Philip Kerr - Una Llama Misteriosa

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Vuelve Bernie Gunther. Huyendo de una absurda acusación de criminal de guerra, dejará Berlín con destino a Buenos Aires. Es 1950 y su destino no es casual: una muchacha ha sido asesinada de forma espantosa al otro lado del Atlántico y el modus operandi lo enlaza con otro semejante en los últimos días de la República de Weimar. Y Gunther nunca se rinde.
Philip Kerr nos vuelve a proporcionar un thriller poderoso e irresistible, trasladándonos de la Alemania nazi a la convulsa Argentina de 1950.

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Intenté recordar su imagen. Estatura media, apuesto, tez morena. Sí, como un gitano. Los nazis odiaban a los gitanos casi tanto como a los judíos. Por supuesto, no habría sido la primera persona que hubiera ingresado en las SS sin ser el tipo ario perfecto. Himmler era uno. Eichmann era otro. Pero si Beppo tenía titulación médica, y era capaz de demostrar que su familia no había tenido contacto con sangre no aria durante cuatro generaciones, fácilmente habría ingresado en el cuerpo médico de la unidad de las Waffen-SS. Decidí preguntar al doctor Vaernet si recordaba a aquel hombre.

– Veo que trabaja hasta tarde. -Era el coronel Montalbán.

– Sí. Pienso mejor por la noche. Cuando hay silencio.

– Yo, en cambio, soy más matinal.

– Me sorprende. Pensé que le gustaba detener a la gente en mitad de la noche.

– La verdad es que no -respondió con una sonrisa-. Prefiero detener a la gente a primera hora de la mañana.

– Lo tendré en cuenta.

Se acercó a la ventana y señaló la cola de personas que había delante del Ministerio de Trabajo.

– ¿Ve aquella gente? ¿En la acera de enfrente, en Irigoyen? Están ahí para ver a Evita.

– Ya me parecía que era un poco tarde para buscar empleo.

– Se pasa parte de la tarde y la mitad de la noche ahí -dijo-. Entregando dinero y haciendo favores a los pobres y enfermos y sin techo del país.

– Muy noble por su parte. Y, en un año electoral, muy pragmático también.

– No lo hace por eso. Usted es alemán. Ya me imaginaba que no lo comprendería. ¿Son los nazis los que le hicieron tan cínico?

– No, soy cínico desde marzo de 1915.

– ¿Qué ocurrió?

– La Segunda Batalla de Ypres.

– Ah, claro.

– A veces pienso que, si hubiéramos ganado entonces, habríamos ganado la guerra, lo cual habría sido mucho mejor a la larga. Los británicos y los alemanes habrían llegado a un acuerdo de paz, y Hitler habría permanecido en una merecida oscuridad.

– Luis Irigoyen, que era nuestro presidente, y después embajador en Alemania, y es el que da nombre a esta calle, estuvo con Hitler en muchas ocasiones y sentía por él una inmensa admiración. Una vez me dijo que Hitler era el hombre más fascinante que había conocido.

Esta mención de Hitler me recordó a Anna Yagubsky y sus familiares desaparecidos. Y, midiendo mis palabras, intenté abordar el tema de los judíos argentinos con Montalbán.

– ¿Por eso Argentina se opuso a la emigración de judíos?

– Eran tiempos muy difíciles -dijo, encogiéndose de hombros-. Eran demasiados los que querían venir. No era posible acogerlos a todos. No somos un país grande como Estados Unidos o Canadá.

Resistí la tentación de recordar al coronel que, según mi guía de viaje, Argentina era el octavo país más grande del mundo. -¿Y por eso se aprobó la Directiva 11?

– No es muy recomendable -dijo Montalbán entrecerrando los ojos- estar al corriente de la Directiva 11 en Argentina.

¿Quién le ha hablado de eso?

– Uno oye cosas.

– Sí, ¿pero en boca de quién?

– Éste es el Servicio de Informaciones de Estado -dije-. No Radio El Mundo. Sería extraño que no se oyesen secretos por aquí. Además, mi capacidad para hablar castellano va mejorando.

– Ya veo.

– Hasta me he enterado de que Martin Bormann vive en Argentina.

– Eso es lo que creen los americanos, lo cual es el mejor motivo para saber que no está aquí. Tenga presente lo que le dije: en Argentina es mejor saberlo todo que saber demasiado.

– Dígame, coronel. ¿Ha habido más asesinatos?

– ¿Asesinatos?

– Ya sabe. Cuando una persona mata a otra deliberadamente. En este caso, una cría. Como la que me mostró en la sede de la policía. La que perdió el ajuar de boda.

Negó con la cabeza.

– ¿Y la chica desaparecida? ¿Pabienne van Bader?

– Sigue desaparecida. -Sonrió con tristeza-. Esperaba que la hubiera encontrado ya.

– No. Todavía no. Pero casi he descubierto la verdadera identidad del hombre que mató a Anita Schwartz.

Por un momento se mostró sorprendido.

– La chica que asesinaron en Berlín en 1932. ¿Se acuerda? El caso que leyó en los periódicos alemanes cuando yo era todavía su modelo de héroe.

– Ah, sí, claro. ¿Cree que el hombre está aquí en Argentina?

– Es pronto para saberlo. Sobre todo porque todavía estoy a la espera de la consulta con el médico del que me habló. El de Nueva York. El especialista.

– ¿El doctor Pack? Precisamente de eso venía a hablarle. Venía a decirle que está aquí en Buenos Aires. Ha llegado hoy. Podrá verle mañana, o quizá pasado, dependiendo de…

– De su otra paciente más importante. Ya, ya. Pero no demasiado. Sólo todo. No me olvido.

– Más le vale. Por su propio bien. -Asintió-. Es usted un hombre interesante, señor. No cabe duda.

– Sí, lo sé. He tenido una vida interesante.

Debería haber prestado más atención a la advertencia del coronel, pero siempre he sentido debilidad por las caras hermosas. En especial, por las caras tan hermosas como la de Anna Yagubsky.

Mi mesa estaba en la segunda planta. En la planta inferior se encontraba el archivo donde se almacenaban los expedientes de la SIDE. Decidí pasarme por allí al salir. Ya tenía la costumbre de entrar en aquel lugar. Cada vez que entrevistaba a un viejo camarada, añadía a su expediente un informe detallado, donde indicaba quién era y qué crímenes había cometido. Pensé que no me jugaría mucho si echaba un vistazo a otros expedientes que no guardaban relación con aquéllos. La única duda era cómo iba a conseguirlo.

En Berlín todos los enemigos conocidos y sospechosos del Tercer Reich estaban registrados en el Índice A, situado en la sede de la Gestapo en Prinz Albrechtstrasse. El Índice A, también llamado Índice Administrativo, era el sistema de archivo criminal más moderno del mundo. O eso me decía Heydrich. El Índice comprendía medio millón de fichas sobre personas que la Gestapo consideraba dignas de atención. Estaba situado en un enorme carro circular de fichas con un motor eléctrico. Había un agente capaz de localizar cualquiera de las fichas en menos de un minuto. Heydrich, firme creyente del viejo axioma: saber es poder, lo llamaba la rueda de la fortuna. Heydrích es el que contribuyó más que nadie a revolucionar la vieja policía política prusiana e hizo del SD uno de los lugares con más empleados de toda Alemania. En 1935 más de seiscientos agentes trabajaban sólo en la división berlinesa de antecedentes penales de la Gestapo.

No existía nada tan sofisticado ni tan amplio en Buenos Aires, aunque el sistema funcionaba bastante bien en la Casa Rosada. Una plantilla de veinte agentes trabajaban las veinticuatro horas del día en cinco turnos de cuatro horas. Había fichas de políticos de la oposición, agentes sindicales, comunistas, intelectuales de izquierdas, parlamentarios, oficiales del ejército rebelde, homosexuales y líderes religiosos. Estos expedientes se almacenaban en estanterías móviles, accionadas por un sistema de ruedas manuales de cierre y referenciadas por nombre y tema en los llamados «libros marrones», una serie de libros de registro encuadernados en piel. El acceso al archivo estaba controlado por un sencillo sistema de signaturas, salvo si el expediente se consideraba sensible, en cuyo caso la entrada en los libros marrones se escribía en rojo.

El oficial jefe de turno se denominaba OR, oficial de registro, y supuestamente se encargaba de supervisar y autorizar la adquisición y la consulta de todo el material escrito. Yo conocía bastante bien al menos a dos de los ORo Les había confesado mi trayectoria anterior de policía en Berlín y, para congraciarme con ellos, incluso les había proporcionado descripciones de la aparente omnisciencia del sistema de archivo de la Gestapo. Gran parte de lo que les dije, no obstante, se basaba en los pocos meses que pasé en la división de antecedentes penales del Kripo, después de que me expulsasen de homicidios, pero otra parte me la inventé. No es que los üR captasen la diferencia. Uno de ellos, al que sólo conocía como Marcello, quería basarse en el sistema de archivo de la Gestapo como modelo para actualizar el equivalente en la SIDE y prometí ayudarle a escribir un memorando detallado para entregárselo al director de la SIDE, Rodolfo Freude.

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