Dio media vuelta y se marchó, desapareciendo casi de inmediato entre las sombras.
Hester se plantó en la escalinata temblando de rabia pero también de miedo. No podía, refutar ni una sola de las cosas que había dicho Phillips. Se sentía impotente, y tenía tanto frío en plena noche de verano que bien podría haber caído en las oscuras aguas del río.
El transbordador golpeaba contra la escalinata. El remero aguardaba.
– ¿Quiere que lo dejemos correr, señorita Hester? -preguntó Squeaky.
Hester no le veía la cara, estaban de espalda a la luz, y tampoco supo descifrar los sentimientos que ocultaba su voz.
– ¿Acaso podría irnos peor? -preguntó Hester-. ¿No le parece que cualquier cosa es mejor que aceptar esto?
– ¡Claro que sí! -dijo Squeaky al instante-. Las cosas pueden ponerse mucho más feas. Podría descubrir que Durban mató a Reilly y que Phillips puede demostrarlo.
– No puede -dijo con un súbito arranque de lógica-. Si pudiera demostrarlo, ya lo habría hecho, y habría desbaratado el caso de Durban sin tener que confiar en que Rathbone nos desacreditara ante el tribunal. Habría sido mucho más seguro.
– Pues si es lo que quiere, por mí, encantado. Trincar a ese cabrón sería mejor que una botella de brandy Napoleón.
– ¿Le gusta el brandy Napoleón? -preguntó Hester sorprendida.
– Ni idea -admitió Squeaky-. ¡Pero me gustaría averiguarlo!
Hester durmió hasta bien entrada la mañana y le molestó menos que de costumbre que Monk ya se hubiera marchado. Le había dejado una nota sobre la mesa de la cocina. No vio a Scuff en ninguna parte, y supuso que se había ido con Monk.
Sin embargo, estaba desayunando té con tostadas cuando Scuff apareció en el umbral. Parecía preocupado. Ya se había vestido y era obvio que había salido y regresado. Llevaba un periódico en la mano y saltaba a la vista que no sabía si ofrecérselo a Hester, que, sabiendo que Scuff no sabía leer, no quiso avergonzarlo aludiendo a ello.
– Buenos días -dijo Hester con naturalidad-. ¿Quieres desayunar?
– Ya he comido un poco -contestó Scuff, adentrándose un par de pasos en la cocina.
– Eso no impide que puedas comer algo más, si te apetece -le ofreció Hester-. Sólo es pan con mermelada, pero la mermelada es muy buena. Y té, por supuesto.
– Oh -dijo Scuff, siguiendo con la mirada la tostada que ella sostenía con la mano-. Bueno, no diré que no.
– Pues entonces ven a sentarte; te haré la tostada en un santiamén.
Hester terminó de comer su tostada con mermelada de frambuesa teniéndola con una mano mientras con la otra sostenía el tenedor para tostar otra rebanada de pan.
Se sentaron a la mesa frente a frente y comieron en silencio durante un rato. Scuff tomó mermelada de albaricoque; dos veces.
– ¿Puedo echar un vistazo a tu periódico, por favor? -preguntó Hester al cabo.
– Claro. -Lo empujó hacia ella-. Lo he traído para usted. No le va a gustar. -Parecía preocupado-. He oído a unos hombres que hablaban con el vendedor, por eso lo he traído. Dicen cosas malas.
Hester alcanzó el periódico y miró los titulares, luego lo abrió y leyó unas páginas interiores. Scuff estaba en lo cierto, no le gustó en absoluto. Las insinuaciones eran veladas, pero no distaban mucho de las cosas que Phillips le había referido la noche anterior en el muelle. Se cuestionaba a la Policía Fluvial. La tasa de éxitos que el cuerpo sostenía tener se consideraba poco fiable: ¿eran ciertas las cifras? ¿Corno habían llegado a reclutar a un hombre tan obsesionado por una venganza personal como Durban? Y al parecer no una vez, sino dos. ¿Acaso era mejor su sustituto, el señor Monk? ¿Qué se sabía acerca de él? En realidad, ¿qué se sabía de cualquiera de ellos, incluido Durban?
La nación se encontraba en una situación peligrosa cuando un cuerpo como la Policía Fluvial tenía mucho poder y nadie supervisaba el modo en que se usaba o se abusaba de él. Si los miembros del Parlamento que representaban a las circunscripciones del río estuvieran cumpliendo con sus obligaciones, se formularían preguntas cuando el Parlamento volviera a reunirse.
Levantó la vista hacia Scuff. Él la estaba observando, tratando de hacerse una idea de lo que decía el diario fijándose en su expresión.
– Pues sí, dicen cosas malas -le dijo Hester-. Pero por ahora sólo son conjeturas. Tenemos que averiguar si son verdad o no, porque no podremos hacer nada al respecto hasta que lo sepamos.
– ¿Qué nos pasará si es verdad? -preguntó Scuff.
Hester percibió el temor que vibraba en su voz y reparó en que se había incluido en su destino. Se preguntó si lo había hecho adrede o no. Pondría mucho cuidado en responder en el mismo tono, con igual desenfado.
– Tendremos que enfrentarnos a ello -contestó-. Si podemos, demostraremos que no somos así, pero si no nos dan la oportunidad de hacerlo, tendremos que buscar trabajos nuevos. Todo irá bien, no te preocupes. Hay muchas cosas que podemos hacer. Yo podría volver a ejercer de enfermera. Solía ganarme la vida por mi cuenta, antes de casarme con el señor Monk, ¿sabes?
– ¿En serio? ¿Cuidando enfermos? ¿Pagan por eso?
Scuff abría los ojos como platos, y su tostada se quedó a medio camino de la boca.
– Por supuesto -le aseguró Hester-. Siempre y cuando lo hagas bien, y yo era muy buena. Trabajé en el ejército, atendiendo a soldados heridos en combate.
– ¿Cuando volvían a casa? -preguntó Scuff.
– ¡Qué va! Iba al campo de batalla y los atendía allí mismo, donde habían caído.
Scuff se sonrojó y luego sonrió, convencido de que Hester le estaba gastando una broma aunque no la comprendiera.
A ella se le ocurrió tomarle el pelo, pero decidió que estaba demasiado asustado. Scuff acababa de encontrar cierto grado de seguridad, quizá por primera vez en su vida, personas a quienes no sólo podía amar sino también confiar en ellas, y todo eso se le estaba escapando de las manos.
– Lo del campo de batalla va en serio. Allí es donde los soldados necesitan más a los médicos y enfermeras. Fui a Crimea con el ejército. Igual que otras tantas señoritas. La batalla se libraba bastante cerca de donde estábamos. La gente solía subir a los cerros que dominaban el valle para observar el combate. No era peligroso, de serlo no lo habrían hecho, por supuesto. Y las enfermeras a veces también subíamos, y luego íbamos al campo de batalla en busca de los que seguían vivos y precisaban asistencia médica.
– ¿No era horrible? -preguntó Scuff en un susurro, todavía sin hacer el menor caso a la tostada.
– Sí que lo era. Tan horrible que nunca quiero recordarlo.
Pero mirar hacia otro lado no resuelve nada, ¿verdad? -dijo Hester.
– ¿Qué podía hacer usted por los soldados que tenían heridas muy graves? -preguntó Scuff-. ¿No necesitaban médicos?
– No había suficientes médicos para atender a todo el mundo a la vez -le dijo Hester, recordando a su pesar los gritos de dolor de los hombres, el caos de los heridos y los agonizantes, y también el olor de la sangre. Entonces no se había sentido abrumada, estaba demasiado atareada en cuestiones prácticas, intentando cerrar heridas, amputar un miembro destrozado o salvar a un hombre de morir por un shock-. Aprendí a hacer algunas cosas por mi cuenta, pues las cosas estaban tan mal que yo no podía empeorarlas. Cuando la situación es desesperada intentas hacer lo que sea aunque no sepas ni por dónde empezar. Puedes prestar mucha ayuda con un cuchillo, una sierra, una botella de brandy, hilo y aguja, y por supuesto con tanta agua y vendas como seas capaz de llevar contigo.
– ¿Para qué sirve la sierra? -preguntó Scuff en voz baja.
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