Philip Kerr - Una Llama Misteriosa

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Vuelve Bernie Gunther. Huyendo de una absurda acusación de criminal de guerra, dejará Berlín con destino a Buenos Aires. Es 1950 y su destino no es casual: una muchacha ha sido asesinada de forma espantosa al otro lado del Atlántico y el modus operandi lo enlaza con otro semejante en los últimos días de la República de Weimar. Y Gunther nunca se rinde.
Philip Kerr nos vuelve a proporcionar un thriller poderoso e irresistible, trasladándonos de la Alemania nazi a la convulsa Argentina de 1950.

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– ¿Qué busca? -susurró.

– Cajas. Cajas de embalaje. Archivadores. Cualquier cosa que contenga expedientes de inmigración. El Ministerio de Relaciones Exteriores decidió depositarlos aquí cuando cerró este lugar.

Ofrecí mi mano a Anna, pero la rechazó y se rió.

– Dejé de tener miedo a la oscuridad cuando tenía siete años -dijo-. Ahora hasta consigo meterme sola en la cama.

– Tal vez no debería -le dije.

– Es una rareza mía, lo sé, pero así me siento más segura.

Recorrimos el edificio y encontramos cuatro dormitorios colectivos en la planta baja. Uno de ellos todavía conservaba las camas y conté doscientas cincuenta, lo que significa que en tiempos llegaron a alojarse allí hasta cinco mil personas.

– Mis pobres padres -dijo Anna-. No sabía que esto fuera así.

– No está tan mal. Créame, el concepto alemán del reasentamiento era mucho peor que esto.

En los baños colectivos situados entre los dormitorios había dieciséis lavabos cuadrados, cada uno tan grande como la puerta de un coche. Y después del último baño había una puerta cerrada con llave. El candado, que era nuevo, me dijo que probablemente estábamos en el sitio que buscábamos. Alguien se había sentido en la obligación de asegurar lo que había al otro lado de la puerta con un candado superior a los de la verja y la puerta principal. Pero, aunque fuera nuevo, aquel candado cedía con idéntica facilidad al introducir mi cuchillo de gaucho. Empujé la puerta con la suela del zapato e iluminé el interior.

– Creo que hemos encontrado lo que buscamos -le dije, aunque era evidente que el verdadero trabajo acababa de empezar. Había docenas de archivadores, hasta un centenar, en cinco hileras, una delante de otra, como prietas filas de soldados, de modo que era imposible abrir uno sin mover el que había delante.

– Vamos a tardar unas cuantas horas -dijo Anna.

– Parece que vamos a pasar la noche juntos, al fin y al cabo.

– Entonces vamos a sacarle el máximo provecho -Anna colocó un faro en el suelo, se dirigió al archivador que encabezaba la primera fila, y señaló al archivador que encabezaba la segunda-. Busque usted en aquél y yo buscaré en éste.

Soplé para quitar el polvo. Un error. Había demasiado polvo. El aire se llenó de polvo y nos hizo toser. Abrí la gaveta superior del archivador y empecé a hojear nombres que empezaban con la Z.

– Zhabotinsky, Zhukov, Zinoviev. Esto es la Z. No caerá esa breva, pero ¿y si el que está justo detrás de éste fuese el archivador de la Y? Como Y de Irigoyen, Youngblood y Yagubsky?

Cerré la gaveta y sacamos ese archivador para acceder al que estaba detrás. Ya antes de que lo hubiera movido del todo, Anna abrió la gaveta superior del siguiente archivador, Tenía más fuerza en el brazo de lo que creía. O quizá se entusiasmó tanto que no supo medir sus fuerzas. En cualquier caso, logró sacar completamente el cajón del archivador y lo descargó con un ruido sordo en el suelo de mármol, muy cerca de sus pies y los míos, como una puerta que se cierra en algún pozo profundo del infierno.

– ¿Quiere intentarlo otra vez? -pregunté-. No creo que lo hayan oído en la Casa Rosada.

– Lo siento -susurró.

– Esperemos que no.

Anna ya estaba arrodillada delante del cajón caído y, con la luz de la pequeña dinamo manual que sostenía, examinó el contenido.

– Tenía razón -gritó emocionada-. Es la Y.

Recogí del suelo el faro de bicicleta e iluminé sus manos.

– No me lo puedo creer -dijo después, mientras extraía una fina carpeta-. Yagubsky. -Hasta en la penumbra pude ver las lágrimas en sus ojos. Su voz sonaba también ahogada-. Parece que sí es capaz de hacer milagros. San Bernardo.

Luego abrió la carpeta. Estaba vacía.

Anna se quedó mirando fijamente la carpeta vacía durante unos instantes. Luego la arrojó a un lado irritada y, agachándose de nuevo, exhaló un enorme suspiro.

– Menudo milagro -dijo.

– Lo siento.

– No es culpa suya.

– No pretendía ser ningún santo, de todos modos.

Al cabo de un rato encontré la carpeta vacía. La recogí y la miré más atentamente. Era cierto que estaba vacía. Pero no carecía de información. En la cubierta de papel Manila había una fecha.

– ¿Cuándo dijo que desaparecieron?

– En enero de 1947.

– Esta carpeta tiene fecha de marzo de 1947. Y mire. Debajo de los nombres están escritas las palabras «judío» y «judía». Y luego está el sello de goma de tinta roja.

– D12 -dijo Anna, mirándolo de cerca-. ¿Qué es D12?

– Hay otra fecha y una firma dentro del sello. La firma es ilegible. Pero la fecha está bastante clara. Abril de 1947. -Sí, ¿pero qué es D12?

– Ni idea.

Volví al archivador y extraje otra carpeta. Esta pertenecía a Iohn Yorath. De Gales. Y estaba llena de información. Datos sobre visados de entrada, datos de la historia médica de Iohn Yorath, registro de su estancia en el Hotel de Inmigrantes, una copia de una cédula, todo. Pero no decía que fuera judío. Y no había ningún sello del D12 en la cubierta.

– Estuvieron aquí -dijo Anna, emocionada-. Esto prueba que estuvieron aquí.

– Creo que también prueba que ya no están aquí.

– ¿Qué quiere decir?

– No sé -dije, encogiéndome de hombros-. Sin embargo, parece claro que los detuvieron. Quizá los deportaron.

– Se lo dije. No volvimos a saber más de ellos. Desde enero de 1947.

– Luego quizá los encarcelaron. -Entusiasmándome con mi tema, añadí-: Usted es abogado, Anna. Hábleme de las prisiones de este país.

– Veamos. Está la prisión de Parque Ameghino, aquí en la ciudad. Y la Villa Devoto, claro, donde Perón encarcela a sus enemigos políticos. Luego está la de San Miguel, donde mandan a los delincuentes comunes. ¿Qué más? Sí, hay una cárcel militar en la isla de Marín García, en el Río de la Plata. Es donde encarcelaron a Perón cuando fue depuesto inicialmente, en octubre de 1945. Sí, sí, se puede encarcelar a mucha gente en Marín García. -Pensó unos instantes-… Pero espere un minuto. No hay ningún lugar más remoto que la cárcel de Neuquén, en las estribaciones andinas. Se hablamucho de Neuquén, pero no se sabe casi nadasobre ella, excepto que la gente que mandan allí nunca vuelve. ¿Cree que es posible? ¿Cree que pueden estar en la cárcel? ¿Después de tanto tiempo?

– No lo sé, Anna.-Señalé el regimiento de archivadores alineados delante de nosotros-. Pero es posible que encontremos las respuestas en alguno de estos expedientes.

– Se ve que sabe entretener a una chica, Gunther. -Se levantó y fue al siguiente archivador y lo abrió.

Más o menos una hora antes del amanecer, agotados, mugrientos de polvo, y sin haber encontrado nada más de interés, decidimos retirarnos a descansar.

Llevábamos demasiado tiempo allí. Lo supe porque, en cuanto volvimos al vestíbulo principal, alguien encendió las luces eléctricas. Anna exhaló un breve grito ahogado. A mí no me hizo ninguna gracia el giro de los acontecimientos. Sobre todo al ver que la persona que había encendido las luces nos apuntaba con un arma. No es que fuera exactamente una persona. Ya entendía por qué me había dicho Marcello que habían reducido al personal. Aquel hombre estaba esquelético. Había visto gente de aspecto más saludable metida en ataúdes. Medía un metro setenta y tenía el pelo graso, lacio y entrecano, cejas que semejaban dos mitades de un bigote separadas por su propio bien, y facciones cobardes de rata. Vestía un traje barato, un chaleco que parecía un trapo en las manos grasientas de un mecánico, y no llevabas calcetines ni zapatos. En el bolsillo del abrigo traía una botella que probablemente era su desayuno y, en la comisura de la boca, un cilindro de ceniza lánguida que había sido un cigarrillo. Cuando abrió la boca, la ceniza se cayó al suelo.

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