Anne Perry -

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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La atmósfera que reinaba en el tribunal se alteró. La realidad de la muerte había entrado de nuevo en la sala y el enfrentamiento verbal parecía un tanto irrelevante.

– Por supuesto que había cambiado -dijo Monk a media voz-. Lo que antes había sido un niño magullado, quemado y desnutrido pero lleno de vida, se había convertido en un trozo de carne fría, como algo que un carnicero desechara. Pero sólo teníamos eso para trabajar. Seguía siendo importante que averiguáramos quién era. -Se inclinó un poco hacia delante por encima de la barandilla del estrado-. Todavía tenía pelo, y estatura, una forma facial, alguna prenda de vestir y un buen pedazo de piel, suficiente para adivinar su color, y por supuesto los dientes. Los dientes de cada persona son distintos. -Se oyeron gritos ahogados. Más de una mujer reprimió un sollozo. Monk no vaciló en ser muy gráfico-. En este caso, Durban había escrito que presentaba señales de quemaduras viejas en la parte interior de los brazos y los muslos. -Todos debían conocer aquella horrible obscenidad-. Nadie se quema en esos sitios por accidente.

El semblante de Rathbone palideció, su postura perdió elegancia.

– Eso es una vileza, señor Monk -dijo en voz baja-, pero no una prueba de identidad.

– Es un principio -lo contradijo Monk-. ¿Un niño desnutrido que sido torturado, y que ha comenzado a dar signos de estar convirtiéndose en un hombre, y que nadie se haya quejado de su desaparición? Eso restringe el ámbito de la búsqueda en muy buena medida, gracias a Dios. Durban hizo varios dibujos del aspecto que seguramente tendría el niño. Era muy habilidoso con el lápiz. Los mostró a diestro y siniestro a lo largo del río, sobre todo a personas que pudieran haber visto a un mendigo, un ladronzuelo o un rapiñador.

– ¿Suponía que pertenecía a una de esas categorías?

– No lo sé, pero era el lugar evidente por el que comenzar y, como se ha visto, el correcto.

– Ah, sí -asintió Rathbone-. Alguien reconoció uno de esos dibujos que hizo Durban partiendo de lo que quedaba del niño. Ha mencionado el pelo, el color de la piel, la forma del cráneo y demás. Corríjame si me equivoco, señor Monk, pero ¿esas características tan vagas no dan por lo menos mil conjuntos diferentes de rasgos?

Monk no perdió la compostura, pues sabía que Rathbone quería hacerle morder el anzuelo.

– Por supuesto. Pero por más desesperada que sea la situación de muchos niños de la orilla del río, no desaparecen mil chiquillos de esa edad a la vez sin que nadie lo denuncie.

– ¿De modo que juntó ese trágico cadáver con el rostro de un niño que un rapiñador dio por desaparecido, e identificó el cuerpo como el de Walter Figgis? -preguntó Rathbone, abriendo mucho los ojos y esbozando una sonrisa.

Monk se tragó su sarcasmo. Le constaba que Rathbone estaba actuando para un público que observaba las sombras de su rostro y escuchaba la más leve inflexión de su voz.

– No, sir Oliver, el comandante Durban consideró muy probable que el cadáver fuese el de Figgis. Cuando tropecé con ciertas fotografías obscenas de Figgis, tomadas cuando estaba vivo, fue identificado por quienes lo conocían, y entonces el comandante Durban las contrastó con el cadáver. Tenía unas orejas peculiares, y una de ellas aún no la habían deteriorado el agua ni las criaturas carroñeras que la habitan y se alimentan de los muertos.

Rathbone no tuvo más remedio que aceptarlo.

Tremayne sonrió con alivio, relajándose un poco en su asiento.

Sullivan se echó un poco hacia delante en su alto sitial, volviéndose primero hacia Rathbone, luego hacia Tremayne y de nuevo hacia Rathbone.

Rathbone prosiguió.

– ¿Usted vio esas fotografías… obscenas?

– Sí, estaban con los papeles de Durban. -Monk no pudo evitar hacer patente la violencia de su indignación. Lo intentó; sabía que debía controlarse. Estaba dando testimonio. Sólo debían importar los hechos, pero aun así le temblaba el cuerpo y notó que comenzaba a sudar-. Los rostros se veían con absoluta claridad, incluso tres de las quemaduras. Encontramos dos de ellas en los mismos sitios.

– ¿Y la tercera? -preguntó Rathbone con delicadeza.

– Esa parte de él se la habían comido los peces -contestó Monk con voz temblorosa, tomada por el horror y el sufrimiento de las palabras de Durban en la página de caligrafía desgarbada con la que describía una imagen de desintegración y pérdida.

– La imagen de tragedia o de bestialidad que evoca resulta casi insoportable -reconoció Rathbone-. No me extraña que le costara hablar de ella, o que el señor Durban dedicara incontables horas de su tiempo, y también de su dinero, para enjuiciar a quien lo hubiese hecho. ¿Sería correcto decir que usted lo sentía tanto como él? -Encogió muy levemente los hombros-. ¿O quizá no?

Sólo había una respuesta posible. Rathbone había elegido sus palabras con la precisión de un artista. Todos los ojos del tribunal estaban puestos en Monk.

– Claro que lo sentía mucho -dijo.

– El comandante Durban había dado la vida para salvar la de otros -continuó Rathbone con cierta reverencia-. Y le había recomendado a usted para reemplazarlo en su puesto. Ésa tal vez sea la señal más alta de confianza que un hombre pueda ofrecerle a otro. ¿Sería cierto decir que usted tiene una deuda de honor y gratitud para con él?

Una vez más, sólo cabía una respuesta.

– Sí, en efecto.

Se oyeron suspiros y murmullos de aprobación.

– ¿Y hará usted cuanto esté en su mano por satisfacerla, y dar motivo de orgullo a los hombres de la Policía Fluvial que ahora están a sus órdenes y ganarse su lealtad, tal como hizo Durban? -inquirió Rathbone, aunque lo dicho apenas fue una pregunta. La respuesta estaba implícita.

– Por supuesto.

– Sobre todo completando esta tarea de Durban tal como él lo habría deseado. ¿Quizás incluso le otorgaría el mérito de la resolución?

– Sí -dijo Monk sin vacilar.

Rathbone se dio por satisfecho. Dio las gracias a Monk y regresó a su asiento con un gesto de invitación dirigido a Tremayne.

Tremayne titubeó, a todas luces buscando alguna manera de restablecer el equilibrio. Luego rehusó. Tal vez pensó que cualquier cosa que Monk añadiera sólo serviría para caldear más los ánimos, lo cual podría volverse en su contra. Monk fue autorizado a retirarse.

* * *

A primera hora de la tarde Tremayne recapituló para la acusación. Se movía con garbo, hablaba con desenvoltura y confianza, pero Monk sabía que sólo se trataba de una espléndida actuación. Aquel hombre debería dedicarse a la escena. Poseía incluso el atractivo para hacerlo. Pero estaba bregando contra la corriente y por fuerza tenía que saberlo.

Mencionó las primeras deducciones de Durban sólo de pasada, concentrándose en lo que hiciera Monk para retomar la investigación. Evitó el horror siempre que pudo, abundando en cambio con todo detalle en cómo había reunido Monk las pruebas para establecer la identidad de Figgis, los elementos que lo vinculaban con Jericho Phillips y el negocio de la explotación y la pornografía. No podía mencionar las fotografías porque no se habían presentado al tribunal y sólo se sabía de ellas a través del testimonio de Monk. Como pruebas no existían, y Rathbone lo señalaría de inmediato.

También habló de la participación de Hester para relacionar a Phillips con el negocio de satisfacer los apetitos sexuales de quienes pagan con dinero cualquier cosa que deseen, utilizando a los pobres, con su consentimiento o sin él, que no tenían otro modo de sobrevivir. Cuando finalmente se sentó, los jurados se debatían entre sentimientos de ira y compasión, y estaban claramente dispuestos a atar la soga en torno al cuello de Phillips con sus propias manos.

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