– Lo echó todo a perder -señaló Squeaky, sin especificar a quién se refería-. Lástima. Está claro que ese cabrón merecía que le rompieran el cuello. Que ahora tengamos un montón de dinero no sirve de consuelo. Hoy no, al menos. Quizá mañana nos hace sentir mejor. Puede disponer de cinco libras para sábanas, si quiere. -Aquél era un ofrecimiento inusitadamente generoso en un hombre que no soltaba un penique y en cuya opinión las sábanas para las mujeres de la calle eran tan necesarias como los collares de perlas para los animales de corral. Era su manera indirecta de intentar confortarla.
Hester le sonrió y él apartó la vista, incómodo. Le daba un poco de vergüenza mostrarse generoso; estaba saltándose sus propias normas. Ella se sentó frente a él.
– Buena idea. Así podremos lavarlas más a menudo y reducir el riesgo de infección.
– ¡Eso costará más jabón y más agua! -protestó Squeaky, horripilado por la extravagancia que al parecer se había permitido-. Y más tiempo para secarlas.
– Y menos enfermas infectadas, de modo que se marcharán antes -repuso Hester-. Pero lo que realmente quiero es su ayuda. Por eso he venido.
Squeaky la miró detenidamente.
– ¿Ha visto a la señora…, a lady Rathbone? -preguntó, poniendo cuidado en mantener el rostro inexpresivo.
– Sí, la he visto, y hemos hecho las cuentas de la cocina -contestó Hester, preguntándose cuánto sabrían todos ellos sobre el juicio y el veredicto. Daban la impresión de estar muy bien informados.
– ¿Qué puedo hacer yo? ¡Ese canalla está libre! -exclamó Squeaky con súbita fiereza, y Hester se dio cuenta, con renovado dolor, de hasta qué punto ella y Monk los habían decepcionado a todos. Habían indagado allí donde pudieron para dar información a Hester y ella no había logrado que ahorcaran a Phillips.
– Lo siento -dijo Hester en voz baja-. Estábamos tan convencidos de que era culpable que no fuimos lo bastante cuidadosos.
Squeaky se encogió de hombros. No tenía reparos en golpear a un hombre que estuviera deprimido. De hecho, ¡era el momento más seguro para hacerlo! Pero era incapaz de atacar a Hester, ella era diferente. Prefería no pensar en el cariño que le tenía; aquello sí que era sin lugar a dudas una grave debilidad.
– ¿Quién se habría figurado que sir Rathbone hiciera algo así? -inquirió-. Podríamos ver si tenemos suficiente dinero para hacer que alguien le clave un cuchillo en la garganta. Costaría lo suyo, cierto. Tanto como sábanas para la mitad de las putas de Inglaterra.
– ¿A Oliver? -dijo Hester escandalizada.
Squeaky puso los ojos en blanco.
– ¡Por Dios, mujer! ¡Me refiero a Jericho Phillips! No costaría nada liquidar a sir Oliver Rathbone. Sólo que tendrías a todos los polis de Londres detrás de ti, o sea que supongo que acabarías bailando al final de una soga. Y eso es caro. Pero Phillips sería otra cosa. Como que no te pillara él primero. Menudo sujeto está hecho.
– Eso ya lo sé, Squeaky. Preferiría capturarlo legítimamente.
– Ya lo ha intentado -señaló él. Apartó un montón de papeles a un lado del escritorio-. No pretendo restregárselo por la nariz, pero no han conseguido exactamente que se hiciera justicia, ¿me equivoco? Ahora está mejor que si no se hubiesen molestado en intentarlo. Está libre, el muy cerdo. Ahora, aunque pudieran demostrarlo y él confesara, no podrían ponerle la mano encima a ese canalla.
– Lo sé.
– Pero a lo mejor no ha pensado, señora Hester -prosiguió Squeaky muy serio-, que Phillips sabe que van a por él y que sabe quién puede decirle qué, y esa gente tendrá que ir con pies de plomo a partir de ahora. Es un pedazo de cabrón muy peligroso ese Jericho Phillips. No va a perdonar a quien haya hablado más de la cuenta.
Hester se estremeció; se le hizo un nudo en el estómago. Tal vez aquello fuese lo más grave de su fracaso: el peligro para los demás, las vidas ensombrecidas por el miedo a la venganza de Phillips cuando su convencimiento les había prometido seguridad. No quería mirar a Squeaky a los ojos, pero sería cobarde no hacerlo.
– Sí, eso también me consta. Va a ser todavía más difícil esta vez.
– ¡No tiene ningún sentido volver a hacerlo, señora Hester! -señaló Squeaky-. ¡Ya no podemos ahorcar a ese cabrón! ¡Sabemos que debería ser ahorcado, destripado y que los pájaros se comieran sus tripas! ¡Pero la ley dice que es tan inocente como los niños que vende! ¡Gracias al maldito sir Oliver Rathbone! Ahora ninguno de los que hablaron contra él está a salvo, pobres diablos.
– Ya lo sé, Squeaky -le aseguró Hester-. Y me consta que los hemos defraudado. Usted no; el señor Monk y yo. Dimos demasiadas cosas por sentadas. Nos dejamos guiar más por la ira y la piedad que por la cabeza. Pero aún hay que encargarse de Phillips, y se lo debemos a toda la gente que nos ayudó. Habrá que encerrarlo por alguna otra causa, y ya está.
Squeaky cerró los ojos y suspiró exasperado pero, pese a la alarma, también había un asomo de sonrisa en su cara.
– ¿No aprenderá nunca, verdad? ¡Dios bendito! ¿Qué quiere ahora?
Hester decidió que si no era una muestra de acuerdo, como mínimo era de aquiescencia. Se inclinó sobre la mesa.
– Sólo lo han absuelto de asesinar a Fig en concreto. Aún se le puede acusar de cualquier otra cosa.
– Pero no ahorcarlo -replicó Squeaky con gravedad-. Y tiene que ser ahorcado.
– Veinte años en Coldbath Fields serían un buen comienzo -repuso Hester-. ¿No le parece? Tendría una muerte mucho más larga y lenta que colgado de una soga.
Squeaky lo meditó unos instantes.
– Se lo garantizo -dijo al fin-. Pero me gusta lo seguro. La soga es segura. Una vez hecho, queda hecho por siempre.
– Ya no tenemos esa opción -dijo Hester con desánimo.
Squeaky la miró, parpadeando.
– ¿Se pregunta quién le pagó o ya lo sabe? -preguntó.
Hester se quedó perpleja.
– ¿Pagar?
– A sir Oliver Rathbone -contestó Squeaky-. No lo hizo gratis. ¿Por qué lo hizo, si no? ¿Lo sabe ella?
Señaló bruscamente en dirección a la cocina.
– No tengo ni idea -contestó Hester, pero ya tenía en mente la cuestión de quién había pagado a Oliver, y por qué había aceptado el dinero. Hasta entonces no se había planteado nunca la posibilidad de que debiera favores, al menos no de la clase por los que cupiera pedir semejante pago. ¿Cómo se incurría en semejantes deudas? ¿Para qué? ¿Y quién exigiría semejante pago?
Sin duda, cualquiera a quien Rathbone considerase un amigo querría tanto como Monk ver a Phillips condenado.
Squeaky torció el gesto como si hubiese mordido un limón.
– Si cree que lo hizo gratis, pocas esperanzas me da usted -dijo indignado-. Phillips tiene amigos muy bien situados. Nunca imaginé que Rathbone fuese uno de ellos. Y sigo sin imaginarlo. Pero algunos de ellos tienen mucho poder, por donde quiera que se mire. -Hizo una mueca de desprecio-. Nunca se sabe hasta dónde llegan sus tentáculos. Mucho dinero en fotos obscenas, cuanto más sucias, más dinero. Si son de niños puede pedir lo que quiera. Primero por las fotos, luego por el silencio del comprador.
Se dio un toque en la nariz y la miró con un solo ojo.
Hester iba a decir que sir Oliver no habría cedido a ninguna clase de presión, pero cambió de parecer y se tragó sus palabras. ¿Quién sabía lo que uno haría por un amigo que se viera envuelto en serios problemas? Alguien había pagado a Oliver, y éste había resuelto no preguntar por qué. Los mismos principios legales valían fuera quien fuese, y el mismo peso de las pruebas.
Squeaky frunció los labios con aversión.
– Mirar la clase de fotos que Phillips vende a la gente puede afectarte la cabeza -dijo, observándola detenidamente para asegurarse de que le entendía-. Incluso a personas que nunca se imaginaría. Si les quita sus pantalones elegantes y sus camisas a la última moda, no son muy distintos de cualquier mendigo o ladrón, en lo que a gustos de maricón se refiere. Sólo que algunos tipos tienen más que perder que otros, de manera que quedan expuestos a un poco de presión de vez en cuando.
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