Tremayne cambiaba de postura sin parar como si no consiguiera ponerse cómodo en su asiento.
– Este caso se había dejado correr, señor Monk. -La voz de Rathbone fue súbitamente retadora-. ¿Por qué decidió reabrirlo?
Monk había contado con que le hiciera esa pregunta.
– Porque encontré documentación sobre él entre los documentos del señor Durban, y lamenté que no se hubiera resuelto -contestó.
Rathbone enarcó las cejas.
– ¿En serio? En tal caso, ¿debo suponer que continuó con el mismo afán todos los demás casos que el señor Durban dejó sin resolver?
– Me gustaría resolverlos todos -contestó Monk-. No había muchos: unos pocos robos de menor cuantía, uno relacionado con el contrabando de media docena de barriles de coñac, otro de tráfico de porcelana robada, un par de incidentes de borracheras que terminaron en peleas con unas cuantas ventanas rotas. El asesinato de un niño tiene prioridad sobre todo eso. -Él también hizo una pausa efectista y esbozó una sonrisa-. Cuando disponga de tiempo, me ocuparé del resto.
La expresión de Rathbone cambió ligeramente, reconociendo que tenía un adversario con quien más valía no jugar.
– Por supuesto que es prioritario -concordó, cambiando su ángulo de ataque con apenas un atisbo de torpeza-. Según hemos oído se desprende que según su criterio antecede a muchas otras cosas. Al parecer leyó las notas del señor Durban con sumo detenimiento. ¿Por qué?
Monk no había previsto que le formulara así aquella pregunta.
– Ocupo el puesto del señor Durban desde poco después de que falleciera. Pensé que tenía mucho que aprender de su experiencia y de lo que había dejado escrito.
– Cuánta modestia por su parte -señaló Rathbone-. ¿De modo que admiraba mucho al señor Durban?
Sólo existía una respuesta posible.
– En efecto.
– ¿Por qué? -preguntó Rathbone con fingida inocencia.
Monk había dado pie a que le hiciera aquella pregunta y ahora debía contestarla. No tuvo tiempo de improvisar una respuesta cuidadosa o mesurada para salvaguardar la causa.
– Porque mandaba sin abusar de su autoridad -dijo-. Sus hombres lo apreciaban y respetaban. Durante la breve temporada en que lo traté, antes de que diera su vida en acto de servicio, me pareció un hombre de buen talante, amable e íntegro.
Poco faltó para que dijera algo a propósito de odiar la injusticia pero se contuvo a tiempo.
– Un hermoso panegírico para un hombre que ya no puede hablar por sí mismo -dijo Rathbone-. No cabe duda que en usted tiene a un amigo leal, señor Monk.
– Lo dice como si la lealtad a un amigo fuera un delito -respondió Monk una pizca demasiado deprisa, revelando su enojo.
Rathbone se detuvo, se volvió lentamente hacia Monk en lo alto del estrado y sonrió.
– Lo es, señor Monk, cuanto se pone por delante de la lealtad a la verdad y a la ley. Es una cualidad comprensible, tal vez incluso agradable; salvo, por supuesto, para un hombre acusado de un crimen nefando a fin de que un amigo pague la deuda de otro.
Un susurro de aguzado interés recorrió la sala. Un par de los jurados parecían preocupados. Lord Justice Sullivan puso cuidado en mantener el semblante desprovisto de toda expresión.
Tremayne se puso de pie, más enfadado que confiado.
– Por más profunda que pueda ser la filosofía de sir Oliver, señoría, no parece contener ninguna pregunta.
– Lleva toda la razón -corroboró Sullivan, aunque con manifiesta renuencia-. Tales observaciones serían más adecuadas en su club, sir Oliver. Ha llamado al señor Monk al estrado, por consiguiente colijo que tiene algo que preguntarle. Por favor, prosiga.
– Señoría -dijo Rathbone, disimulando sólo una levísima irritación. Volvió a levantar la vista hacia Monk-. ¿A qué se dedicaba cuando conoció al señor Durban?
– Era detective privado -contestó Monk. Adivinaba hacia dónde lo estaba conduciendo Rathbone, pero no podía evitar acompañarle.
– ¿Eso le cualificaba para ocupar el puesto del señor Durban como comandante de la Policía Fluvial en Wapping?
– Creo que no. Pero antes de eso había estado en la Policía Metropolitana.
Seguro que Rathbone no sacaría a relucir su pérdida de memoria, aunque la duda bastó para que a Monk se le helara la sangre en las venas.
Pero Rathbone no lo atacó por ahí.
– ¿Por qué dejó la Policía Metropolitana? -preguntó.
Sullivan se mantuvo impasible, pero como si le costara contener la emoción. Tenía el semblante encendido y los puños cerrados encima de la mesa.
– Sir Oliver, ¿está cuestionando las aptitudes profesionales del señor Monk, su reputación o su honestidad? -preguntó.
– En absoluto, señoría. -Ahora sí que el semblante de Rathbone traslucía una muy patente irritación. También apretaba los puños con fuerza-. Creo que el señor Durban poseía unas dotes de mando que el señor Monk admiraba en grado sumo por haber fracasado en demostrarlas él mismo en el pasado. El señor Durban, al elegirlo como sucesor, le brindó la ocasión de intentarlo por segunda vez, oportunidad que muy pocos hombres tienen. El señor Durban también manifestó más confianza en él de la que él tenía en sí mismo.
»Demostraré que la sensación de estar en deuda con Durban llevó al señor Monk a excederse en su autoridad, así como en su buen criterio, en la persecución de Jericho Phillips y que lo hizo con el fin de pagar lo que consideraba una deuda. También tenía el profundo deseo de ganarse el respeto de sus hombres justificando el empeño que Durban había puesto en dar caza al asesino.
Tremayne se puso de pie de un salto, sumamente consternado, olvidando incluso dirigirse al juez.
– Eso son suposiciones muy grandes y bastante imprudentes, sir Oliver.
Rathbone se volvió hacia Sullivan dándose aires de inocencia.
– Mi cliente está acusado de un crimen terrible, señoría. Si es hallado culpable lo ahorcarán. Respetando los límites de la ley, ningún esfuerzo es demasiado grande para asegurarse de que se hace justicia y de que no permitimos que los sentimientos, bien de compasión o de repulsa, gobiernen nuestros pensamientos y nos obnubilen la razón. Nosotros también deseamos que alguien pague, pero ese alguien tiene que ser el culpable.
– Por supuesto que sí-dijo Sullivan enérgicamente-. Prosiga, sir Oliver, pero vaya al grano.
Rathbone hizo una ligerísima reverencia.
– Gracias, señoría. Señor Monk, ¿siguió las notas de Durban para volver sobre sus pesquisas o dio usted por buenas sus observaciones y deducciones?
– Las seguí de nuevo y volví a interrogar a las mismas personas, en la medida de lo posible -contestó Monk con un tono que daba a entender que la respuesta era obvia.
– Pero en cada caso usted ya sabía qué prueba estaba buscando -señaló Rathbone-. Por ejemplo, el señor Durban comenzó por un cadáver sin identificar y tuvo que hacer cuanto pudo para averiguar quién era el niño. Usted comenzó sabiendo que el señor Durban creía que la víctima era Walter Figgis. Sólo tenía que demostrar que llevaba razón. Se trata de dos procedimientos absolutamente diferentes. -Varios jurados se movieron inquietos en sus asientos. Para su mayor tristeza, veían claramente la diferencia-. ¿Está seguro de que no se limitó a confirmar lo que usted deseaba creer? -preguntó, remachando su argumento.
– Sí, estoy seguro -dijo Monk con decisión.
Rathbone sonrió con la cabeza bien alta, la luz brillaba en sus cabellos rubios.
– ¿Cómo se identifica el cadáver de un niño que ha estado varios días en el agua, señor Monk? -preguntó desafiante-. Sin duda habría sufrido… graves cambios. La carne… -apuntó, sin concluir la frase.
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