Anne Perry -

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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»¿Y quién de nosotros no tendrá tentaciones de hacer lo que le pidan con tal de que no se presenten esos cargos en público, por más inocentes que seamos? La sola idea da náuseas. ¿Qué tendrán que soportar sus esposas? ¿Sus padres o sus hijos? -Sus rostros le dijeron que lo entendían y que tenían miedo. Aguardó a verlos enfurecidos, pero fue en vano. No percibió ni una pizca de rabia-. Lamento que mi prisa por condenar a Phillips le permitiera salir absuelto del asesinato de Figgis. Lo capturaré por algún otro motivo.

Lo dijo con calma, pero fue una promesa que, mientras la hacía, supo que le obligaría para siempre.

– Sí, señor -dijo Orme en cuanto estuvo seguro de que Monk no iba a añadir nada más. Miró a los hombres, luego otra vez a Monk-. Lo capturaremos, señor.

Aquello también fue un juramento.

Hubo un murmullo de asentimiento, ninguna voz discrepante, ninguna desgana. Monk sintió un repentino alivio, como si le hubiesen dado una bendición inesperada que no creyera merecer. Se volvió antes de que lo vieran sonreír, por si acaso alguien malinterpretaba su alegría, atribuyéndola a algo más trivial, y menos profundo que a su gratitud.

* * *

El caso Phillips cada vez inquietaba más a Oliver Rathbone. Irrumpía en sus pensamientos en los momentos en que esperaba ser más dichoso. Margaret le había preguntado a qué se debía su inquietud, pero él no podía responderle. Una evasiva sería indigna de él, y ella era lo bastante inteligente para no llevarse a engaño. Mentir no cabía siquiera plantearlo. Cerraría una puerta entre ellos que quizá no volviera a abrirse jamás porque la culpa la atrancaría.

Y, sin embargo, sentado en su sala de estar frente a Margaret, deseoso de hablar con ella, recordaba cuánto había disfrutado de sus amigables silencios tan sólo uno o dos meses antes. Recordó su sonrisa serena. Margaret era feliz. Rathbone aún la oía reír de una broma. Sus preferidas eran las sutiles, que siempre captaba con regocijo. Incluso las largas discusiones que mantenían cuando no estaban de acuerdo eran delicadas y de lo más placenteras. Margaret poseía un agudo sentido de la lógica y era muy leída, incluso sobre temas que Rathbone no habría esperado que interesaran a una mujer.

Ahora guardaba silencio porque había una carga tan grande entre ambos que le daba miedo iniciar cualquier conversación por si ésta se aproximaba demasiado a la franqueza, estando él atrapado como estaba en el vórtice del caso Philips y de su distanciamiento de Monk y de Hester. Daba la impresión de que afectara a un sinfín de cosas. Como una gota de tinta en un vaso de agua clara, se extendía para mancharlo todo.

Resultaba doloroso estar sentados en la misma habitación sin hablarse. Pues no se trataba del silencio de unos compañeros que no necesitan hablar; era el de dos personas que no se atreven a hacerlo porque media un terreno demasiado peligroso entre ambos.

Estaba siendo un cobarde. Debía encarar la situación o iría perdiendo gradualmente todo aquello que más apreciaba. Se iría escurriendo lentamente, hasta que quedara tan poco que ya no podría aferrarse a ello. ¿De qué tenía miedo, en verdad? ¿De haber perdido el respeto de Monk y Hester? ¿De haber perdido su amistad y todo lo que ésta había significado para él en el pasado, la pasión y la vitalidad de la existencia, los casos que se empeñaban en esclarecer no por conseguir una victoria legal sino por la importancia que tenían? ¿Una cruzada que otorgaba a su profesión un valor que ninguna otra cosa podía darle? El dinero y la fama devenían secundarios. Incluso la admiración de sus coetáneos era un extra agradable más que el premio por el que luchaba.

Habían buscado la verdad, a veces con grandes sacrificios, arrostrando peligros, superando el miedo, la desilusión, el agotamiento, incluso la casi certeza del fracaso. Y la victoria había sido sorprendentemente dulce. Incluso cuando traía aparejada la tragedia, y en ocasiones así había sido, siempre quedaba un sentido del honor que nada podía arrebatarles.

Con Phillips había vencido, pero aquélla era una victoria amarga. Había sido inteligente en grado sumo, pero ahora sabía que no había actuado con sensatez. Phillips era culpable, seguramente de haber asesinado a Fig, pero desde luego del vil abuso que infligía a un sinfín de niños. Y, según Rathbone estaba comenzando a creer, del chantaje y la corrupción de muchos hombres, quizás en puestos donde el perjuicio mancillaría todo el sistema judicial londinense.

Arthur Ballinger le había entregado el dinero, ¿pero, quién había pagado en realidad, y a. qué precio? ¿Quién, había pagado a Ballinger y por qué había aceptado éste semejante compromiso? Ésa era la pregunta que le impedía hablar con Margaret, y la razón de que estuviera allí sentado en silencio. ¿Lo sabría ella? ¿Por eso tampoco insistía en que le diera una respuesta? ¿Cuán bien conocía a su padre? ¿Lo consideraba un hombre honesto o le daba miedo saber la verdad por si no podía hacerle frente?

¿Qué pensar de la señora Ballinger? ¿Qué sabía o adivinaba? Casi seguro que nada. Eso también podría formar parte de la preocupación de Margaret. De hecho, ¿cómo no iba a serlo? ¿Qué haría su madre ante una verdad que resultara fea, un cáncer que arruinara la vida social y familiar que tanto valoraba?

Rathbone levantó la vista hacia Margaret, que cosía sentada frente a él, aunque puso cuidado en no mirarla a los ojos por si acaso descifraba lo que estaba pensando. No podía continuar así. El abismo que los separaba se ensanchaba día tras día. Ya no alcanzaban a tocarse a través de él. Llegaría un momento en que ni siquiera se oirían por más que gritaran.

La única solución consistía en averiguar quién había encargado a Arthur Ballinger que contratase a Rathbone para defender a Phillips. Ya lo había preguntado sin obtener respuesta. El descubrimiento debía efectuarse sin que Ballinger lo supiera. Ballinger había dicho que se trataba de un cliente, por consiguiente, constaría en los libros oficiales de su bufete. El dinero habría circulado por las cuentas, ya que había sido el bufete el encargado de transferírselo a Rathbone.

Puesto que se trataba de un cliente, y dado que había dinero de por medio, todo habría quedado anotado por Cribb, el meticuloso pasante de Ballinger. Su trato debió de comenzar en torno a la fecha en que Ballinger fue a ver a Rathbone por primera vez, prosiguiendo hasta la conclusión del juicio contra Phillips y su absolución. Si Rathbone lograra encontrar una lista de los clientes que visitaron a Ballinger entre esas dos fechas, sólo sería cuestión de ir eliminando a aquellos cuyos casos se hubiesen visto, siendo ya asuntos de dominio público, y, por supuesto, aquellos que aún estuvieran pendientes de juicio.

Ahora bien, no podía presentarse en el bufete de Ballinger y pedir que le dejaran ver los libros. La negativa sería automática y daría pie a preguntas sumamente incómodas. Haría prácticamente imposible la relación entre Rathbone y su suegro, y obviamente Margaret se daría cuenta de ello. Sabría que Rathbone sospechaba que su padre era responsable de algún acto inmoral, en el mejor de los casos de haber protegido a Phillips por una razón deshonesta. El peor era inimaginable.

Aun así sería temerariamente peligroso pagar a un tercero para que lo hiciera, suponiendo que pudiera encontrar a una persona con la habilidad necesaria para comprender con exactitud qué información precisaba. La tentación de hacer luego chantaje sería tremenda, por no mencionar la oportunidad de vender dicha información a otro interesado, como el propio Phillips, quizá.

Sólo había una conclusión posible: Rathbone debería ingeniárselas para hacerlo en persona. La idea le deprimió sobremanera. Una especie de frío amargo le anudó la boca del estómago. Titubeó de un modo que aborrecía hasta que cayó en la cuenta de que no sabía a quién podía estar chantajeando Phillips valiéndose de sus gustos por aquella clase de entretenimientos. ¿Quiénes eran las víctimas de aquellos apetitos que él saciaba, quedando a merced de ser manipulados a su antojo? Podría ser cualquiera de los hombres que hasta entonces había considerado amigos suyos, hombres honorables y talentosos.

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