Anne Perry -

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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– Pasaba mucho tiempo con ellos -dijo Trenton encogiendo un poco los hombros. Era un hombre de corta estatura y rechoncho con una gran nariz y una actitud afable, pero bajo el respeto por la autoridad había una considerable fortaleza, y más de cincuenta años de progresiva radicalización de su opinión-. Charlaba con ellos, les daba consejos, a veces incluso compartía su comida o les daba algo de calderilla.

– ¿Buscaba información? -preguntó Rathbone.

– Si lo hacía, era idiota -contestó Trenton-. Si corre la voz de que eres un blandengue, esos tipos harán cola desde Tower Bridge hasta la Isle of Dogs, dispuestos a decirte lo que quieras oír por un par de peniques.

– Entiendo. Siendo así, ¿qué podía estar haciendo? ¿Lo sabe usted?

Trenton estaba bien preparado. Tremayne se inclinó hacia delante, listo para objetar cualquier especulación, pero no tuvo ocasión de hacerlo.

– No sé qué hacía -dijo Trenton, sacando el labio inferior en un gesto de perplejidad-. Nunca he visto a otro policía fluvial, ni tampoco de tierra, que matara el rato con mendigos y vagabundos como hacía él, ni con niños. No saben gran cosa y no te dirán nada importante, suponiendo que lo hagan.

– ¿Cómo lo sabe, señor Trenton?

– Dirijo un muelle, sir Oliver. Tengo que saber lo que hace la gente en mi terreno, sobre todo si es posible que se trate de algo que no deberían hacer. No lo perdí de vista durante años. Hay pocos policías fluviales corruptos, pero nunca se sabe. ¡No estoy diciendo que él lo fuera, que conste! -agregó a toda prisa-. Pero lo vigilaba. Pensaba que podía ser un kidsman.

– ¿Un kidsman? -inquirió Rathbone, aunque por supuesto conocía esa palabra. Lo hizo para ilustrar al jurado. Trenton lo entendió enseguida.

– Un hombre que usa chavales para cometer robos de poca importancia -contestó sencillamente-. Mayormente pañuelos de seda, pequeñas sumas de dinero, cosas así. Un buen monedero de cuero, quizá. Pero él no lo era, por supuesto. -Volvió a encogerse de hombros-. Sólo un policía fluvial con más interés por los niños que ningún otro.

– Entiendo. ¿Lo interrogó a usted sobre Jericho Phillips?

Trenton puso los ojos en blanco.

– Una y otra vez, hasta que me harté de decirle que por lo que yo sabía no era más que un ratero, un oportunista. Tal vez haga un poco de contrabando, aunque nunca lo hemos pillado. Quizá pase información, pero eso es todo.

– ¿El señor Durban aceptó esa respuesta?

El semblante de Trenton se ensombreció.

– No, ni mucho menos. Estaba obsesionado, y la cosa empeoró antes de que muriera. Lo cual fue una lástima -agregó de inmediato.

– Gracias -dijo Rathbone, dando por concluido su turno.

Tremayne se mostró indeciso desde el mismo instante en que se levantó. Su rostro y su voz reflejaban exactamente los mismos temores que estaban comenzando a anidar en el fuero interno de Hester. ¿Era posible que se hubiesen equivocado a propósito de Durban? ¿Había sido un hombre que realizó un acto de nobleza en un esfuerzo por redimir una vida por lo demás imperfecta? ¿Habían aparecido ellos al final y creído que todo lo anterior era igual cuando en realidad no lo era en absoluto?

Tremayne estaba perdiendo pie y era muy consciente de ello. Hacía más de una década que no lo desconcertaban con tanta sutileza. En el testimonio de Trenton no había nada que refutar, nada a lo que aferrarse para tergiversarlo y darle otro sentido.

Hester se preguntó si también él estaría empezando a albergar dudas. ¿Acaso se preguntaba si Monk había sido un ingenuo al dejarse llevar por la lealtad hacia un hombre a quien conocía desde hacía tan poco, cosa de semanas, y cuyo verdadero carácter sólo había creído adivinar?

Durante un instante Hester consideró por primera vez la idea de que Rathbone llevara razón. Sí, Phillips era un mal hombre que se aprovechaba de las debilidades y apetitos de los demás, pero quizá no fuese culpable de tortura ni asesinato, tal como Durban había creído y luego Monk aceptado sin cuestionarlo. Al fin y al cabo, Rathbone había presenciado el final del caso Louvain; había sido testigo del sacrificio de Durban y de cómo le había salvado la vida a Monk, aun cuando éste se mostrara dispuesto a actuar con el mismo desinterés y valentía que él… ¿Sería que Rathbone había sabido desprenderse de los sentimientos y visto la realidad más claramente?

Apartó tal idea, negándose a contemplarla. Era desagradable y, por añadidura, desleal.

Rathbone retomó la presentación de la defensa. Llamó a un gabarrero que había conocido bien a Durban y lo admiraba. Le hizo las preguntas con gentileza, sacándole informaciones como si fuese consciente de que el proceso tarde o temprano resultaría doloroso. Tenía razón. Al principio fue fácil: una mera sucesión de fechas, preguntas y respuestas. Durban había preguntado al gabarrero sobre las idas y venidas en el río, en especial las de Jericho Phillips y su barco, de vez en cuando sobre las de otros hombres que frecuentaban su garito. Manifestaron que les ofrecían cerveza y entretenimiento, algo tan simple como una velada en el río con un refrigerio y un poco de música, interpretada según el gusto del público que asistía a cada velada.

Lord Justice Sullivan se inclinó hacia delante, escuchando atentamente con el semblante muy serio.

¿Hurst, el gabarrero, sabía con certeza qué clase de entretenimiento les ofrecían a bordo?, prosiguió Rathbone. No, no sabía nada de primera mano. Durban se lo había preguntado muchas veces. La respuesta siempre fue la misma. Él no lo sabía ni quería saberlo. Que él supiera, los niños podían estar a bordo para servir cerveza, atender a las mesas, limpiar, cualquier cosa.

El interrogatorio pareció rutinario, incluso tedioso, hasta que Hester percibió un leve cambio en la postura de Rathbone, como si le embargara una nueva y reprimida energía.

– ¿El interés de Durban por Phillips fue constante desde que comenzó? -preguntó Rathbone.

Hurst se mostró perplejo, como si recordara algo extraño. No, no lo fue. Durante varios meses Durban no había manifestado el menor interés, como si se hubiese olvidado de él. Y de pronto, también sin explicación, lo había retomado, incluso con más empeño que antes. Su persecución se había vuelto casi feroz, excediéndose en el cumplimiento del deber. Se le había visto en el río hiciera el tiempo que hiciera, e incluso de madrugada, cuando la gente juiciosa está durmiendo en su cama.

¿Tenía Hurst alguna explicación para semejante conducta? De hecho, ¿le había contado Durban el motivo de tan extraordinaria obsesión y del errático modo de ocuparse del caso?

No. Hurst estaba avergonzado y desilusionado. No tenía ni idea.

Tremayne sin duda comprendió que interrogándolo más no sólo no ganaría nada sino que se arriesgaba a perder más. Rehusó su turno.

Para terminar la jornada Rathbone llamó a otro miembro de la Policía Fluvial que había servido en la Comisaría de Wapping durante los últimos años de Durban. El hombre hizo bastante patente que estaba allí contra su voluntad. Era leal a la policía en general y a sus colegas en particular. Era abiertamente hostil con Rathbone y con cualquier otro que cuestionara la integridad de Durban e, implícitamente, la de toda la policía.

Sin embargo, se vio obligado a admitir que sin lugar a dudas le constaba que hacia el final de su vida Durban había dedicado el poco tiempo libre de que disponía, y buena parte de su propio dinero, a su interminable e infructuosa persecución de Jericho Phillips. Pese a su cuidadosa manera de expresarse, o quizá debido a ella, hizo que Durban pareciera obsesionado hasta rayar en la locura. De repente, aun siendo tan desagradable como era, Phillips dio la impresión de ser la víctima.

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