Anne Perry -
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– Recuerdo su voz -dijo Monk en voz alta, mirando a Hester a los ojos-. Su cara, su manera de andar, lo que le hacía reír, lo que le gustaba comer. Le encantaba ver el amanecer en el río y observar cómo salían los primeros transbordadores. Solía pasear a solas contemplando el juego de luces y sombras en el agua, la bruma evaporándose como una gasa de seda. Le gustaba ver el bosque de mástiles cuando teníamos muchos buques aparejados con velas cuadras en el Pool. Le gustaban los sonidos y olores de los muelles, sobre todo cuando descargaban los barcos especieros. Le gustaba oír a las gaviotas y a los hombres que hablaban todas las lenguas extranjeras posibles, como si toda la tierra, con su riqueza y variedad, hubiese venido a Londres. Nunca lo dijo, pero creo que estaba orgulloso de ser londinense. -Se calló, embargado por una emoción demasiado fuerte. Luego inspiró profundamente-. Yo no quería hablar de mi pasado y me traía sin cuidado el suyo. Para cualquiera de nosotros, lo que importa es quién eres hoy.
Hester sonrió, apartó la vista un momento y volvió a mirarlo.
– Durban era una persona real, William -dijo con dulzura-. Buena y mala, sensata y estúpida. Seleccionar los aspectos que te gustan no significa que realmente te gustara. No es amistad, es consuelo. Tú eres mejor que todo eso, tanto si él lo era como si no. ¿Acaso tus sueños, o el recuerdo de Durban, valen más que la vida de otros niños como Fig? -Se mordió el labio-. ¿O Scuff? -Monk hizo una mueca. Había olvidado lo sincera que podía llegar a ser Hester, aunque tuviera que mostrarse severa-. Me consta que es indiscreto escudriñar la vida de una persona -dijo Hester-. Incluso indecente tratándose de un muerto que no puede defenderse o explicarse, o siquiera arrepentirse. La alternativa es dejarlo correr, y ¿no es eso peor?
Era una dura elección, pero si Durban había sido descuidado, o incluso deshonesto, había que enfrentarse a ello.
– Sí -reconoció Monk-. Pásame los papeles. Los ordenaremos entre los que entendemos, los que no y los que dudo que lleguemos a entender alguna vez. Pillaré al cabrón de Phillips, por más largo o penoso que sea el camino. He cometido un error y voy a enmendarlo.
– Lo cometimos -le corrigió Hester, torciendo el gesto-. Dejé que Oliver me presentara como una sentimental que al no tener hijos emite juicios histéricos y carentes de criterio.
Monk advirtió el sufrimiento de su semblante por haberse visto ridiculizada, y eso no se lo perdonaría a Rathbone hasta que hubiese pagado el último céntimo, y quizá ni siquiera entonces. Aquello era otra cosa que Hester había perdido, su auténtica y valiosa amistad con Rathbone. Igual que Monk, Hester no tenía un círculo de familiares próximos que la amaran. Había perdido un hermano en Crimea, su padre se suicidó y su madre, destrozada, no le sobrevivió mucho tiempo. Su único hermano vivo era un hombre envarado y distante, no un amigo. Algún día, cuando tuviera tiempo, Monk tendría que ir a visitar a su hermana, a quien apenas recordaba. Dudaba que hubiesen estado muy unidos alguna vez, ni siquiera antes de perder la memoria, probablemente por culpa de él.
Soltó los papeles y acarició a Hester con ternura, luego la atrajo hacia sí y la besó, antes de estrecharla entre sus brazos.
– Mejor mañana -susurró-. Dejémoslo…, por ahora.
Monk se levantó temprano y fue a comprar los periódicos. Se planteó la posibilidad de no llevarlos a casa para que Hester no viera lo mal que hablaban del juicio, pero enseguida descartó la idea. Su esposa no necesitaba que él la protegiera y, probablemente, tampoco lo quería. No lo interpretaría como una muestra de cariño sino como una exclusión. Y después de la sinceridad y la pasión de la víspera, merecía algo mejor de su parte. Pensó, con una sonrisa, que tal vez estuviera comenzando a entender a las mujeres o, por lo menos, a una mujer.
No había ningún otro motivo para sonreír. Cuando se sentó frente a ella para desayunar, con los periódicos abiertos sobre la mesa, quedó bien patente lo desagradable de la situación. Durban aparecía como un incompetente, un hombre cuya muerte le ahorraba la indignidad de ser cesado en el cargo por haber llevado a cabo una venganza personal contra un criminal especialmente repugnante, en el mejor de los casos, o, en el peor, por haber hecho gala de una ética profesional muy dudosa.
El propio Monk no salía mucho mejor parado, pues lo pintaban como un amateur designado para mandar sobre hombres con más experiencia. No sabía qué suelo pisaba, el puesto le venía grande. Se había esforzado demasiado en saldar una deuda que creía tener con un amigo a quien en realidad apenas conocía, y su falta de criterio resultaba abrumadora.
A primera vista, la prensa parecía más benevolente con Hester. La retrataba como una mujer demasiado emotiva, llevada por la lealtad a su marido y por un insensato apego por una clase de niño al que se había aferrado su frustrado instinto maternal, con el que se había volcado de un modo poco apropiado. Ahora bien, ¿qué cabía esperar de una mujer a quien una descaminada devoción por las causas caritativas le había negado su papel natural en la sociedad, y cuyo talante beligerante la había hecho poco atractiva para los hombres decentes de su misma condición social? Debería servir de lección a todas las jovencitas de buena cuna para que no se apartaran de las sendas que la naturaleza y la sociedad habían establecido para ellas. Sólo así podrían esperar sentirse realizadas con su vida. El artículo en cuestión traslucía condescendencia.
Mientras lo leía, Hester soltó ciertas palabrotas a propósito del autor y sus ascendientes, que había aprendido en sus épocas de enfermera militar. Tras unos minutos miró nerviosa a Monk y se disculpó, preocupada por si lo había impresionado.
Él le sonrió, quizá con un aire un tanto sombrío, porque los comentarios vertidos acerca de su esposa le habían escocido tal vez incluso más que a ella.
– Tendrás que explicarme qué significan -respondió-. Me parece que yo también podría servirme de algunas de esas expresiones.
Hester se puso muy roja y apartó la vista, pero la tensión de su cuerpo cedió y dejó de retorcerse las manos en el regazo.
En realidad, lo peor que publicaban los diarios era una única frase, añadida casi como una idea de último momento, insinuando que la Policía Fluvial ya no tenía razón de ser. Tal vez había llegado el momento de que renunciara a seguir siendo un cuerpo autónomo y que simplemente pasara a estar bajo el mando de las fuerzas del orden más cercanas. Había llevado tan mal el asunto que Jericho Phillips, si era culpable, se había librado de la soga para siempre, al menos por el asesinato de Walter Figgis. Ahora era libre de reanudar sus chanchullos sin problemas. Se ponía en ridículo a la ley, y aquello no era permisible, independientemente de qué oficial bienintencionado pero incompetente tuviera que ser despedido.
Camino de la clínica de Portpool Lane, se afianzó en Hester la firme determinación de demostrar que los periodistas se equivocaban respecto a ella, aunque era infinitamente más importante demostrar que Monk llevaba razón. Ahora bien, Hester era lo bastante realista como para saber que eso no tenía por qué ser forzosamente posible. No albergaba la menor duda de que Phillips fuese capaz de asesinar, o incluso de que hubiera cometido asesinato, si no el de Fig, el de otros. Pero lo cierto era que, con su indignación y su certeza, habían sido descuidados, olvidando la precisión de la ley cuando ésta la usaba alguien de la talla de Oliver Rathbone.
Y eso causaba otra clase de sufrimiento, un dolor menos apremiante pero de amplio espectro que se inmiscuía en todas las facetas de la vida, ensombreciéndolas. El único modo que Hester tenía de comenzar de nuevo era haciéndolo con sus propias pesquisas, lo cual implicaba la clínica. Y, por supuesto, eso también significaba ver a Margaret. A Hester le había gustado Margaret desde el momento en que se conocieron, cuando Margaret se mostraba tímida y herida por la reiterada humillación a que la sometía su madre al tratar constantemente de casarla con alguien apropiado, según su punto de vista, por descontado, no el de Margaret. Para gran vergüenza de Margaret, cuando habían coincidido con Rathbone en un baile u otro, la señora Ballinger había hecho grandes elogios de las virtudes de su hija, delante de la propia Margaret, con el más que evidente propósito de interesar a Rathbone en un posible matrimonio.
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