De pronto tuvo miedo de que llevara razón. Fue como una ducha de agua fría. Quizá fuese cierto que la impelían los sentimientos más que los argumentos racionales e imparciales. Tal vez a Monk le moviera su sensación de estar en deuda con Durban, tal como Rathbone daba a entender, y ella simplemente lo siguiera con ciega lealtad.
Rathbone se sentó, sabiendo que su plan había surtido efecto a la perfección.
Hester le miró el semblante y no tuvo la más remota idea de qué sentía, suponiendo que sintiera alguna cosa. Tal vez su intelecto siempre dominaría a su corazón. Por eso no había aceptado su proposición de matrimonio, dejándola a un lado, como si en realidad no se la hubiese hecho, a fin de no herir sus sentimientos.
Pobre Margaret.
Tremayne se levantó e intentó equilibrar la balanza de nuevo, pero ya era imposible, y se dio cuenta de ello a tiempo para no estropear más las cosas antes de sentarse.
Hester permaneció en la sala mientras Rathbone llamaba a otros testigos que sembraron dudas sobre la honestidad de Durban. Lo hacía con tanta sutileza que al principió no reparó en el impacto que tenía.
Un empleado de Hacienda testificó sobre el celo que ponía Durban en la persecución de Phillips.
– Pues, sí, señor-dijo, asintiendo enérgicamente con la cabeza-. Se aplicaba a fondo. Como un terrier con una rata. No le daría tregua ni por amor ni por dinero.
– No le daría tregua -repitió Rathbone-. Como atención al jurado, señor Simmons, ¿podría explicar a qué se refiere exactamente? Los caballeros aquí presentes quizá no estén familiarizados con los procedimientos policiales y, por tanto, desconozcan lo que es habitual y lo que no. ¿Supongo bien al deducir que alude usted a una conducta que se salía de lo corriente?
Simmons asintió de nuevo.
– Sí, señor. Ya veo lo que quiere decir. La gente puede pensar que todos los policías son así, y no es verdad. Era muy diferente, el señor Durban. Te hacía una pregunta y, si no le dabas la respuesta que quería, te la repetía una y otra vez de maneras distintas. He visto a algunos bull terriers menos tenaces que él. De haber sido menos honesto, le habría dicho lo que quería oír con tal de quitármelo de encima.
– Vaya. ¿Le contó por qué estaba tan empeñado en hallar al asesino del niño Fig, señor Simmons?
Rathbone ponía mucho cuidado en no insinuar la respuesta al testigo, en no preguntar por suposiciones o testimonios de oídas.
Tremayne mostraba su descontento por carecer de motivos para objetar. Hester lo veía tan claro como si estuviera presenciando una partida de ajedrez. Cada movimiento era evidente en cuanto se había efectuado pero, no obstante, resultaba imposible preverlo.
– No, señor, no lo hizo -contestó Sirnmons-. No sabría decir si odiaba a Phillips porque había matado al niño o si le importaba el niño porque era Phillips quien lo había matado.
Rathbone reaccionó deprisa, sin dar tiempo a Tremayne a protestar ni a Sullivan a admitir la objeción.
– ¿Quiere decir que su comportamiento le dio pie a pensar que había una aversión personal por encima de la cuestión del crimen? ¿Era eso, señor Sirnmons?
Tremayne hizo ademán de levantarse, pero cambió de parecer y se desplomó de nuevo en la silla.
Sullivan lo miró inquisitivamente, reflejando un vivo interés, como si estuviera asistiendo a un enfrentamiento personal subyacente al profesional, cosa que le interesó en grado sumo, despertando su entusiasmo. ¿Era por eso que amaba la ley, por el combate?
Sirnmons arrugaba el semblante como si no encontrase palabras para exponer su respuesta.
– Era algo personal -dijo al fin-. En realidad no sabría decirle cómo lo sé. Por su expresión, por la manera en que hablaba de él, el lenguaje que usaba. A veces había dejado correr otras cosas, pero a Phillips nunca. Le tenía desgarrado lo que le habían hecho al niño, pero aun así le alegraba tener un motivo para dar caza a Phillips.
Hubo un murmullo casi imperceptible de aprobación en la sala.
Lord Justice Sullivan se inclinó hacia un lado para encararse al testigo, con el semblante muy serio y una mano agarrada a la hermosa madera barnizada que tenía delante.
– Señor Sirnmons, no puede declarar que el acusado es culpable de haber asesinado al niño salvo si le consta de primera mano que lo hizo él. ¿Es ése el caso? ¿Le vio matar a Walter Figgis?
Simmons se sobresaltó, parpadeó y luego palideció al darse cuenta de la trascendencia de lo que el juez le había preguntado.
– No, señoría, no lo vi. Yo no estaba allí. De haber estado, lo habría dicho en su momento, y el señor Durban no la habría tomado conmigo como hizo. No sé por mí mismo quién mató a ese pobre diablillo, ni tampoco sé nada de los demás críos que viven a orillas del río y desaparecen, les dan palizas o lo que sea que les ocurra.
Rathbone enarcó las cejas.
– ¿Está diciendo que el señor Durban le pareció más interesado en ese niño perdido que en cualquier otro, señor Simmons?
– Desde luego que sí -confirmó Simmons-. Era como un perro con un hueso. A duras penas pensaba en otra cosa.
– Es de suponer que le preocupaban de igual modo los robos, los fraudes, el contrabando y otros delitos frecuentes en el río y los muelles… -dijo Rathbone inocentemente.
– Que a mí me conste, no, señor -respondió Simmons-. Siempre hablaba de Phillips y de ese niño. Lo odiaba, créame. Quería verlo ahorcado. Lo decía a menudo. -Levantó la vista hacia Sullivan un momento-. Y eso lo oí con mis propias orejas.
Rathbone le dio las gracias e invitó a Tremayne a empezar su turno.
A Hester se le ocurrieron decenas de cosas que preguntar para rebatir el testimonio de Simmons. Clavó los ojos en Tremayne como si su fuerza de voluntad pudiera inducirle a hacerlo. Cuando se levantó, observó que había perdido parte de su habitual elegancia debido a la tensión. Lo que había parecido cosa segura se le estaba escapando de las manos. Estaba pálido.
– Señor Simmons -comenzó Tremayne muy cortés-. ¿Dice que el señor Durban no le explicó la razón de sus ansias de atrapar a quien había abusado, torturado y luego asesinado a este niño, y, tal como ha sugerido usted mismo, tal vez a muchos otros como él?
Simmons, incomodado, cambió de posición.
– No, señor, no lo hizo.
– ¿Y a usted le costó comprender que considerase las vidas de esos niños mucho más importantes que la evasión de aranceles que gravan un tonel de coñac, por ejemplo?
Simmons fue a decir algo pero cambió de parecer.
– ¿Tiene hijos, señor Simmons? -inquirió Tremayne gentilmente, como quien lo pregunta a un recién conocido.
Hester contuvo el aliento. ¿Los tenía? ¿Importaba? ¿Qué haría con ese dato Tremayne? Al menos algunos de los jurados tendrían hijos, cuando no todos ellos. Se le clavaron las uñas en las palmas de las manos. Cayó en la cuenta de que estaba aguantando la respiración.
– No, señor -contestó Simmons.
Tremayne esbozó una sonrisa.
– Sir Oliver tampoco. Tal vez eso explique muchas cosas. No todo el mundo tiene la compasión de la señora Monk con los heridos y los muertos que no pertenecen a su propia familia, o ni siquiera a su clase social.
Esta vez el murmullo se oyó claramente en la galería. El público a ambos lados de Hester se volvió ostensiblemente para mirarla. Hubo incluso quien le sonrió y asistió con la cabeza.
Simmons se sonrojó, hecho una furia.
Tremayne tuvo la sensatez de disimular su victoria.
– No es preciso que conteste, señor Simmons.
Inclinó la cabeza ante el juez, como dándole las gracias, y regresó a su asiento.
Rathbone parecía menos seguro cuando llamó a su siguiente testigo, un dockmaster [5] llamado Trenton que trabajaba en el Pool de Londres. Dio fe de la amistad que Durban mantuvo durante años con los rapiñadores, mendigos y rateros que pasaban la mayor parte de su vida a orillas del río. Esta vez Rathbone puso más cuidado en impedir que su testigo expresara opiniones. Tremayne había conseguido una victoria emocional, pero le iba a costar mucho más lograr otra.
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