Scuff guardó silencio. Se volvió hacia Monk y lo miró de arriba abajo apretando los labios.
Monk tuvo la desagradable sensación de que Scuff estaba siendo diplomático. Aunque lo conmovió, al mismo tiempo lo hirió. Scuff le compadecía porque había cometido un error que no sabía cómo enmendar. Qué situación tan distinta de cuando había sido un hombre brillante y belicoso en la Policía Metropolitana, donde le temían criminales y policías corruptos por igual.
– Pues entonces habrá que pillarlo por alguna otra cosa -dedujo Scuff-. ¿Como qué? ¿Robo? ¿Falsificación? Él no hace esas cosas, que yo sepa. ¿Vender mercancía robada? Eso tampoco lo hace. Y tampoco hace contrabando para no pagar impuestos porque no quiere que los hombres de hacienda le vayan detrás.
Arrugó el semblante como formulando una pregunta tácita.
– No lo sé -dijo Monk con franqueza-. Eso es lo que tengo que averiguar. Hace muchas cosas. Quizá Fig no sea el único niño al que ha matado, pero necesito algo que pueda demostrarlo.
Scuff soltó un gruñido comprensivo y siguió caminando al lado de Monk, con gran esfuerzo para no rezagarse. Monk se preguntó si debía aflojar el paso o no. Resolvió no hacerlo; no quería que Scuff supiera que se había fijado.
* * *
El médico forense estaba atareado y de mal humor. Los recibió en una sala de la morgue, un espacio utilitario con el suelo de piedra. Acaba de terminar una autopsia y todavía iba salpicado de sangre.
– Hizo un buen estropicio, ¿eh? -dijo con amargura. Fue una acusación, no una pregunta. Echó un vistazo a Scuff y no le hizo más caso-. Si espera que le rescate, o tal vez que le disculpe, le advierto que está perdiendo el tiempo.
Scuff soltó un gemido de furia y lo contuvo de inmediato, aterrado de que Monk le ordenara marcharse, con lo que dejaría de ser útil por completo. Fue cambiando el peso de un pie al otro, con sus botas disparejas, sin dejar de mirar con hostilidad al forense.
Monk dominó su propio genio con dificultad, sólo porque su necesidad de hallar algún cargo nuevo que interponer contra Phillips era mayor que el impulso de defenderse.
– Usted se encarga de casi todos los cuerpos que se recuperan en este trecho del río -respondió con voz tensa-. No es posible que Figgis sea el único niño de esa edad y complexión. Quisiera que me hablara de los demás.
– Pues va a ser que no -replicó el forense-. Y menos aún en presencia de éste. -Señaló a Scuff-. De todos modos, no le daría ningún dato útil. Si hubiésemos podido vincular a cualquiera de ellos con Jericho Phillips, ¿no le parece que lo habríamos hecho?
Su rostro moreno se veía surcado de profundas arrugas. Lo afligía un íntimo pesar que tal vez no sabía que fuese tan patente.
La ira de Monk se esfumó. De repente tenían en común lo que realmente importaba. La réplica de que al parecer el forense no había sido más listo que los demás se quedó en sus labios.
– Quiero capturarlo por lo que sea -dijo Monk en voz baja-. Por merodear con fines delictivos o por escándalo público; me da igual, con tal de encerrarlo el tiempo suficiente para investigar el resto.
– Quiero que lo ahorquen por lo que hace a estos niños -respondió el forense con los labios apretados y la voz ligeramente temblorosa.
– Yo también, pero me conformaré con descubrirlo -repuso Monk.
El forense le dirigió una mirada dura y acto seguido, muy despacio, su indignación fue cediendo y se relajó.
Scuff dejó de moverse inquieto.
– He tenido unos pocos niños que creo que eran suyos -dijo el forense-. Pero si hubiese podido demostrarlo lo habría hecho. A uno lo reconoció. La policía lo interrogó, y vino aquí, con la desfachatez de un alcalde, y dijo que conocía al niño. Dijo que lo había recogido pero que se había escapado. Le constaba que yo no podía demostrar nada. Lo habría diseccionado vivo de buena gana, y se dio cuenta. Disfrutó lo suyo mirándome a sabiendas de que yo era consciente de que no podía hacer nada. -Hizo una mueca-. Aunque también lo habría desmembrado a usted cuando dieron el veredicto. ¡Maldita sea, con lo cerca que estuvo de lograrlo! No tengo derecho; yo tampoco lo logré.
– ¿En qué medida está seguro de que lo haya hecho antes? -preguntó Monk-. Y me refiero a hechos, no a intuiciones.
– Estoy absolutamente convencido, pero no tengo una maldita prueba que lo demuestre. Si lo captura, le estaré en deuda de por vida, y la pagaré. Me da igual que cuelgue de una soga o que lo apuñalen a muerte sus rivales. Sólo pido que desaparezca de nuestro río. -Por un instante fue una súplica con todo su apremio manifiesto. Enseguida volvió a disimular, arremangándose más y dando media vuelta-. Lo único que puedo decirle es que le gusta torturarlos con cigarros encendidos, pero creo que eso ya lo sabe. Y para liquidarlos usa una navaja. -Tenía el cuerpo rígido y siguió dándoles la espalda-. ¡Ahora váyase de aquí y haga algo útil!
Se marchó indignado, dejándolos solos en la habitación húmeda con sus olores a ácido fénico y a muerte.
Una vez en la calle, Monk respiró con gusto el aire fresco. Scuff no dijo esta boca es mía y evitó mirarlo a la cara. Tal vez estuviera asustado por fin, no sólo por los problemas a los que debía enfrentarse a diario sino por algo tan grande y tan turbio que no dejaba lugar a bravuconadas y fingimientos. Le costaba dominar el miedo y no quería que Monk lo viera.
Caminaron uno al lado del otro por el borde del muelle, cada cual sumido en sus propios pensamientos sobre la irrevocabilidad de la muerte y su descarnada inmediatez. Apenas reparaban en el chapalear de la marea contra el muro de la escalinata ni en los gritos de los gabarreros y los estibadores que, a un centenar de metros, descargaban una goleta procedente de las Indias.
– Esto es peor de lo que imaginaba -dijo Monk al cabo de un rato. Debía poner cuidado en el modo de expresarse, pues de lo contrario Scuff se daría cuenta de que intentaba protegerlo y se contrariaría-. Preferiría no involucrarte porque es muy peligroso -prosiguió-, pero dudo que Orme y yo podamos hacerlo sin tu ayuda. Hay chicos que confiarán en ti, pero que no hablarán con nosotros salvo que tú estés presente para convencerlos.
Scuff tenía tensos sus escuálidos hombros como si aguardara un golpe; era el único signo aparente de miedo que mostraba. De pronto se detuvo, con las manos en los bolsillos, y se volvió lentamente para ponerse de cara a Monk. Tenía los ojos opacos, hundidos, avergonzados de lo que consideraba una flaqueza.
– ¿En serio? -preguntó, deseando sobremanera estar a la altura de las expectativas de Monk.
– Creo que vamos a necesitarte en todo momento, para que nos ayudes con los interrogatorios, hasta que lo prendamos -dijo Monk como si no tuviera importancia, echando a caminar de nuevo-. Sería un sacrificio, me consta, pero te buscaríamos un sitio decente para dormir, donde podrías cerrar la puerta y estar a solas. Y habrá comida, por supuesto.
Scuff se asombró tanto que no pudo moverse. Se quedó plantado donde estaba.
– ¿Comida? -repitió.
Monk se detuvo y dio media vuelta.
– Bueno, no puedo ir en tu busca cada día. Voy escaso de tiempo.
De repente Scuff lo entendió todo. La alegría le iluminó el semblante, pero enseguida la reprimió para conservar la dignidad.
– Creo que podría -dijo generosamente-. Sólo hasta que lo capturen, claro.
– Gracias -respondió Monk, dando por hecho que Hester entendería la necesidad de mantener a Scuff a salvo mientras Jericho Phillips estuviera en libertad, aunque eso significase una larga temporada-. ¡Bien, pues manos a la obra! El primer chico con quien tenemos que hablar es el que identificó a Fig después de ver los dibujos de Durban. Quizá sepa algo más, si le hacemos las preguntas apropiadas.
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