– ¿Para qué los montan? -le preguntó ella-. Por aquí no hay objetivos que los rebeldes quieran atacar, ¿no es cierto?
López no contestó.
– Lo que quiere decir -repliqué- es que depende de lo que se entienda por objetivo. Al volver hacia aquí, vi un cartel de una central eléctrica, que podría ser un objetivo para los rebeldes. Al fin y al cabo, para hacer la revolución, hace falta mucho más que asesinar a los representantes del gobierno y esconder alijos de armas. Los cortes de suministro eléctrico desmoralizan mucho a la población en general, el pueblo empieza a pensar que el gobierno ha perdido el control y, además, son mucho más seguros que atacar a una guarnición militar. ¿No es así, López?
López parecía perplejo.
– No lo entiendo. No simpatiza en absoluto con nuestra causa, pero se ha arriesgado a volver sólo para avisarme. ¿Por qué?
– La línea telefónica no funciona -dije-; de lo contrario, habría llamado.
López sonrió y sacudió la cabeza.
– Sigo sin entenderlo.
Me encogí de hombros.
– Es cierto, no me gusta el comunismo, pero a veces vale la pena ayudar al perdedor, como Braddock contra Baer, en 1935. Por otra parte, me pareció que los avergonzaría a todos si yo, un burgués reaccionario y apologista del fascismo, volvía aquí a sacarles a ustedes, bolcheviques, las castañas del fuego.
Noreen sacudió la cabeza y sonrió.
– Viniendo de ti, es tan malintencionado que me lo creo.
Sonreí y le dediqué una leve inclinación de cabeza.
– Sabía que entenderías el lado gracioso.
– Cabrón.
– Ya sabe que puede ponerse en peligro, si vuelve a pasar por el control -dijo López-. Es posible que se acuerden de usted y aten cabos. Ni los militares son tan estúpidos como para no saber atarlos.
– Fredo tiene razón -dijo Noreen-. Sería arriesgado que volvieras a La Habana esta noche, Gunther. Más vale que pases la noche aquí.
– No quiero causarte molestias -dije.
– No es ninguna molestia -dijo-. Voy a decir a Ramón que te prepare una cama.
Dio media vuelta y se marchó canturreando para sí, al tiempo que espantaba a un gato y dejaba el vaso vacío en la galería, al pasar.
López se quedó más tiempo que yo mirando el trasero que se alejaba. Me dio tiempo a observar cómo la miraba: con ojos de admirador y, seguramente, también con boca, porque se relamió los labios sin dejar de mirarla, lo cual me hizo pensar si el terreno común entre ellos no sería sólo político, sino también sexual. Con la idea de que me contase algo de lo que sentía por ella, le dije:
– Es toda una mujer, ¿verdad?
– Sí -dijo, como ausente-, desde luego. -Sonrió y a continuación añadió-: Una escritora maravillosa.
– Lo que le miraba yo no era el fondo editorial, precisamente.
López soltó una risita.
– Todavía no estoy dispuesto a pensar lo peor de usted, a pesar de lo que acaba de decir Noreen.
– ¿Ha dicho algo? -repliqué encogiéndome de hombros-. No estaba escuchando, cuando me insultó.
– Lo que quiero decir es que le estoy muy agradecido, amigo mío. Gracias, sinceramente. Sin duda, esta noche me ha salvado la vida. -Sacó la cartera del asiento del Oldsmobile-. Si me hubieran pillado con esto, me habrían matado, se lo aseguro.
– ¿No le pasará nada, de camino a casa?
– No, sin esto, no. A fin de cuentas, soy abogado. Un abogado respetable, por lo demás, a pesar de lo que opine usted de mí. En serio, tengo muchos clientes ricos y famosos en La Habana, Noreen entre otros. He redactado su testamento y también el de Ernest Hemingway. Fue él quien nos presentó. Si alguna vez necesita un buen abogado, yo le representaría encantado, señor.
– Gracias, lo tendré en cuenta.
– Cuénteme. Soy curioso.
– ¿En Cuba? Puede ser perjudicial.
– El panfleto que le di, ¿no se lo encontraron en el control?
– Lo había tirado entre la maleza del final de la entrada -dije-. Como ya le he dicho, no me interesa la política de aquí.
– Veo que Noreen acierta con respecto a usted, señor Hausner: tiene un gran instinto de supervivencia.
– ¿Ha vuelto a hablar de mí?
– Sólo un poco. Aunque la escena anterior demuestre lo contrario, tiene muy buena opinión de usted.
Me eché a reír.
– Puede que fuera cierto hace veinte años. En aquel momento, ella quería algo.
– Se infravalora usted -dijo-. Y mucho.
– Hacía un tiempo que no me lo decían.
Echó una mirada a la cartera que tenía entre los brazos.
– ¿Podría… podría aprovecharme de su amabilidad y su valentía una vez más?
– Inténtelo.
– ¿Tendría usted la bondad de llevar esta cartera a mi despacho? Está en el edificio Bacardi.
– Lo conozco. Voy de vez en cuando al café que hay allí.
– ¿A usted también le gusta?
– Tiene el mejor café de La Habana.
– Puesto que es extranjero, no correrá gran peligro, si me la lleva, aunque puede que sea un poco arriesgado.
– Ha hablado usted con claridad, a pesar de todo. De acuerdo, se la llevaré, señor López.
– Por favor, tuteémonos.
– De acuerdo.
– ¿Te parece bien mañana por la mañana, a las once?
– Si lo prefieres…
– Oye, ¿hay algo que pueda hacer yo por ti?
– Invitarme a un café. Los testamentos me gustan tan poco como los panfletos.
– Pero vendrás.
– He dicho que voy e iré.
– Bien. -Asintió pacientemente-. Dime, ¿conoces a Dinah, la hija de Noreen?
Asentí.
– ¿Qué te parece?
– Todavía lo estoy pensando.
– Toda una joven, ¿verdad? -Arqueó las cejas expresivamente.
– Si tú lo dices… Lo único que sé de las jóvenes de La Habana es que la mayoría practica el marxismo con más eficiencia que tus amigos y tú. Saben más que nadie de la redistribución de la riqueza. Lo que más me llama la atención de Dinah es que parece que sabe exactamente lo que quiere.
– Quiere ser actriz, en Hollywood, a pesar de lo de Noreen con el Comité de Actividades Antiamericanas, lo de la lista negra, el correo y todo eso. Porque todo eso puede ser un obstáculo.
– No me pareció que le preocupase eso precisamente.
– Cuando se tiene una hija tan obstinada como Dinah, todo es motivo de preocupación, te lo aseguro.
– Me pareció que sólo le preocupaba una cosa. Dijo que Dinah iba con mala gente. ¿Qué hay de eso?
– Amigo, estamos en Cuba. -Sonrió-. Aquí se da la mala gente como la diversidad de religión en otros países. -Sacudió la cabeza-. Mañana seguimos hablando, en privado.
– Vamos, suéltalo. Acabo de librarte de una salida nocturna con el ejército.
– El ejército no es el único perro peligroso de la ciudad.
– ¿Qué quieres decir?
Se oyó un chirrido de llantas al final de la entrada. Miré alrededor mientras otro coche más se acercaba ronroneando a la casa. He dicho un coche, pero el Cadillac con parabrisas envolvente parecía más bien una nave marciana: un descapotable rojo del planeta rojo. Un coche cuyas luces antiniebla empotradas podrían haber sido fácilmente rayos caloríficos para la exterminación metódica de seres humanos. Era más largo que un coche de bomberos y, seguramente, estaba igual de bien equipado.
– Es decir, que me parece que estás a punto de averiguarlo -dijo López.
El gran motor de cinco litros del Cadillac tomó la última bocanada de aire del carburador de cuatro cilindros y exhaló ruidosamente por los dos tubos de escape, empotrados en los parachoques. Se abrió una de las caprichosas puertas recortadas y salió Dinah. Estaba espléndida. El trayecto le había agitado el pelo un poco y parecía más natural que antes. Y más atractiva, si cabía. Llevaba una estola sobre los hombros que podría haber sido de visón de cría, pero dejé de mirarla, porque me llamó la atención el conductor, que salió por la otra puerta del Eldorado rojo. Llevaba traje gris, ligero y bien cortado, con camisa blanca y un par de gemelos con piedras brillantes del mismo color que el coche. Me miró directamente entre circunspecto y risueño, fijándose en mis cambios de expresión como si le pareciesen raros en mí. Dinah llegó a su lado después de un largo peregrinaje alrededor del coche desde el lado opuesto y, elocuentemente, lo enlazó por el brazo.
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