Por supuesto Hester no explicó nada de esto a Sutton cuando se encontró con él para reemprender la búsqueda de nuevo. Pensaría que su propósito era hallar alguna prueba que convirtiera a Phillips en culpable de algo que les permitiera llevarlo a juicio. Sin duda sabía que ahora tenían acotado el asunto de la muerte de Fig, aun cuando hubiese tenido el tacto de abstenerse de comentarlo.
Sumidos en un cordial silencio, viajaron en el ómnibus con Snoot a los pies de su amo como siempre.
Hester iba sentada en el piso alto del ómnibus, observando las estrechas y apretujadas casas con sus paredes manchadas y tejados combados mientras la ruta los acercaba a Limehouse y a la imprenta adónde Sutton le había dicho que se dirigían. La había ayudado en muchas cosas y le contaba que ahora haría cuanto estuviera en su mano. Recurriría a quienes le debían favores, quedaría en deuda con otros, pasaría toda la jornada lejos de su propio trabajo para ayudarla a encontrar lo que estaba buscando. La suya era una amistad forjada en la época más oscura que Hester hubiese conocido jamás, enfrentada a un viejo enemigo que tiempo atrás había matado a una cuarta parte del mundo.
Pero Sutton no podía decirle qué era lo que ella quería encontrar ni lo que esperaba demostrar con ello. No podían deshacer el fiasco del juicio de Phillips, como tampoco el hecho de que Rathbone lo hubiese defendido. Tal vez averiguarían el motivo de aquella elección, suponiendo que en efecto hubiese sido una elección y no alguna clase de obligación. Pero se trataría de algo confidencial que posiblemente nunca llegarían a descubrir. ¿Acaso importaba? ¿Ya no podía confiar en Rathbone, después de todas las batallas que habían librado juntos?
Al formular la pregunta se dio cuenta, con sobresalto y sorpresa, de que la respuesta tenía que ser forzosamente que no, pues de lo contrario no se lo habría preguntado. Un año antes ni se le habría ocurrido. ¿En verdad le había cambiado tanto el casarse con Margaret? ¿O era simplemente que había hecho saltar a primera plana una parte distinta, más débil, de su carácter?
¿O era una parte diferente de sí misma? Nunca había estado enamorada de él; su hombre siempre había sido Monk, incluso si en ocasiones había dudado de que alguna vez llegara a amarla o hacerla feliz. De hecho había considerado imposible que siquiera deseara intentarlo. Pero siempre había sentido una profunda estima por Rathbone, y siempre había confiado en su honradez. Si aquello era un lapsus, por el motivo que fuese, ¿no podía perdonárselo? ¿Tan superficial era su lealtad que bastaba una equivocación para romperla? La lealtad tenía que valer más que eso, pues de lo contrario era poco menos que conveniencia.
El ómnibus se detuvo otra vez y subieron más pasajeros que se apretujaron de pie en el pasillo.
Y la lealtad de Monk para con Durban, pensó Hester. También tenía que ser lo suficientemente inquebrantable para asumir la verdad. Deseaba de todo corazón protegerlo de la desilusión que temía que se avecinaba. Había momentos en los que ella no quería saber por qué Rathbone había defendido a Phillips. Pero pasaban. Su lado bueno desdeñaba la debilidad que prefería la ignorancia o, peor aún, las mentiras. Lo último que querría era que alguien que le importara amase un falso reflejo de ella, negándose a ver la realidad. ¿Cabía imaginar mayor soledad que aquélla?
Llegaron al final del recorrido y se apearon del ómnibus. Aún había que caminar casi medio kilómetro por la concurrida calle y Hester tuvo que ir detrás de Sutton y Snoot porque era tan estrecha que no podían caminar de lado sin chocar constantemente con los peatones que venían en sentido contrario. Cada dos por tres Sutton se volvía para comprobar que siguiera pegada a sus talones.
Se detuvieron ante una puerta pequeña que se abría a un lado de un callejón de no más de tres metros de largo, terminando contra un muro ciego. Snoot se sentó a sus pies de inmediato. Sutton llamó, y pasó un buen rato hasta que abrió la puerta un hombre jorobado con una expresión extraordinariamente dulce en el rostro. Asintió al reconocer al hombre y al perro, luego miró a Hester, más como preguntando si venía con ellos que quién era o qué quería. Satisfecha su curiosidad, les hizo pasar a una habitación tan abarrotada de libros y papeles que tuvo que despejar dos sillas para que pudieran sentarse. Había resmas de papel nuevo apiladas contra la pared; el olor a tinta era muy penetrante. El hombrecillo renqueó con cierta dificultad hasta la que sin duda era su silla.
– Yo no lo imprimí -dijo sin más preámbulo. Su voz era grave y gutural, y su dicción notablemente clara.
Sutton asintió.
– Ya lo sé. Lo hizo Pinky Jones, pero ha muerto, y mintió sobre la hora en que lo hizo. Sólo cuente a la señora Monk lo que ponía, por favor, señor Palk.
– Es desagradable -advirtió Palk.
– ¿Es verdad? -preguntó Hester, pese a que todavía no la habían incluido en la conversación.
– Sí, claro que es verdad. Muchos vecinos del barrio lo saben.
– Entonces cuéntemelo, por favor.
Palk la miró, por primera vez, con suma curiosidad.
– Tiene que entenderlo, Durban era un hombre muy apasionado -comenzó-. Simpático a primera vista, divertido cuando quería. Yo lo he visto hacer reír a una habitación llena de gente. Y generoso, también. Pero se tomaba ciertas cosas muy a pecho y, según parece, esa tal Mary Webber era una de ellas. Nunca supe por qué. Nadie supo decirme qué o quién era para que le importara tanto.
– ¿Durban no llegó a encontrarla?
– No lo sé, señorita, pero si no lo hizo, no fue porque no lo intentara. Todo esto empezó cuando fue a casa de Ma Wardlop. Es un burdel; habrá una docena de chicas. Le preguntó si había visto a Mary Webber. -Meneó la cabeza-. No se daba por vencido de ninguna de las maneras. Finalmente Ma Wardlop le dijo que una de las chicas sabía algo y lo llevó a su habitación. Allí la interrogó durante más de una hora, hasta que oyeron que la chica le gritaba. Entonces Ma fue en busca de un recaudador de hacienda que vive a dos portales del suyo. Un hombre fornido. -Palk apretó los labios, adoptando un aire de profunda tristeza-. Abrió la puerta de un empellón y dijo que encontró a Durban en una posición en la que ningún policía debería estar con una puta, pero no explicó a qué se refería exactamente. La chica dijo que la había forzado. Él sostuvo que no la había tocado.
Hester no contestó. Su mente corría de una imagen repulsiva a otra, tratando de hallar una respuesta que no indignara a Monk.
Palk torcía el gesto con repugnancia, pero era imposible saber si era por Durban o por la mentira que la prostituta podía haber dicho.
– Ma Wardlop dijo que mantendría la boca cerrada sobre aquel asunto si Durban tenía el tino de hacer lo mismo. Sólo que eso incluía cualquier cosa que viera en el futuro, y él lo sabía.
– Chantaje -dijo Hester sucintamente.
Palk asintió de nuevo.
– Durban le dijo que se fuera al infierno y que se llevara al recaudador de hacienda con ella -respondió Palk con cierta satisfacción, y al sonreír reveló una dentadura sorprendentemente sana y blanca-. Le contestaron que no sólo harían correr la voz en la calle sino que lo sacarían en los periódicos. Él les dijo que coincidía con el duque de Wellington: «publicad y sed condenados». No estaba dispuesto a permitir que nadie lo hiciera callar.
– ¿Y qué sucedió? -preguntó Hester, con una mezcla de miedo y admiración, un nudo en el estómago, respirando despacio, como si el sonido de su aliento pudiera impedirle oír lo que Palk diría a continuación. Qué estupidez. Durban estaba muerto y ya no cabía hacerle más daño. Y sin embargo le importaba que hubiese tenido el coraje y el honor de desafiarlos.
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