Un murmullo de aprobación en la sala.
Tremayne se puso de pie y adoptó una expresión confundida y preocupada. Estaba sucediendo algo que no comprendía, pero que sabía que era peligroso.
– Señoría, me consta que sir Oliver conoce bien y desde hace tiempo a la señora Monk, y que lady Rathbone también dedica tiempo como voluntaria a la clínica de Portpool Lane. Por más admirable que sea, las observaciones de sir Oliver no son preguntas y tampoco parecen ser relevantes para la causa contra Jericho Phillips.
Sullivan enarcó las cejas.
– Sir Oliver, en el improbable caso de que la señora Monk no sea consciente de la consideración que le merece, ¿no sería mejor hacer tales comentarios en privado?
Rathbone se sonrojó, tal vez por la insinuación, pero distaba mucho de estar desconcertado con su táctica.
– La relevancia quedará clara, señoría -repuso con reticencia-. ¿Me permite?
Y sin aguardar respuesta se volvió de nuevo hacia Hester.
Tremayne se sentó otra vez a regañadientes.
– ¿Conocía al difunto comandante Durban, señora Monk? -preguntó Rathbone afablemente.
Estaba enterado de las circunstancias que envolvieron el caso Louvain; había desempeñado un papel destacado en él. Desde luego sabía muy bien que no conocía a Durban, salvo a través de Monk.
– No -contestó ella, insegura de por qué lo preguntaba. No estaba poniendo en duda su testimonio, que era lo que ella había esperado y para lo que estaba preparada-. Sólo de oídas.
– ¿De quién?
– Para empezar, de mi marido. Luego también oí hablar muy bien del comandante Durban al señor Orme.
– ¿Qué opinión se formó usted sobre su carácter?
No acertaba a comprender por qué se lo preguntaba. Su respuesta obviamente socavaría cualquier punto que Rathbone tuviera previsto establecer a fin de suscitar dudas acerca de la culpabilidad de Phillips. ¿Acaso no era inconcebible que sabotease adrede su propia causa? ¡Sería contrario a cuanto sabía sobre él que aceptara una causa, cualquier causa, con la deliberada intención de perderla!
– ¿Señora Monk? -le apuntó Rathbone.
– Pues que era un hombre apasionado, con sentido del humor y de una integridad insobornable -contestó Hester-. Era un buen policía y poseía dotes de mando excepcionales. Era honorable y valiente, y al final dio su vida para salvar a otros.
Rathbone contuvo una sonrisa, como si aquélla fuese no sólo la respuesta que había previsto sino la que deseaba.
– No le preguntaré sobre las circunstancias de su muerte. Las conozco de sobra; también yo estaba presente, y fue exactamente como usted dice. Y fue un asunto que, por el bien público, debe tratarse con suma reserva. -Dio un par de pasos, como para señalar el cambio de tema-. Carece de sentido que le pregunte si está muy unida a su marido, ¿qué respuesta iba a darme sino la afirmativa? Pero sí voy a preguntarle sobre las circunstancias en que se encontraban ustedes cuando el señor Monk conoció al señor Durban. Por ejemplo, ¿su situación económica era desahogada? ¿A qué se dedicaba su marido? ¿Tenía buenas perspectivas de progreso?
Lord Justice Sullivan se movió incómodo en su sitial y miró a Rathbone con un atisbo de inquietud antes de apartar la vista de él y dirigirla hacia el grueso del tribunal, como para evaluar el modo en que el público interpretaba el extraordinario giro que estaban tomando los acontecimientos.
Tremayne hizo ademán de ponerse de pie pero volvió a desplomarse en su silla. Si no permitía que Hester respondiera, daría a entender que ella o Monk tenían algo que ocultar o de lo que avergonzarse.
– Mi marido era detective -contestó Hester-. Nuestra situación variaba de una semana a la otra. De vez en cuando los clientes no pagaban, y algunos casos eran irresolubles.
– Eso no debía de ser fácil para ustedes -se compadeció Rathbone-. Y obviamente no había posibilidad alguna de progreso. Tal como ya sabe este tribunal, el señor Monk sucedió al señor Durban como comandante en la Comisaría de Wapping de la Policía Fluvial; un empleo excelente, bien remunerado, prestigioso y que brinda la oportunidad de ascender a rangos superiores con el tiempo; incluso el cargo de inspector jefe cabría dentro de lo posible tratándose de un hombre capaz y ambicioso. ¿Cómo fue que ocupara ese puesto en lugar de uno de los hombres que ya trabajaban allí? El señor Orme, por ejemplo.
– El señor Durban lo recomendó -repuso Hester, presintiendo por fin adónde quería ir a parar Rathbone. Pero aun suponiendo que estuviera en lo cierto y adivinara cada paso a seguir antes de darlo, no veía modo alguno de escapar. Notaba las manos sudorosas en la barandilla y, no obstante, por dentro tenía frío. El aire estaba viciado en la sala abarrotada.
– Debe estar muy agradecida por tan notable e imprevista mejora de su situación -prosiguió Rathbone-. Ahora su marido es comandante de la Policía Fluvial, y gozan ustedes de estabilidad económica y respeto social. Dejando a un lado su propia tranquilidad, también debe haberse alegrado mucho por su marido. ¿Está contento en la Policía Fluvial?
Lo único que Hester podía decir era que sí, aun cuando Monk en realidad hubiese detestado su nuevo empleo. Afortunadamente, ya no tenía que mentir, como bien sabía Rathbone.
– Sí, lo está. Es un cuerpo que goza de muy alta reputación tanto por su competencia como por su honorabilidad, y mi esposo está muy orgulloso de contarse entre sus hombres.
– No seamos tan modestos, señora Monk, ¡es el jefe! -la corrigió Rathbone-. ¿Usted no está también orgullosa de él? ¡Es un gran logro!
– Sí, por supuesto que estoy orgullosa.
Un vez más, no podía dar otra respuesta.
Rathbone no abundó en ese punto. Se lo había dejado suficientemente claro al jurado. Tanto ella como Monk estaban en deuda con Durban, tanto en lo personal como en lo profesional. Rathbone había puesto a Hester en una situación en la que tenía que admitirlo o parecer sumamente descortés. De ahora en adelante, cada vez que respaldara a Durban cabría achacarlo al agradecimiento y cabría sospechar que sus argumentos se fundamentaran más en sentimientos que en hechos. Qué bien la conocía. No había olvidado nada acerca de ella desde aquella época en que habían estado mucho más unidos, cuando él estaba enamorado de ella, no de Margaret.
Hester se sintió muy sola en el estrado con todos los ojos puestos en ella y sabiendo que Rathbone la conocía de un modo tan delicado e íntimo. Se sentía espantosamente vulnerable.
– Señora Monk -prosiguió Rathbone-, usted contribuyó en buena medida a identificar a la víctima de esta tragedia, gracias a sus conocimientos sobre los abusos a mujeres y niños en el comercio de las relaciones sexuales. -Lo dijo con desagrado, reflejando lo que toda la gente de la galería, y más en concreto en la tribuna del jurado, sentía-. Fue usted quien averiguó que antaño había sido un rapiñador. -Se volvió ligeramente con un gesto particularmente elegante-. Por si hubiera algún miembro del jurado que no entendiera el término, ¿tendría la bondad de explicárnoslo?
No tenía más remedio que hacer lo que le pedían. Rathbone la conducía como un jinete avezado lo haría con un caballo, haciendo que se sintiera igualmente dominada. Si se rebelaba en público ante el tribunal caería en el ridículo. ¡Qué bien la conocía!
– Un rapiñador es una persona que pasa el tiempo en las orillas del río, entre las líneas de la pleamar y la bajamar -dijo obedientemente-. Recuperan cosas que puedan ser de valor y las venden. Casi todos son niños, pero no todos. Casi todo lo que encuentran son tornillos y accesorios de latón, porcelanas, carbón y esa clase de cosas.
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