Sutton negó con la cabeza.
– Con eso no basta, señorita Hester, y usted lo sabe. Paró la investigación y luego volvió a comenzar, según dice. ¿Está segura de que quiere saber por qué? -preguntó con ternura-. ¿Qué sabe a ciencia cierta sobre él?
Hester no contestó. De nada serviría ponerse a la defensiva y decir que sabía que era buena persona. En realidad no lo sabía, sólo lo creía, y lo hacía sólo porque Monk lo hacía.
Sutton suspiró.
– ¿Seguro que quiere?
Esta vez no discutía, sólo aguardaba para darle lugar a echarse atrás, si así lo deseaba.
Pero no tenía sentido; Monk seguiría adelante tanto si ella lo acompañaba como si no. Ahora no lo dejaría correr. Parte de su fe en sí mismo, en su valía como amigo, dependía de que Durban fuera esencialmente el hombre que él suponía. Y si iba a llevarse un chasco, necesitaría de la fortaleza de Hester más que nunca. Si ella se apartaba, Monk se encontraría absolutamente solo.
– Es mejor saber -contestó Hester.
Sutton volvió a suspirar, se terminó el bocadillo sin sentarse y apuró la jarra de sidra.
– Pues entonces es mejor que nos vayamos -dijo con resignación-. Venga, Snoot.
– ¿Qué pasa con sus ratas? -preguntó Hester.
– Hay ratas…, y ratas -contestó Sutton enigmáticamente-. La llevaré a ver a Nellie. Lo que ella no sepa no es digno de saberse. Usted sígame, aplique el oído y no abra la boca. Vamos a sitios poco recomendables. Lo suyo sería que no me acompañara, pero sé que insistirá y no tengo tiempo para una discusión que sé que no voy a ganar.
Hester sonrió sombríamente y lo siguió por la calleja, con el perro entre ambos. Se guardó de preguntar cuál era la ocupación de Nellie, y Sutton no le dio más explicaciones.
Tomaron un ómnibus en dirección al este hasta Limehouse. Después de caminar otro medio kilómetro por una maraña de callejones de adoquines, tejados vencidos que casi se tocaban sobre sus cabezas, Hester había perdido por completo el sentido de la orientación. Ni siquiera acertaba a oler la marea creciente del río por encima de los otros olores de la densa aglomeración urbana: las alcantarillas, el humo, el estiércol de los caballos, el nauseabundo dulzor de una fábrica de cerveza cercana.
Nellie era una mujer menuda y aseada vestida de negro, aunque su ropa se había descolorido tiempo atrás en toda una gama de grises. Llevaba una cofia de viuda de encaje y el pelo con absurdos tirabuzones de niña que enmarcaban un rostro arrugado. Tenía los ojos pequeños, entrecerrados para protegerlos de la luz, y, cuando Hester cruzó una mirada con ella casi por accidente, vio que eran tan penetrantes como barrenas. Seguramente era capaz de ver un alfiler en el suelo a veinte pasos.
Sutton no las presentó, se limitó a decir a Nellie que Hester era de fiar, que sabía cuándo hablar y cuándo no.
Nellie gruñó.
– Es igual -dijo de manera cortante-. ¿Qué quieres? -le preguntó a Sutton, ignorando a Hester por completo.
– Me gustaría saber más sobre la Policía Fluvial -contestó Sutton.
– ¿Para qué? -Nellie lo miró recelosa-. Nunca se van a cruzar en tu camino.
– Es por un amigo mío -dijo Sutton.
– Si tu «amigo» tiene problemas, más vale que trate con los polis normales -dijo Nelly claramente-. La Policía Fluvial son un atajo de cabrones, pero honrados.
– ¿Honrados? -Sutton enarcó las cejas.
– La mayoría -admitió Nellie.
– ¿Monk?
– Antes era un poli normal, según dicen. Un desalmado, y muy listo. Se aferra a un caso como un maldito bulldog. -Miró a Snoot, que estaba sentado a los pies de Sutton-. Bulldog -repitió.
– ¿Pero honrado? -insistió Sutton.
– Sí. Déjalo en paz. Más vale que no sepa que existes.
– ¿Orme?
– Recto cual zanca de escalera -respondió, y aspiró fuerte para despejarse la nariz.
– ¿Durban?
– Qué más da. Está muerto. Hizo explotar un barco consigo a bordo.
– ¿Pero era honrado?
Nellie ladeó la cabeza y torció la boca como si oliera un huevo podrido.
– Si vas a por Jericho Phillips otra vez es que estás loco. Tenía algo contra Durban, igual que Durban contra él. No sé qué sería, y supongo que mejor que sea así. Aunque me gusta saber cosas. Nunca sabes cuándo pueden ser útiles. Pero alguien tenía bien pillado a Durban; no sé si era el propio Phillips o sólo que estaba enterado. Lo que sí sé es que el señor Durban no era ni de lejos el que su querida Policía Fluvial pensaba que era. Tenía secretos, el tipo, y nunca descubrí cuáles eran, así que no merece la pena que me pregunte, señor Sutton, por más que piense que estoy en deuda con usted.
Sutton tuvo que contentarse con eso, al menos en lo que a Nellie atañía. Una vez en la calle no le dijo nada a Hester, aparte de preguntarle si quería continuar.
– ¡Faltaría más! -contestó Hester, aunque la angustia se estaba adueñando de ella.
La palabra de una mujer que bien podría ser perista de objetos robados, madame de un burdel o algo peor, no debería mancillar la reputación de un buen hombre. No era la palabra de Nellie lo que la perturbaba, eran sus propios temores a propósito del motivo que empujó a Durban a perseguir tan implacablemente a Phillips para luego, de repente, interrumpir las pesquisas.
¿Y por qué había reabierto el caso, cuando ningún elemento clave había cambiado? Rathbone, con su proverbial talento, había señalado los puntos flacos de su razonamiento, sembrando dudas y preguntas cuyas respuestas necesitaba conocer. Se sentía avergonzada, pero eso no acallaba las voces de su cabeza.
Y sufría por Monk, pues sabía en qué medida la paz interior que por fin había alcanzado se debía a que un hombre como Durban, honesto, sensato y poseedor de una gran fortaleza, le había delegado la tarea que él mismo no podría llevar a cabo. Durban había confiado a Monk el mando de sus hombres, y Monk nunca había sido un buen jefe. Era valiente, inteligente, imaginativo, a veces despiadado, pero hasta entonces no había despertado simpatía. Nunca antes había inspirado lealtad o verdadera confianza.
A lo largo de los años desde que tuviera el accidente, ramalazos de memoria le habían devuelto escenas aisladas, y la deducción había llenado buena parte de los espacios vacíos que quedaban entre ellas. La imagen resultante era la de un hombre que a él no siempre le gustaba. Y resultaba fácil comprender por qué a los demás tampoco.
Se había esforzado mucho en cambiar. Durban era el único hombre que había visto lo mejor de su persona y había depositado su confianza en él. Ahora que Oliver Rathbone se había convertido en un extraño de la noche a la mañana, un hombre a quien ya no entendían, Durban era en mayor medida un factor clave para preservar la confianza, las certidumbres que hacían llevadera la aflicción.
Hester tenía miedo de lo que Monk iba a descubrir sobre él y del daño que le causaría. Por consiguiente, tenía que ser la primera en saberlo; sólo así podría protegerlo o, si eso no era posible, al menos caminar a su lado a través de lo que les deparase el futuro.
Siguió a Sutton por el oscuro callejón hacia la siguiente persona a quien interrogaría en su nombre.
Monk salió de casa y echó a caminar hacia el embarcadero del transbordador. Él también estaba agobiado por la preocupación e incluso más por la culpa. El panorama del río era todo bullicio y luminosidad. Gabarras cargadas hasta los topes lo surcaban en ambas direcciones, oscuras contra el reflejo del sol en el agua. No lograba quitarse de la cabeza que Phillips estaba en libertad, libre no sólo de la cárcel y de su ejecución, sino de volver a ser acusado otra vez del asesinato de Fig. Por más pruebas que aportara Monk ahora, no podrían utilizarse contra él. ¿Cabía imaginar un fracaso más rotundo?
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