Anne Perry -

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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Rathbone manifestó interés, como si no conociera de sobras los detalles de aquella ocupación.

– ¿Cómo ha llegado a enterarse de esto? No parece guardar relación con el ámbito usual de su obra benéfica. ¿A quién pidió la información que la condujo a descubrir que el niño Fig había sido rapiñador?

– En un caso de no hace mucho tiempo resultó herido un joven rapiñador. Lo cuidé durante un par de semanas.

¿Por qué la interrogaba acerca de Scuff? ¿Acaso se proponía poner en entredicho la identificación del cadáver?

– ¿En serio? ¿Qué edad tenía? ¿Cómo se llama? -inquirió Rathbone.

¿Por qué se lo preguntaba? Conocía a Scuff. Había estado en las alcantarillas con ellos, tan angustiado por la seguridad de Scuff como el que más.

– Lo llaman Scuff y cree tener unos once años -contestó Hester con voz tomada por la emoción pese a sus esfuerzos por mantenerse distante.

Rathbone arqueó las cejas.

– ¿Cree?

– Sí. No sabe qué edad tiene.

– ¿Identificó a Fig?

¡De modo que se trataba de la identificación!

– No. Me presentó a chicos mayores que él y respondió por mí para que me dijeran la verdad -dijo Hester.

– ¿Ese niño, Scuff, confía en usted?

– Eso espero.

– ¿Le hospedó en su casa cuando resultó herido y cuidó de él hasta que recobró la salud?

– Sí.

– ¿Y surgió afecto entre ustedes?

– Sí.

– ¿Usted tiene hijos, señora Monk?

Fue como si le dieran una bofetada sin previo aviso. No era que hubiese deseado ardientemente tener hijos; estaba contenta con Monk y su trabajo. Era la implicación de que le faltaban, cosa que dolía, de que hubiera acogido a Scuff no porque lo apreciara sino para llenar un vacío interior. Mediante una indirecta alusión al pasado, Rathbone había hecho que pareciera que cuanto había hecho en la clínica, e incluso en Crimea, le hubiese servido para compensar la carencia de una familia, de un propósito en el sentido más convencional.

No era verdad. Tenía un marido a quien amaba mucho más de lo que la mayoría de mujeres amaban al suyo. Tenía un trabajo que le exigía echar mano del intelecto, la imaginación y el coraje. Casi todas las mujeres se levantaban por la mañana para cumplir la misma rutina doméstica, llenando sus días de palabras más que de acciones, llevando a cabo tareas que deberían realizar exactamente de la misma manera al día siguiente y al otro. Hester sólo se había aburrido una vez en su vida, y eso fue durante el breve periodo que dedicó a la vida social antes de marcharse a Crimea.

Ahora bien, si desvelaba algo de aquello, daría la impresión de estar poniéndose a la defensiva. Rathbone la había atacado tan sutilmente, tan indirectamente, que la gente pensaría que protestaba más de la cuenta. Y la consecuencia inmediata sería que Rathbone parecería estar en lo cierto.

Ahora todos aguardaban su respuesta. Percibía un asomo de compasión en sus rostros. Incluso Tremayne se mostraba incómodo.

– No, no tengo hijos -contestó a la pregunta. Tuvo en la punta de la lengua el señalar que él tampoco los tenía, pero eso sería indecoroso y también contraproducente; una vez más, un ataque para defenderse, sin que hubiera justificación aparente.

– Permítame decir que es muy noble lo que usted hace, dedicando su tiempo y sus medios a luchar por los hijos de otras personas que sufren el abuso y el abandono de quienes deberían cuidar de ellos. -Rathbone lo dijo sinceramente y, no obstante, después de lo dicho anteriormente, aún consiguió que sonara compasivo. Hizo un gesto con la mano como dando a entender que cambiaba de tema-. De modo que buscó la ayuda de otros rapiñadores para identificar el cadáver de ese pobre niño que fue hallado cerca de Horseferry Stairs. Y dado que usted había rescatado a Scuff, estuvieron dispuestos a ayudarla como no lo habrían hecho con la policía. ¿Estoy en lo cierto?

– Me ayudaron -contestó Hester-, aunque no les atribuí motivos para hacerlo. -Sonó cortante, como si se estuviera defendiendo. Tuvo que recurrir a todo el dominio de sí misma para mantener la expresión afable e impedir que le temblara la voz-. Y si lo hubiese hecho, habría pensado que lo hacían para protegerse a sí mismos y tal vez para obrar con cierta justicia por un chico que había sido uno de los suyos.

Rathbone sonrió.

– Tiene un elevado concepto de ellos, señora Monk. Su confianza y su cariño hacen honor a su persona. Estoy convencido de que a todas las mujeres presentes en esta sala les gustaría pensar que harían lo mismo.

Con una sola frase lo había convertido en una cuestión femenina, en algo caritativo pero poco realista. Qué sagaz por su parte, y qué injusto. Rathbone sabía que ella era la persona menos sentimental de la tierra. O contraatacaba o la aplastaría.

– Soy enfermera del ejército, sir Oliver, como antes ha mencionado. -La voz le temblaba pese a su empeño y el tono era más áspero de lo que quería-. Las heridas son reales; no dejan de sangrar por obra y gracia del idealismo bienintencionado ni por amables demostraciones de afecto. La gangrena, el tifus y la desnutrición no responden a imprecisos buenos deseos. He fracasado a menudo, sobre todo en reformas que me hubiese gustado introducir, pero ha sido por hablar con demasiada franqueza, no porque sea una sentimental. Pensaba que usted ya sabía eso de mí. Pero tal vez fuese usted quien fue demasiado gentil en sus juicios, y ha visto lo que deseaba ver, lo que consideraba femenino y apropiado, y por ende más fácil de aceptar.

Un destello de sorpresa brilló en los ojos de Rathbone, y también de admiración. Esta vez fue algo sincero, no una impostura dirigida al jurado.

– Reconozco mi error, señora Monk -se disculpó-. Tiene toda la razón. Nunca le ha faltado valentía, sólo tacto. Usted veía lo que había y lo que era preciso hacer, pero careció de suficiente conocimiento de la naturaleza humana para convencer a los demás. No supo prever la arrogancia, la cortedad de miras ni el egoísmo de quienes tenían interés en que las cosas no cambiaran. Usted es una idealista; ve lo que podría hacerse y se esfuerza por hacerlo realidad. Lucha con pasión, coraje y honor por los oprimidos, los enfermos, los olvidados de este mundo. Desobedece la ley cuando cree que es injusta y permanece leal a lo que está bien sin reparar en el coste. ¿Le parece más aceptable esta valoración de su carácter?

Era aceptable, incluso generosa. También condenatoria como testigo imparcial. El tribunal quizá la apreciara como persona y la admirara, pero siempre sopesaría lo que dijera contra la firmeza de sus creencias, y el sentimiento vencería. Le había dado la vuelta al argumento de Rathbone, pero incluso así éste la había derrotado.

Rathbone procedió a desmenuzar todas las pruebas que Hester había reunido a través de testigos a quienes conocía gracias a su trabajo en Portpool Lane. Demostró que todos ellos se habían beneficiado de los cuidados que dispensaba en la clínica. Lo elaboró de tal manera que logró que pareciera que su deuda de gratitud les llevara a decir lo que ella quisiera oír, no con deliberado engaño sino por el deseo de complacer a una mujer de cuya ayuda dependían.

A pesar de las alabanzas que le había dedicado, Hester siguió pareciendo digna de encomio, pero más impulsada por sentimientos que por la razón, apasionadamente incansable en defensa de los necesitados, e iracunda y vengativa contra quienes los explotaban. Era femenina: Rathbone insistió en su condición de mujer; vulnerable: les recordó con delicadeza que no tenía hijos; y de escaso criterio: no puso ningún ejemplo de ello, pero para entonces ya le creían a pies juntillas.

Impotente en el estrado, rodeada de extraños que la veían a través de las palabras de Rathbone, Hester se preguntó si él realmente la veía de ese modo. ¿Era ésa su opinión sincera, y toda la cortesía anterior eran sólo buenos modales hacia una mujer de la que antaño estuvo enamorado, pero que ahora poco significaba para él? Su arrogancia la enfureció.

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