Anne Perry -

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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Hester la entendió muy bien y la compadeció. Ella misma nunca olvidaría las tentativas similares de que fue objeto por parte de su familia. La habían hecho sentirse como un desecho que se debía arrojar por la borda a la primera oportunidad. Su aguda comprensión de la situación en que se encontraba Margaret había forjado un vínculo entre ambas. Margaret había hallado un norte y libertad trabajando en la clínica, e incluso una nueva dimensión de su valía personal, algo que nadie le había dado ni podría arrebatarle ahora.

Entonces Rathbone se dio cuenta de que realmente la amaba. La amabilidad no tuvo nada que ver con ello. En absoluto la estaba rescatando; a cambio tenía el privilegio de ganar su amor.

Ahora, con la absolución de Jericho Phillips, aquella proximidad entre Hester y Margaret también había desaparecido, empañándose y volviéndose incómoda.

El largo trayecto en ómnibus terminó y Hester caminó el breve trecho de Portpool Lane bajo la inmensa sombra de la fábrica de cerveza. Entró por la puerta de la vieja casa de vecinos, cuyas viviendas estaban conectadas por dentro para formar una gran clínica donde las enfermas y heridas podían ser tratadas, alojadas y atendidas en caso de necesidad. Incluso eran operadas in situ si surgía una emergencia que así lo exigiera, cuyo procedimiento fuera relativamente sencillo, como amputar un dedo, recolocar huesos o coser heridas de arma blanca. En un par de ocasión habían extraído balas y una vez hubo que amputar un pie gangrenado. Sacar astillas de distintos tipos, las dislocaciones, los partos difíciles y cuidar de las enfermas de bronquitis, fiebres, pulmonía y tisis eran labores habituales en la rutina cotidiana de las enfermeras. Más de una mujer había fallecido a causa de un intento fallido de aborto, sin que hubieran podido evitarlo aun empeñándose exhaustiva y desesperadamente en salvarla.

En aquella institución había demasiados triunfos y pérdidas compartidos como para desprenderse de una amistad a la ligera.

Sin embargo, cuando Hester cruzó la puerta principal y Bessie la saludó, echó en falta la expectativa de afecto que solía sentir al llegar. Correspondió al saludo y luego preguntó a Bessie qué había sucedido en los tres últimos días mientras ella estaba ausente por asistir a la vista del juicio. Por supuesto Bessie sabía por qué no había acudido a la clínica, lo mismo que el resto del personal; y Hester no se moría de ganas de comunicarles el resultado. Igual que tomar aceite de ricino, mejor hacerlo deprisa.

– Perdimos -dijo, antes de que Bessie tuviera ocasión de preguntar-. Phillips se salió con la suya.

Bessie era una mujer corpulenta con el pelo peinado hacia atrás y sujeto tan tirante con horquillas que Hester en su momento se preguntó cómo podía soportarlo. Bessie parecía más malhumorada que de costumbre, aunque sus ojos brillaban con una amabilidad inusual.

– Ya lo sé -dijo con aspereza-. Ese abogado lo tergiversó todo para hacer que pareciera culpa de ustedes. Ya me he enterado.

Aquélla era una complicación que Hester ni siquiera se había planteado: lealtades divididas en la clínica. Otra amarga medicina que tomar. Estaba tan tensa que el pecho le dolía al respirar.

– Así es el trabajo de sir Oliver, Bessie. Tendríamos que haber presentado pruebas más consistentes para impedírselo. No fuimos suficientemente cuidadosos.

– ¿Entonces van a dejarlo correr, así sin más? -la retó Bessie con el rostro transido de pena, compasión e incredulidad a la vez.

Hester tragó saliva.

– No. Pienso volver al principio y comenzar de nuevo.

Bessie mostró una fugaz y radiante sonrisa, pero fue un gesto tan breve que bien pudo tratarse de una ilusión.

– Bien. Entonces necesitará que yo y el resto de nosotras sigamos viniendo a diario.

– Sí, por favor. Se lo agradecería mucho.

Bessie gruñó.

– Lady Rathbone está en la cocina; dando órdenes, me imagino -agregó-. Y Squeaky está en la oficina contando dinero.

Observaba atentamente a Hester, juzgando su reacción.

– Gracias -contestó Hester, procurando que su rostro no trasluciera ninguna emoción, y fue a enfrentarse a aquel encuentro lo antes posible. Además, tenía que hablar con Squeaky Robinson en privado, y un buen rato.

Tragó saliva mientras recorría el tortuoso pasillo con sus giros y escalones hasta la cocina. Era una habitación grande, concebida para atender a una familia y añadida cuando habían convertido las dos casas en una.

Sonrió con amargo humor al recordar cómo Rathbone había echado mano de su pericia legal y de una buena dosis de astucia para lograr que Squeaky cediera la propiedad de los burdeles y luego asumiera la contabilidad de su propio local transformado en refugio de las mismas personas a las que antes explotaba. Había sido una maniobra muy osada y, desde el punto de vista de Rathbone, totalmente contraria al espíritu del estamento al que había servido durante toda su vida de adulto. No obstante, también le había proporcionado un profundo placer en el ámbito moral y emotivo.

Pero entonces Hester había dado a Squeaky poca libertad de elección, o al menos tan poca como pudo.

Ya estaba en la puerta de la cocina. Sus pasos rápidos y ligeros sobre el suelo de madera habían avisado a Margaret de su llegada. Margaret se volvió con un cuchillo cebollero en la mano. En casa tenía criados para todo; allí podía meter mano en cualquier tarea que requiriese atención. No había nadie más en la cocina. Hester no estuvo segura de si habría sido más fácil o más difícil si hubiese habido alguien presente.

– Buenos días -dijo Margaret en voz baja. Permaneció inmóvil, con los hombros tensos, la barbilla un poco alta, la mirada directa. Aquella mirada bastó para que Hester viera de inmediato que no iba a disculparse ni tampoco a insinuar, ni siquiera virtualmente, que el veredicto del juicio hubiese sido injusto. Estaba dispuesta a respaldar a Rathbone contra viento y marea. ¿Tendría alguna idea de por qué había decidido defender a Jericho Phillips? Reparando en la postura de su cabeza, su mirada fija y la ligera rigidez de su sonrisa, Hester dedujo que no.

– Buenos días -respondió cortésmente-. ¿Cómo andamos de provisiones? ¿Necesitamos harina o avena en copos?

– De momento tenemos para tres o cuatro días -dijo Margaret-. Si la mujer con la herida de navaja en el brazo se va a casa mañana, quizá nos duren un poco más. A no ser, claro está, que haya un nuevo ingreso. Bessie ha traído huesos de jamón esta mañana, y Claudine una ristra de cebollas y los huesos de unas costillas de cordero. Estamos cubiertas. Creo que deberíamos gastar el dinero que tengamos en lejía, fénico, vinagre y unas cuantas vendas. Pero mira a ver qué te parece.

No era preciso que Hester lo comprobara; hacerlo equivaldría a insinuar que no creía capaz a Margaret. Antes del asunto Phillips ninguna de ellas habría considerado necesaria tan manifiesta cortesía.

Comentaron las existencias de material de enfermería, que eran bien simples: alcohol para limpiar heridas e instrumentos, compresas de algodón, hilo, vendas, bálsamo, láudano, quinina para las fiebres, vino fortificado para fortalecer y hacer entrar en calor. La cauta cortesía flotaba en el aire como un duelo.

Hester sintió un gran alivio al escapar hacia el cuarto donde Squeaky Robinson, el irascible y muy agraviado antiguo dueño de burdeles, llevaba la contabilidad y guardaba cada céntimo para evitar gastos frívolos e innecesarios. Cualquiera pensaría que lo había ganado con el sudor de su frente en vez de recibirlo, por mediación de Margaret, de las almas caritativas de la ciudad.

Levantó la vista de la mesa y Hester cerró la puerta a sus espaldas. El anguloso y levemente asimétrico semblante de Squeaky bajo la mata de pelo de aspecto apolillado reflejaba pura compasión.

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