Philip Kerr - Una Llama Misteriosa

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Vuelve Bernie Gunther. Huyendo de una absurda acusación de criminal de guerra, dejará Berlín con destino a Buenos Aires. Es 1950 y su destino no es casual: una muchacha ha sido asesinada de forma espantosa al otro lado del Atlántico y el modus operandi lo enlaza con otro semejante en los últimos días de la República de Weimar. Y Gunther nunca se rinde.
Philip Kerr nos vuelve a proporcionar un thriller poderoso e irresistible, trasladándonos de la Alemania nazi a la convulsa Argentina de 1950.

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Sabía que Marcello estaba de servicio en el archivo y, nada más traspasar las puertas de vaivén, lo vi en su puesto de siempre, detrás de la mesa principal. Ésta era completamente circular y, con la bandera argentina y los oficiales del ejército armados, parecía más un baluarte defensivo que un archivo de antecedentes penales. Pero Marcello no tenía nada de militar, con aquel uniforme que sólo le quedaba bien en los puntos de sujeción. Cada vez que lo veía, me recordaba a los jóvenes soldados con cara de bebé que reclutaban para defender el búnker de Hitler contra el Ejército Rojo durante la caída de Berlín.

Devolví los expedientes actualizados de Carl Vaernet y Pedro Olmos y pedí la ficha de Helmut Gregor. Marcello recogió los expedientes devueltos, buscó a Helmut Gregor en los libros marronesy mandó a un subalterno que trajese su ficha de las estanterías. Observé cómo el subalterno movía la rueda para abrir una puerta cerrada, desplazando la estantería relevante por una guía invisible hasta que era posible el acceso.

– Hábleme más de su índice A -dijo Marcello, que era de origen ítalo-argentino,

– De acuerdo -le dije, con la esperanza de llevar el agua a mi molino-. Había tres clases de fichas. En el Grupo Uno, todas las fichas tenían una marca roja que indicaba que era un enemigo del Estado. En el Grupo Dos, una marca azul que indicaba que la persona debía ser detenida en tiempos de emergencia nacional. Y en el Grupo Tres, una marca verde que indicaba que la persona estaba sujeta a vigilancia en todo momento. Todas esas marcas estaban en el lado izquierdo de la ficha. En el lado derecho había una segunda marca de color que indicaba que era comunista, alguien sospechoso de estar en la resistencia, judío, testigo de Jehová, homosexual, masón, etcétera. Todo el índice se actualizaba dos veces al año. Al principio y al final del verano, que era el momento de más ajetreo. Eran órdenes de Himmler.

– Fascinante -dijo Marceno.

– Los informantes tenían expedientes especiales. Al igual que los agentes. Pero todos estos expedientes eran absolutamente independientes de los del Abwehr, el Servicio Alemán de Intelígencia Militar.

– ¿Quiere decir que no compartían información?

– En absoluto. Se detestaban mutuamente.

Ahora que ya había mareado un poco la perdiz, supuse que era el momento de ir al grano.

– ¿Tiene algún expediente sobre una pareja judía, los Yagubsky? -pregunté inocentemente.

Marceno cogió el pesado libro marrón de la estantería curva que tenía detrás y lo consultó con un dedo índice muy lamido. Debía de lamerlo unas mil veces diarias y me sorprendía que no se le hubiera gastado como una barra de sal. Al cabo de un minuto hizo un gesto negativo con la cabeza.

– No hay nada, lo siento.

Le conté algo más. Me inventé que Heydrich preveía construir una gran máquina electrónica para sacar la misma información de la rueda de la fortuna por una cinta de papel de teletipo, y diez veces más rápido. Dejé que Marceno se deshiciera en «oohs» y «aahs» durante un rato por lo que le acababa de contar, antes de preguntarle si podría consultar los expedientes relativos a la Directiva 11.

Marceno no consultó los libros marrones antes de responder; y se estremeció un poco, como si le molestase no poder atender mi petición.

– No, de eso tampoco hay nada -me explicó-. Esos expedientes no se guardan aquí. Ya no. El Ministerio de Relaciones Exteriores retiró de aquí todos los expedientes relativos al servicio de inmigración argentino hace un año, más o menos. Y creo que los mandaron al depósito.

– ¿Ah, sí? ¿Y dónde es?

– En el antiguo Hotel de Inmigrantes. Está en el muelle norte, al otro lado de la avenida Eduardo Madero. Se construyó a principios de siglo para acoger a los numerosos inmigrantes que llegaban a Argentina. Algo parecido a la isla de Ellis, en Nueva York. El lugar está bastante abandonado. No hay ni ratas. Creo que redujeron mucho la plantilla. No he estado nunca, pero uno de los OR ayudó a trasladar unos archivadores allí y me dijo que todo era un poco primitivo. Si quiere buscar algo allí, probablemente sería mejor que lo hiciese a través del Ministerio de Relaciones Exteriores.

– No es tan importante -dije, negando con la cabeza.

Me desplacé en coche hasta la estación Presidente Perón, aparqué y encontré un teléfono. Llamé al número que me había dado Anna Yagubsky. Respondió un anciano muy suspicaz. Supuse que sería su padre. Cuando le dije mi nombre, empezó a hacerme un sinfín de preguntas que no habría podido responder aunque hubiese querido.

– Oiga, señor Yagubsky, me encantaría charlar con usted, pero en este momento tengo un poco de prisa. ¿Le importaría posponer sus preguntas y pedirle a su hija que se ponga?

– No hace falta decirlo en un tono tan grosero -replicó.

– La verdad es que intentaba no ser grosero.

– Me sorprende que tenga usted clientes, señor Hausner, si los trata de esta manera.

– ¿Clientes? Oiga, ¿qué le ha contado exactamente su hija, señor Yagubsky?

– Que usted es detective privado. Y que lo contrató para que encuentre a mi hermano.

– ¿Ya su cuñada? -pregunté, sonriendo.

– A decir verdad, de mi cuñada puedo prescindir. Nunca entendí por qué Roman se casó con ella, y nunca nos hemos llevado muy bien. ¿Está usted casado, señor?

– Lo estuve. Pero ya no.

– Bueno, al menos así sabe lo que se pierde.

Metí otra moneda en el teléfono.

– En este momento corro peligro si no hablo con su hija. Acabo de meter los últimos cinco centavos.

– Vale, vale. Es lo malo de los alemanes. Por algún motivo siempre tienen prisa. -Colgó el auricular de un golpetazo y, al cabo de un minuto, se puso Anna.

– ¿Qué le ha dicho a mi padre?

– No tengo tiempo de explicárselo. Quiero verla en la estación Presidente Perón dentro de media hora. -¿No puede ser mañana por la noche?

– Mañana no puedo. Tengo una cita en el hospital. Quizá pasado mañana también. -Encendí rápidamente un cigarrillo-. Mire, venga lo antes posible. La espero junto al andén de Belgrano.

– ¿No me puede adelantar nada?

– Póngase ropa vieja. Y traiga una linterna. Mejor dos, si tiene y un frasco de café. Es probable que nos lleve un rato.

– ¿Pero adónde vamos?

– A hacer unas excavaciones.

– Me asusta. ¿Debo llevar también un pico y una pala?

– No, cielo, con unas manos tan bonitas como las suyas, sería una lástima. No se preocupe, no vamos a exhumar a nadie. Sólo vamos a hurgar en unos viejos archivos de inmigración y es probable que haya bastante polvo, eso es todo.

– Qué alivio. Por un momento pensé… bueno, soy un poco aprensiva con las exhumaciones de cadáveres. Sobre todo por la noche.

– Creo que normalmente es la mejor hora para hacer esas cosas. Ni siquiera los muertos prestan mucha atención.

– Esto es Buenos Aires, señor Hausner. Los muertos siempre prestan atención en Buenos Aires. Por eso construimos La Recoleta. Para tenerlo siempre presente. La muerte es un modo de vida para nosotros.

– Está hablando con un alemán, cielo. Cuando inventamos las SS éramos la máxima autoridad en el culto a la muerte, créame. -El teléfono empezó a reclamar más dinero-. Acabo de echar mis últimos cinco centavos, así que tráigase su hermoso trasero, como le dije. La espero.

– Sí, señor.

Colgué el auricular. Lamenté haber implicado a Anna. Lo que pensaba hacer entrañaba cierto riesgo. Pero no se me ocurría ninguna otra persona que me pudiera ayudarme a descifrar los documentos almacenados en el Hotel de Inmigrantes. Además, ella ya estaba implicada. Buscábamos a sus tíos. No me pagaba lo suficiente para asumir solo todos los riesgos. Y dado que no me pagaba nada en absoluto, bien podía tomarse la molestia de venir conmigo de paseo y demás. Estaba indeciso sobre cómo interpretar que me hubiese llamado «señor». Me hacía sentir como alguien digno de respeto en virtud de mi edad. Que era algo a lo que tendría que ir acostumbrándome, me decía para mis adentros. Estaba bien. Había que seguir con vida para envejecer.

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