Anne Perry -

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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Se sentó en medio de un silencio sepulcral. Ninguna otra persona se movió ni hizo el menor ruido.

Al cabo de un momento, con voz ronca, lord Justice Sullivan invitó al jurado a retirarse para deliberar y dar su veredicto.

Regresaron antes de una hora sin mirar a nadie. Estaban tristes, pero también decididos.

Sullivan pidió a su portavoz que hablara en nombre de ellos.

– No culpable -dijo en voz baja y clara.

Capítulo 4

Sentado en la sala del tribunal, Monk no salía de su asombro. A su lado, Hester estaba paralizada. Monk lo notaba como si estuviera arrimado a ella aunque en realidad los separaban varios centímetros. Entonces la oyó moverse y supo que se había vuelto para mirarlo. ¿Qué podía decirle? Había estado tan convencido de cuál sería el veredicto que ni siquiera había sugerido a la acusación que presentara cargos contra Phillips por el intento de homicidio del piloto del transbordador. Y ahora, como si se hubiese desvanecido en el aire, Phillips había escapado.

Salieron de la sala en silencio, se abrieron paso entre el gentío y, una vez en la calle, como por tácito acuerdo, en lugar de buscar un ómnibus enfilaron Ludgate Hill hacia el puente de Blackfriars. El río resplandecía bajo el sol oblicuo del atardecer. Las embarcaciones de recreo lucían vistosas banderas y gallardetes que aleteaban al viento. La música de un organillo llegaba desde algún lugar de la orilla que no llegaban a ver.

Se hallaban a poco más de un kilómetro del puente de Southwark. Caminaron hacia allí lentamente, observando las brillantes estelas de los barcos, y tomaron un ómnibus después de cruzarlo. Se sentaron muy quietos, y no pronunciaron palabra hasta que se apearon a menos de un kilómetro de Paradise Place y subieron la colina, dando un rodeo por el mero placer de respirar aire fresco.

El parque era un remanso de paz, una leve brisa agitaba las hojas, como si alguien respirase mientras dormía plácidamente.

En media docena de ocasiones, Monk había querido decir algo pero, cada vez, lo que iba a decir le pareció torpe, como un intento de justificarse. ¿Qué pensaba de él Hester? Rathbone lo había llamado como testigo. Sin duda había contado con que Monk diría y haría exactamente lo que había hecho.

– ¿Sabía que iba a reaccionar así? -dijo por fin mientras pasaban bajo uno de los altísimos árboles del parque, cuyas ramas proyectaban sombras profundas-. ¿Tan predecible soy, o es que me ha manipulado?

Hester reflexionó antes de contestar.

– Ambas cosas, diría yo -dijo finalmente-. Esa es su gran habilidad, hacer la pregunta de tal modo que en realidad sólo puedes darle una respuesta. Pintó a Durban como un personaje sentimental, demasiado emotivo, y luego te preguntó si a ti te importaba el caso tanto como a él. No ibas a decirle que no. -Tenía el ceño fruncido-. Entiendo el principio de que la ley debe fundamentarse en pruebas, no en el amor ni en el odio. Cuesta aceptarlo pero es así. No puedes condenar a alguien porque no te caiga bien. Lo que no entiendo es por qué eligió este caso en concreto para demostrarlo. Hubiese jurado que Phillips le resultaría tan repulsivo como al resto de nosotros. Me parece… -buscó la palabra apropiada-, perverso.

Monk comenzó a ver solidez en sus pensamientos.

– Sí, lo es. Y ése no es el hombre que era antes… ¿Verdad?

Cruzaron la calle y caminaron cogidos del brazo cuesta arriba hasta Paradise Place.

– No -dijo Hester cuando al fin llegaron a la puerta de su casa y Monk sacó la llave para abrir. Dentro olía a cerrado después del calor del día aunque el delicado aroma a lavanda y cera de abeja era agradable, igual que en el tendedero de la cocina la frescura de la ropa lavada. Una sirvienta iba dos veces por semana para hacer las faenas más pesadas, y era obvio que había estado allí aquella mañana.

– ¿Crees que ha cambiado tanto como parece? -preguntó Hester, deteniéndose y volviéndose de cara a él.

Monk no supo qué contestar. En aquellos momentos sólo era consciente de lo mucho que había apreciado a Rathbone pese a las diferencias existentes entre ambos. Si Rathbone ya no profesaba las mismas ideas que antes, Monk también había perdido algo.

– No lo sé -dijo sinceramente.

Hester asintió con la cabeza, apretando los labios, y sus ojos reflejaron una súbita tristeza. Se dirigió a la cocina. Él la siguió y se sentó en una de las sillas de respaldo duro, mientras ella cogía la tetera y la llenaba de agua antes de ponerla a hervir. Monk sabía que el cambio que percibían en Rathbone también la haría sufrir, quizás incluso más que a él. La gente cambiaba al casarse, a veces sólo un poco aunque también podía ser mucho. Él mismo era distinto de cuando se casó con Hester, aunque en su caso creía que había sido para bien. No le gustaba reconocerlo pero, volviendo la vista atrás, antes había sido más difícil de complacer, más pronto a perder los estribos y a ver lo desagradable y los puntos flacos del prójimo. Era algo de lo que estar agradecido pero no orgulloso; tendría que haber sabido resolverlo por sí mismo. El orgullo quizás estaría justificado si hubiese sido más amable sin la paz interior y el sentirse a salvo de la hiriente soledad de antaño que le había proporcionado el matrimonio.

Si aquel cambio en Rathbone tenía que ver con Margaret, aún sería una pérdida más amarga para Hester dado que Margaret también había sido amiga suya. Habían trabajado duro codo con codo, compartiendo pesares y miedos, así como buena parte de sus respectivos sueños.

Ahora observaba a Hester mientras ella preparaba la cena sin decir palabra. Algo sencillo, no se disponía a guisar, pero con el calor del verano la comida fría no sólo era más cómoda sino también más apetecible. Resultaba sumamente reconfortante verla ir de una alacena a otra buscando lo que necesitaba, picar y cortar lonchas y rodajas. Sus manos eran delicadas y rápidas, y se movía con gracia. Algunos hombres quizá no la encontraran guapa; de hecho a él mismo no le pareció que lo fuera cuando se conocieron. Estaba demasiado delgada. La moda dictaba curvas más rotundas y un rostro menos apasionado y enérgico, un aire más recatado e inclinación a la obediencia.

Pero él conocía sus diversos estados de ánimo, y el juego de la alegría y el pesar en sus rasgos, la llama de la ira, el súbito dolor de la contrición o la punzada de la piedad le resultaban bien familiares. Sabía con cuánta intensidad influían en ella. Ahora los sentimientos más superficiales de las bellezas anodinas le parecían vacíos, dejándolo sediento de realidad.

¿Qué ofrecía Margaret Rathbone comparada con Hester? ¿Qué quería para que Rathbone hubiese defendido a Jericho Phillips con tanta brillantez? Pues Monk faltaría a la verdad si dijera que su defensa no había sido brillante. Rathbone había convertido una situación insostenible en otra revestida de dignidad, incluso de cierto honor, al menos en apariencia.

Ahora bien, ¿y después? ¿Qué quedaba detrás de la momentánea victoria en la sala del tribunal, el asombro del público, la admiración de su talento y habilidad? ¿Qué pasaba con la cuestión del porqué? ¿Quién le había pagado por hacerlo? Si se trataba de un favor, ¿a quién se lo debía? ¿Quién podía pedir u ofrecer algo que pudiera desear un hombre como el Rathbone que él conocía? En el pasado, Hester, Monk y él habían librado grandes batallas que pusieron a prueba cada gramo de su valentía, imaginación e inteligencia porque creían en las respectivas causas.

Si Rathbone fuera sincero, ¿qué pensaría de aquello? Jericho Phillips era un hombre malvado. Incluso Rathbone se había guardado de decir que era inocente, limitándose a señalar que la acusación no había demostrado que fuese culpable más allá de toda duda fundada. La defensa se centró en tecnicismos legales, no en una valoración de los hechos ni, por descontado, en un juicio moral. Si Rathbone en verdad amaba la ley por encima de todo lo demás, Monk se había equivocado con él desde el principio de su amistad, y aquél no era sólo un pensamiento inquietante sino también triste.

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