Anne Perry -

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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Sólo cabía pensar que a Rathbone le motivaba algo menos prosaico que el dinero. Monk se negaba a creer que fuese algo tan innoble y simple como eso.

La cena estaba lista y se sentaron a comer en silencio. Un silencio cordial y amigable; cada cual estaba perdido en sus propios pensamientos, si bien preocupado por el mismo tema. Monk miró a Hester a los ojos un instante y se dio cuenta de ello, así como de que ella también era consciente de lo mismo. Ninguno de los dos estaba preparado aún para hablar.

No habían conseguido que se hiciera justicia. Poco importaba lo que Rathbone hubiera argumentado, el uso de la ley había posibilitado que un hombre a todas luces culpable saliera en libertad, permitiéndosele repetir sus delitos con tanta frecuencia como quisiera. El mensaje transmitido a la gente era que la habilidad gana, no el honor. Y el propio Monk era tan culpable de ello como Rathbone. Si hubiese hecho su trabajo más concienzudamente, si hubiese sido tan listo como Rathbone, Phillips estaría de camino a la horca. Al darlo por sentado porque tenía razón había adoptado una especie de invulnerabilidad a la derrota, había sido descuidado y había defraudado a Orme, quien tan duro había trabajado y confiado en él. También había defraudado a Durban. Aquello estaba llamado a ser un acto de gratitud, lo único que podía darle incluso más allá de la tumba: hacer su trabajo honorablemente.

Y al llevar a Phillips ante la justicia para que fuera absuelto, lo había librado por siempre de ser acusado de aquel crimen otra vez, lo cual era peor que no haberlo capturado nunca. La Policía Fluvial en pleno había sido traicionada.

La confianza, la paz interior que se había ganado a pulso y que era su bien más preciado se le estaba escurriendo de las manos como el agua entre los dedos. Un día estaba allí, y al otro miraba y estaba desapareciendo sin que pudiera hacer nada para impedirlo. Así era la cruda realidad: él no era el hombre que había comenzado a pensar que era. Había fallado. Jericho Phillips era culpable como mínimo de abusar de niños y de pornografía, y a juicio de Monk, que no abrigaba la menor duda, también de asesinato. Era la falta de cuidado de Monk, su incompetencia al cerciorarse de los pormenores, al comprobarlos una y otra vez, al demostrarlo todo, lo que había permitido a Rathbone retratarlo como una persona que anteponía el sentimiento a la razón, de modo que Phillips se desvaneciera en una bruma de dudas y escapara indemne.

Monk levantó la vista hacia Hester.

– No puedo dejar las cosas así-dijo-. Ni por mí mismo ni por la Policía Fluvial.

Ella apoyó la cuchara en el plato y lo miró fijamente, casi sin pestañear.

– ¿Qué puedes hacer? No puedes volver a acusarlo.

Monk tomó aire bruscamente para responder, pero entonces reparó en la franqueza y ternura de los ojos de Hester.

– Ya lo sé. Y estábamos tan convencidos de que sería condenado por el asesinato de Figgis que ni siquiera lo acusamos de haber atacado al gabarrero. Y si ahora presentamos esos cargos parecerá que lo hacemos porque hemos fallado. Dirán que resbaló, que fue un accidente, que luchaba por su vida. Hará que parezcamos todavía más… incompetentes.

Hester se mordió el labio y dijo:

– Esta vez tenemos que saber lo que nos proponemos hacer; con toda exactitud. No basta con ver la verdad, ¿cierto?

Era un desafío, una invitación a enfrentarse a algo mucho peor que la amargura de aquel día. Qué pragmática que era. Claro que para una enfermera era básico tener sentido práctico. El tratamiento de las enfermedades del cuerpo era ante todo práctico. No había tiempo ni lugar para errores o excusas. Exigía una clase de coraje inmediato, de fe en la utilidad de intentarlo prescindiendo del resultado. Fallas una vez y debes seguir dándolo todo la vez siguiente, y otra más.

Hester había dejado de comer su tarta de ciruelas y aguardaba la respuesta.

– Si lo investigo a fondo seguro que puedo demostrar que es culpable de algo -contestó Monk-. Aunque no sirva para ahorcarlo, una buena temporada en Coldbath Fields dejaría a salvo de abusos a bastantes chavales, quizá tantos como cien. Para cuando salga, muchas cosas podrían ser distintas. Quizás incluso muera allí. No sería el primero.

Hester sonrió.

– Entonces comenzaremos de nuevo, desde el principio. -Se comió el último bocado de tarta y se puso de pie-. Pero antes una taza de té. Y aún queda un pedazo de tarta de manzana. Si vamos a pasar toda la noche en vela, más vale que no lo hagamos con el estómago vacío.

La gratitud que embargó a Monk fue tan grande que se vio incapaz de hablar sin ponerse en evidencia. Agachó la cabeza y se concentró en acabarse su tarta.

Después fue en busca de los papeles de Durban, los extendieron sobre la mesa, las butacas y el suelo del salón y los releyeron todos. Por primera vez Monk se dio cuenta de cuan fragmentarios eran. Unos estaban llenos de descripciones, aparentemente sin omitir ningún detalle. Otros eran tan breves que apenas contenían unas pocas palabras apuntadas como recordatorios de hilos de pensamiento jamás completados. Algunos se habían escrito tan deprisa que apenas eran legibles, y a juzgar por la letra picuda y la escasa delicadeza del trazo se habían compilado en un estado de intensa emoción.

– ¿Sabes qué significa esto? -preguntó Hester, levantando un trozo de papel rasgado con las palabras «¿Era dinero? ¿Qué más?» escritas con una pluma distinta.

– No lo sé -reconoció Monk. Había encontrado otras notas, frases garabateadas, preguntas sin respuesta que había supuesto que aludían a Phillips pero que tal vez no lo hicieran. En su momento había releído las notas de todos los casos, tanto las de Durban como las de los demás agentes, y también comprobó todas las acusaciones guardadas en los archivos de la comisaría.

Hester seguía mirándolo. Monk pensó que sabía lo que Hester iba a decirle, si no a propósito de aquel trozo de papel, sí del siguiente, o del que viniera después. El peso que suponía para su mente era como un agujero en el suelo.

– Podría ser algo relacionado con la vida del propio Durban -le dijo a Hester por fin-. Algo personal. No me había dado cuenta de lo poco que en realidad sé acerca de él. -Rememoró aquellos escasos días que pasaron juntos, buscando a la tripulación del Maude Idris. Monk nunca había tenido un caso tan apremiante o terrible y, sin embargo, había surgido un sentimiento de camaradería cuyo recuerdo aún lo hacía sonreír. Durban le había profesado aprecio, y no sabía de nadie más que lo hubiese hecho con una franqueza tan inmediata e incondicional.

Si había tenido algún otro amigo como él, había sido en esa enorme porción de su pasado que le era imposible recordar. Tenía momentos repentinos de luz entre sombras, tan fugaces que le dejaban sólo una imagen, nunca una historia. Según se desprendía de lo que le habían contado y lo que había deducido sobre sí mismo, la inteligencia y la falta de piedad, la implacable energía que lo empujaba, no le habría resultado simpática ni siquiera a Durban. Desde luego, no lo había sido para Runcorn, y ni Hester ni Oliver Rathbone lo conocían entonces. Hester quizá lo hubiese domado, aunque sin la tremenda vulnerabilidad de su confusión y el miedo a ser culpable de la muerte de Joscelyn Gray, ¿por qué se habría molestado en hacerlo? Monk tuvo poca humanidad que ofrecer hasta que se vio obligado a mirar en su fuero interno y analizar lo peor.

Se alegró de que Durban sólo hubiese conocido al hombre en el que se había convertido y no al original.

¿Qué residía en los espacios vacíos de su construcción mental de Durban que Monk no supiera? ¿Acaso el irrefrenable impulso de capturar a Jericho Phillips iba a obligarle a entrometerse en áreas de la vida de Durban que éste había preferido guardarse para sí, quizá porque en ellas hubiese sufrimientos, fracasos, viejas heridas que necesitaba olvidar?

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