sabiendo que debía hacerlo-. No he descubierto nada que lo desacredite -agregó sin rodeos.
– Eso sólo indica que no es muy buen detective, Monk -respondió Farnham-. Hay un montón de cosas que, según parece, pese a su empeño, no ha logrado descubrir.
– No, señor, no hay nada -lo contradijo Monk. Era una mentira rotunda y tenía intención de ceñirse a ella-. Le he seguido la pista hasta el día en que nació. Simplemente decidí no comentarlo con nadie porque no es de su incumbencia. Era un buen hombre, y merece la misma dignidad de mantener sus asuntos de familia en privado que se nos concede a los demás.
Farnham lo miró fijamente a través de la mesa y, poco a poco, parte de su mal genio se le fue borrando de los ojos, dejando sólo cansancio e inquietud.
– Tal vez -concedió-. Pero ahora tenemos a un montón de periodistas haciendo preguntas acerca de él sin parar; que por qué estaba tan obsesionado con el maldito caso de Phillips y por qué es usted tan malo, si no peor, y por qué no estamos haciendo nada para meterle en cintura. Está dejando que Orme haga la mitad del trabajo rutinario que debería ser su responsabilidad. Él lo niega, pero otros dicen que es verdad. Orme es un hombre leal. Merece algo mejor a que le endilgue su trabajo mientras usted da caza a Phillips. Phillips nos venció. A veces ocurre. No podemos capturar a todos los malhechores del río.
– Tenemos que detener a éste, señor. Es corno una herida infectada; o se corta por lo sano o acabará propagándose por todo el cuerpo.
Farnham enarcó las cejas.
– ¿En serio? ¿No será que se ha convencido de eso porque venció a Durban y luego lo venció a usted? ¿Puede jurarme que no es una cuestión de orgullo, Monk? ¿Y demostrármelo?
– Señor: Phillips asesinó a un niño, Figgis, porque Figgis quería escapar de la servidumbre a la que lo tenía sometido Phillips, que iba mucho más allá del trabajo. Era un objeto de pornografía para uso y entretenimiento de los clientes de Phillips…
– Es un asco -dijo Farnham, estremeciéndose de repugnancia-. Pero hay burdeles por todo Londres y en cualquier otra ciudad de Europa. Del mundo entero, según parece. Sí, asesinó al niño, Dios sabe por qué. Seguramente habría sido mucho más sencillo haberlo embarcado en un buque que zarpara de puerto, y mucho menos arriesgado…
– Fue por disciplina, señor -interrumpió Monk-. Para demostrar al resto de sus chicos lo que les sucede a quienes lo desafían.
– Un método poco eficiente -repuso Farnham-. No huirían si no creyeran que ellos serían los que conseguirán escapar.
– Entonces simplemente mataría a uno de los otros -explicó Monk, atento al rostro de Farnham-. A uno de los más pequeños, de los más vulnerables, a quien más ganas tuviera de huir. -Farnham palideció y comenzó a soltar una blasfemia, pero se contuvo-. Es peor que todo eso -prosiguió Monk-. ¿Se ha detenido a pensar, señor, qué clase de hombres son los clientes de Phillips?
Farnham torció los labios, en una expresión inconsciente de repulsa.
– Hombres con apetitos obscenos e incontrolables -contestó-. El uso de mujeres de la calle cabe entenderlo, si uno pone un poco de imaginación. El abuso de niños aterrados e intimidados, no.
– No, señor -aseveró Monk con vehemencia-. Pero ése no es el aspecto de ellos al que me refería. Son deplorables, pero los clientes de Phillips también son ricos, pues de lo contrario no podrían pagar sus tarifas. No dirige un mero burdel, hay espectáculo, trajes, charadas, fotografías. Le pagan bien por ello.
– Al grano, Monk. Ya estamos enterados de las ganancias de Phillips. No merece la pena abundar.
– No, señor -dijo Monk con urgencia-. Eso es sólo parte del motivo. Hay algo más sustancial: el poder. -Se inclinó un poco hacia delante y la voz le sonó más aguda-. Son hombres importantes, algunos ocupan cargos prominentes. Saben que sus apetitos no sólo son desviados sino que, dado que se trata de chicos, también son ilegales. -Constató que Farnham comenzaba a entenderle-. Son tremendamente corruptibles de mil y una maneras, señor. ¿Nunca se ha preguntado por qué Durban no conseguía capturarlo? Estuvo muy cerca en varias ocasiones, pero Phillips siempre se escabullía. Oliver Rathbone llevó su defensa, pero ¿quién lo contrató, lo sabe usted? Yo no, pero me encantaría saberlo.
– Es posible… -Farnham se calló, abriendo más los ojos.
– Sí, señor-concluyó Monk por él-. Podría ser casi cualquiera. Un hombre cautivo de un demonio interior, con un monstruo como Phillips en el exterior, es capaz de toda suerte de actos. Esos hombres tal vez radiquen en el corazón de nuestra justicia, de nuestra industria, incluso de nuestro gobierno. ¿Todavía quiere que me olvide de Phillips y que me concentre en los asaltos a almacenes y en los ocasionales robos de cargamentos en los barcos?
– Podría decirle esto a ese maldito periodista que ha estado rondando por aquí todo el día -dijo Farnham en voz muy baja-. Dios sabe que se conformaría con ello. Ahora anda diciendo que la corrupción ha calado muy hondo y desde hace mucho tiempo en la Policía Fluvial, y que el público tiene derecho a saber en qué consiste y a qué conduce. Incluso está dando a entender, de momento sólo verbalmente aunque no tardará en salir impreso, que deberíamos dejar de existir como cuerpo independiente, y que nos desmembrarán para ponernos bajo la autoridad de las comisarías locales. Nuestra supervivencia depende de esto, Monk.
– Sí, señor. Ya me ha llegado ese rumor. Pero es posible que ese sujeto sea cliente de Phillips o que esté en la nómina de alguno de ellos.
Fue como si Monk hubiese dado una bofetada a Farnham, pero éste no respondió. Estaba furioso consigo mismo por no haberlo pensado antes.
– Ha llegado a apuntar la posibilidad de que Durban fuera socio del negocio de Phillips -dijo con amargura-. Y que su persecución de Phillips tenía por objeto adueñarse de todo. Eso es lo que escribirá si no hallamos el modo de impedírselo. -La tensión de los músculos le hizo encorvar los hombros-. Cuénteme, Monk, no me deje indefenso cuando hable con ese cabrón: ¿qué ha averiguado acerca de Durban? Ahora no podemos permitirnos salvaguardar la dignidad de los vivos ni de los muertos. No le diré nada, pero necesito saberlo o me será imposible defender a ninguno de nosotros.
Monk sopesó sus lealtades. Tenía que confiar en Farnham por el futuro del cuerpo.
– Mintió sobre su familia, señor -admitió-. Dijo que su padre era director de escuela en Essex. En realidad dudo mucho que supiera quién fue su padre. Su madre falleció en un hospital benéfico al darle a luz. Se crió allí. Lo pusieron en la calle para que se ganara la vida cuando cumplió ocho años. Por eso era tan compasivo con los rapiñadores y otros niños, o con las mujeres solas que pasaban hambre, miedo y eran objeto de abusos. Era un sentimiento de camaradería. Él había pasado por todo aquello.
– ¡Santo cielo! -Farnham se pasó las manos por su escaso pelo-. ¿Se sabe de algún delito que cometiera? Y dígame la verdad, Monk. Si me pillan mintiendo nunca más creerán lo que diga.
– No sabemos de ninguno, señor -dijo Monk a regañadientes-. Pero unos amigos suyos robaron un banco. Malas compañías. Creciendo en las calles, es inevitable. Ingresó en la Policía Fluvial justo después de ese incidente.
– Gracias a Dios. ¿Y quién es esa Mary Webber que estaba tan empeñado en encontrar? ¿Un amor de infancia? ¿Una concubina? ¿Qué?
– Su hermana, señor. Su hermana mayor. Fue adoptada, pero la mujer del matrimonio que la adoptó era minusválida y no podía hacerse cargo de un bebé, de modo que él se quedó en el hospicio. Mary solía ahorrar unos peniques y se los enviaba. Perdieron contacto cuando ella se casó para luego descubrir que su marido era jugador y estaba endeudado. Le daba demasiada vergüenza que Durban se enterase. El hospital le puso el nombre de Durban por uno de sus benefactores, que resultó ser sudafricano. Ella cambió de nombre al casarse, y luego otra vez para despistar a los acreedores de su marido.
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